Yo acababa de cumplir los doce años, y siempre había estado un poco mimado, tal vez por ser hijo único. En cambio, los tíos estaban acostumbrados a bregar con mis tres primos, en especial con los dos varones, que estaban hechos unos auténticos gamberros a pesar de su educación y de estudiar en los colegios más caros de la ciudad, y en menor medida con la prima Alicia, que además de ser la mayor de los tres, andaba ya metida en noviazgos y había sentado un poco más la cabeza.
El viaje en coche con la tía Mónica no resultó especialmente digno de mención. Casi todo el camino estuvimos hablando de temas intrascendentes, las notas del colegio y cosas así. Nos detuvimos en un hipermercado a comprar provisiones para toda una semana (yo era un comilón, todo lo contrario que sus hijos, y seguramente en la despensa no habría víveres suficientes para alimentar adecuadamente esa boca extra).
Llegamos a la urbanización casi a las cuatro de la tarde, con un hambre de mil demonios a pesar del bocadillo que me había dado la tía un rato antes. Los primos estaban durmiendo la siesta, pero se despertaron apenas supieron de mi llegada. Aunque nos veíamos con frecuencia -un par de veces al mes- siempre era una novedad encontrarnos, con la seguridad de que íbamos a pasarlo bien. Mis preferencias se decantaban hacia Eduardo, que tenía mis años, porque Ramiro nos resultaba con frecuencia demasiado torpe para algunos juegos debido a su diferencia de edad. Pero los tres formábamos un estupendo grupo.
La casa de mis tíos estaba enclavada en una lujosa urbanización, y disponía de toda clase de comodidades que imaginarse pueda, como piscina, solarium, pista de tenis, sala de billar y no sé cuántas cosas más. Ya había estado allí con anterioridad, desde luego, de forma que conocía perfectamente la distribución de las habitaciones, tanto de las que teníamos libre acceso como de aquéllas que sólo podíamos traspasar previo permiso de mi tío y que solían permanecer cerradas la mayor parte del tiempo.
Estaba habituado a oír comentar a mis padres que el tío Salvador era el pariente rico de la familia, y eso quieras que no impone un poco al principio y me hacía actuar con un complejo de inferioridad frente a mis primos. Eduardo además siempre llevaba la voz cantante en nuestra pandilla, y suyos eran la mayor parte de los juguetes con los que nos entreteníamos cuando estábamos juntos, de modo que era el que proponía y repartía instrucciones. Por eso siempre recordaré aquel verano porque fue la primera vez que una sugerencia mía acabó por convertirse en el eje de nuestros juegos y en el principal acontecimiento del verano.
Los primeros días fueron un poco lo que cabía esperar: piscina, jugar a los exploradores por el jardín soportando las reprimendas del jardinero cada vez que tronchábamos una rama, sesiones de Scalextric en las que irremediablemente quedaba el último por falta de práctica, montar en bicicleta en la parte trasera de la casa, o leer en el porche la colección completa de tebeos de Tintín cobijados por una buena sombra hasta que Eva, la doncella (así la llamaban, aunque a juzgar por su carácter desenvuelto y alegre nadie hubiera podido afirmar que todavía lo fuera), nos traía la merienda. Luego, hasta la hora en que llegaba el tío, veíamos alguna película en el video, con grave riesgo de echar a perder la tapicería del sofá con nuestras patadas o de hacer estallar algún muelle con nuestros saltos, y en ese caso sabe Dios qué hubiera pasado.
Y es que en realidad no había mucho que hacer fuera del recinto de la finca. Conocíamos a un par de chicos de uno de los chalets vecinos, pero eran increíblemente estúpidos; nuestra única relación con ellos era cuando se organizaba alguna riña, y para colmo nos zurraban casi siempre, de forma que nos sobraba y bastaba a los tres (o cuatro, en las escasas ocasiones en que Alicia se incorporaba al grupo) para pasarlo bien. Hasta que una tarde, en la sobremesa, cacé una mosca en el comedor.
Estábamos invadidos por los insectos, a pesar de los productos con que la tía rociaba las habitaciones cada día, pero no había forma de quitárselos de encima, era molestísimo que se te subieran por los brazos, por las piernas o por la cara. En un instante me deshice de unas cuantas y mis primos se sumaron a la labor. Luego, cuando exterminamos toda la población alada del cuarto, las contamos por curiosidad y resultó que habíamos cazado dieciséis, de las cuales más de la mitad habían muerto asesinadas por mí.
Fue entonces cuando propuse iniciar una competición de matar moscas. A la tía le pareció muy bien, siempre y cuando no rompiéramos nada, al menos así hacíamos algo de provecho. Como sólo había dos matamoscas en la casa, me tuve que conformar con actuar manualmente, mientras que Eduardo y Ramiro utilizaban las paletas. Aún con todo quedamos bastante igualados al final, y lo que es más importante, no hubo que lamentar percances en el mobiliario.
Los días subsiguientes continuamos adelante con el nuevo entretenimiento, pero como dentro de la casa se nos terminaban en seguida, nos salimos al porche o a la azotea, donde hacía más calor y donde fácilmente se podían atrapar montones y montones de ellas. Descubrí que era bastante diestro, casi un experto a pesar de que sólo había cazado esporádicamente algunos ejemplares en el pasado, y la verdad es que no se me resistía casi ninguna. Al principio actuábamos al tuntún, sin orden, un poco a lo bestia, y siempre había quien afirmaba haber matado no sé cuántas, sin que se pudiese comprobar. Por eso una noche, mientras el calor me impedía pegar ojo, se me ocurrió que sería bueno redactar una especie de reglamento para regular la competición, y empecé a hacer mis anotaciones en un trozo de papel.
Fundamentalmente se trataba de dejar constancia del número exacto de capturas de cada uno, para evitar exageraciones y trampas, y el único modo de poder llevarlo a cabo era aportando los cadáveres. Haría falta que todos los participantes dispusiésemos de un recipiente en el que iríamos depositando las piezas abatidas, para así facilitar el escrutinio al final del día. Cada uno sería responsable de la custodia de su recipiente, de tal forma que nadie pudiese alegar que le habían sustraído parte de su botín. Ello implicaba además que las moscas espachurradas o que quedasen en estado irreconocible no eran válidas porque obviamente no se podría meterlas en el bote.
A la mañana siguiente les leí las reglas de la competición y nadie puso objeción, antes al contrario, les entusiasmó contar con un plan de acción tan singular. Pero la práctica demostró que todavía podían surgir controversias, por ejemplo en lo referente a determinar quien había cobrado la pieza. Solía suceder que la mosca se quedase revoloteando a ras de suelo después del golpe, y entonces era válido que otro cualquiera de nosotros la cogiese de nuevo o simplemente que la diese la puntilla, pero siempre se presentaban casos en el límite de las reglas y en la duda decidimos anular esas capturas.
Era fascinante pasarse horas y horas luchando contra las moscas. Hasta entonces, habían sido para mí simplemente unos insectos bastante asquerosos y pesados, pero a raíz del invento me dediqué también a observar sus acciones, su comportamiento. Me encantaba calcular la orientación que debía darle a mi mano, acercarme a pocos centímetros de su cuerpecillo peludo, soltar un latigazo certero y sentir cómo se agitaban dentro de mi puño, en un desesperado intento por salir de esa prisión de alta seguridad que las guardaba como si fueran un importante tesoro. Y después venía lo mejor, cuando me situaba en un lugar libre de obstáculos y las arrojaba contra el suelo de cemento, al que seguía el breve crujido que producía el cuerpo de la mosca al chocar contra esa superficie dura, el aturdimiento momentáneo del infeliz díptero y por supuesto la culminación de la obra, el suave contacto de la suela de mi zapato contra su frágil abdomen. Esta última operación, aparentemente la más sencilla, resultaba sin embargo la más delicada, requería más habilidad; había que poner mucho cuidado para que no muriese despanzurrada, porque entonces no valía para el recuento final.
Una vez eliminada de la circulación, cada uno iba depositando sus trofeos en un frasco de cristal, que al menos yo tenía la precaución de cerrar convenientemente cada vez, no fuera a ser que alguno de esos insectos reviviese y se escapase volando, o que por cualquier circunstancia se volcase su contenido.
Los moscardones eran mucho más difíciles, y apenas si capturábamos media docena en una tarde. Pero también puntuaban el doble, por lo que era muy interesante hacerse con alguno. A mí me daban un poco de repelús, tan grandes y peludos, y procuraba no mantenerlos dentro de mi mano sino el tiempo imprescindible para coger impulso y arrojarlos contra el suelo. No sé por qué, pero era frecuente que se escapasen más o menos ilesos: o bien se pegaban al interior de la mano hasta que ésta se abría, y entonces escapaban, o se escabullían antes de fracturarse el cuerpo contra el cemento. Ya digo que muy raras veces teníamos el privilegio de cazarlos.
La competición solía estar muy reñida, pese a la desventaja que supone tener que actuar manualmente. Yo hubiera querido prohibir los matamoscas, imponer la necesidad de que las capturas se efectuaran sólo con las manos, pero reconozco que así les hubiera ganado todos los días y habrían perdido interés por el juego. Lo único que conseguí en este sentido fue erradicar la utilización de cualquier clase de productos químicos o insecticidas.
Se podía, desde luego, matar dos o más moscas de una vez, pero a ver quién era el guapo que tenía esa suerte. También estaba permitido coger avispas, abejorros y tábanos, que también tenían valor doble, y en todo caso había que rechazar las conseguidas a base de zapatilla, por las razones antes expuestas.

De esta forma fueron transcurriendo los días, entre baños en la piscina y torneos de caza de moscas, sin que decayera nuestro entusiasmo dada la facilidad con que se dejaban capturar. Además de ser divertido, a la tía le hacíamos un favor, porque de no ser por nuestro exterminio diario las moscas se hubieran adueñado de la casa. Y aún así, no renunciábamos a masacrar a las que se colaban hasta la cocina, el salón o el recibidor, pero obviamente éstas sólo se computaban en el ranking personal de cada uno, no en la competición oficial.
Mis padres vinieron un fin de semana para ver cómo iba todo. Me echaban mucho de menos, y yo también a ellos, la verdad, sobre todo a la hora de la comida, porque los platos que preparaba la cocinera tenían para mi gusto demasiado sabor a especias y resultaban escasos en general. A veces me hacían repetir, pero más por mi fama de tragón que por demostrar verdadero apetito. Cualquiera les decía que no me hacían mucha gracia esos guisos, ya me había advertido mi padre antes de venir que me portase bien y no les diese motivo de queja.
Por lo demás, todos me trataban bien. La tía Mónica era muy buena conmigo, por algo era mi madrina; el tío Salvador, aunque un poco ogro, iba a lo suyo y apenas si tenía trato con él en los escasos momentos que nos veíamos por la noche. Alicia, cuando no tenía que estudiar, se pasaba el tiempo con la gente de su pandilla y no hacía más que hablar de un tal Roberto, que era al parecer el chico que le gustaba. En cuanto al servicio, el jardinero era un hombre mayor y muy reservado con el que tenía muy poca confianza, y estaba siempre ocupado cortando el césped o regando, de forma que apenas si cruzábamos dos o tres palabras al cabo del día; la cocinera, en cambio, solía requerir mi colaboración cuando alguna mosca rebelde se introducía en sus dominios y merodeaba por encima de los alimentos, y a cambio me dejaba picar algo de la nevera. Era muy charlatana y era difícil quitársela de encima cuando se le soltaba la lengua; menos mal que la tía venía a salvarme de sus garras pasados unos minutos y la echaba una pequeña reprimenda por desatender sus obligaciones. Por lo que se refiere a Eva, era muy servicial y amable, y cuando por las mañanas entraba en mi cuarto a hacerme la cama con su eterno uniforme azul claro, no tenía ningún reparo en que se le viesen las bragas o en dejar al descubierto las interioridades de su escote cada vez que se inclinaba. A lo mejor no se preocupaba porque yo era un niño todavía y se supone que no me daba cuenta del significado de esa conducta.
Y, en fin, con Eduardo y Ramiro la cosa no podía ir mejor. Edu era un poco inaguantable, se le había subido a la cabeza eso de que su padre estaba forrado de dinero, pero como a mí no me gusta discutir y tenía asumido su diferente status, me amoldaba a sus exigencias. Además, yo estaba invitado y no es lo mismo vivir en tu casa, aunque sea modesta, que con unos parientes, en donde te tienes que aguantar con lo que otros quieran. Y Ramiro, pues trataba de imitar a su hermano mayor, sobre todo en lo malo, y casi siempre le tocaba el peor papel en nuestros juegos, faltaría más.
La persecución de moscas por todas las habitaciones llenaba la mayor parte de mi tiempo. Cuando dábamos por terminada la sesión (generalmente marcábamos un límite de tiempo, pero era válido que ésta concluyera cuando nos llamaban para comer o cuando anochecía), cada cual se ocupaba de su frasco de cristal. Ellos las echaban al cubo de la basura sin más o las tiraban por el desagüe de la piscina, pero yo en cambio me las llevaba al dormitorio y las trasvasaba a otro frasco un poco más grande que me había agenciado de los que sobraban en la cocina. Lo tenía guardado debajo de la cama, y mi tía siempre estaba diciéndome que tirara aquella porquería que lo único que hacía era atraer más bichos. Pero nunca se puso demasiado severa al respecto, me dejaba acumular mis trofeos tomándolo por una cochinada propia de mi edad. A Eva, en cambio, le hacía gracia que coleccionase tan insólita mercancía, y estaba siempre bromeando con que me iba a poner unas cuantas en el bocadillo o dentro de las zapatillas.
También tenía un cuaderno pequeño en donde cada día apuntaba una serie de cifras y estadísticas. Allí quedaba reflejado el parcial y el total acumulado de las moscas y demás insectos que había mandado a mejor vida, de forma que de inmediato establecí récords positivos y negativos. Mis primos nunca llegaron a enterarse de la existencia de este bloc de notas porque lo guardaba en el fondo de la bolsa del equipaje, lo consideraba algo demasiado íntimo y quizá podía poner de manifiesto un cierto trastorno mental por mi parte.
No era raro que me levantase a media noche para practicar el juego de muñeca, aunque no hubiese ninguna mosca en el cuarto en ese momento, y también que alargase el brazo para sacar el frasco de debajo de la cama, y me pasaba mucho rato, quizá media hora o más, contemplando ese amasijo de cuerpecillos negros, calculando su peso y tratando de encontrar rasgos distintivos en cada una de ellas.
A las tres semanas de mi llegada aproximadamente empezó a decaer el pasatiempo por lo que se refiere a mis primos. Estaba bien cazar moscas, pero no hasta el punto de invertir todo el tiempo en ello. De forma que no hubo más competiciones oficiales, aunque yo no me desanimé en absoluto y aprovechaba cualquier excusa para seguir con esa labor sorda pero constante, siempre con mi botecito a cuestas. Por ejemplo, en la piscina aprendí un método eficacísimo consistente en arrojarlas al agua, donde tras un infructuoso intento por mover las alas, se ahogaban inmediatamente, sin necesidad de rematarlas. Luego, las recogía con dos dedos y las echaba al recipiente con sus compañeras, que acababan todas mojadas y de aspecto más repugnante si cabe que antes.
También era capaz de cazarlas al vuelo. Este sistema lo aprendí cuando ya me resultaba demasiado simple atrapar las que estaban posadas, y requería mucha paciencia. Había que comenzar por observarlas durante unos segundos, siguiendo sus evoluciones por el aire y tratando de adivinar la trayectoria que iban a describir a continuación, con el fin de interceptarlas en el momento preciso; había que decidir si era mejor apresarlas de abajo arriba o viceversa, y sobre todo había que poner mucho cuidado en no romper otra vez un cristal, porque a la tía no le había hecho ninguna gracia, como es natural, y el tío Salvador no me eximió de recibir un par de bofetadas que, justo es reconocerlo, me había ganado a pulso haciendo el bruto de aquella manera. Y cuando por fin las sentía dentro de mi mano, cosquilleándome con su aleteo frenético, recorría con la vista los alrededores buscando un lugar propicio para arrojarlas, probando nuevas superficies y sofisticadas posturas. Esto me costó la pérdida de algunos especímenes, que aprovechaban lo heterodoxo del lance para darse a la fuga, pero siempre quedaban más que de sobra por el jardín, en las habitaciones, o si no en la azotea.
Con el transcurso de los días, mi actitud respecto a las moscas dio un importante giro. Siempre quería algo más. Empecé a sentir una especie de satisfacción torturándolas, manteniéndolas con vida encerradas en un frasco, no sin antes haberles quemado o arrancado las alas para evitar que pudieran echarse a volar. Y las veíamos así (mis primos recuperaron un cierto interés por la operación mosca al ver los experimentos de que eran víctimas las pobrecillas), nos deleitábamos en la contemplación de esos torpes seres incapaces de moverse, al filo de la muerte, a merced de unos desalmados.
Otras veces me limitaba simplemente a encerrarlas tal cual en el frasco, con el único objeto de verlas deambular por el resbaladizo cristal, frotarse la cabeza con las patas delanteras, extender la trompa buscando algún resto comestible en su superficie y ponerse como locas cuando las agitaba y perdían el equilibrio.
Cada vez que abría el frasco grande para depositar en él los nuevos cadáveres se desprendía un tufo nauseabundo, y en general la habitación que me habían asignado durante mi estancia allí, estaba siempre impregnada de un extraño olor. La visión de semejante espectáculo, de esos minúsculos cuerpos hacinados en el recipiente de cristal llegó a producirme malestar, y recuerdo que más de una noche tuve pesadillas en las que era atacado por una nube de insectos alados. Me sentía un poco cansado, esclavizado por mi propio pasatiempo, y en un arrebato de sensatez me decidí por fin a tirar aquella guarrería. Llamé a mis primos y a Eva, y no sin cierta nostalgia nos divertimos muchísimo contemplando cómo el retrete se cubría de pequeñas motas negras, algunas tan adheridas al cristal que tuvimos que darle golpes en la base para que se desprendieran. Cuando tiré de la cadena y el agua borró los últimos vestigios de todo ese material pacientemente acumulado día a día, fue como una liberación, como si me hubiese quitado una enorme carga de mi conciencia.
No sé si tuvo algo que ver, mas lo cierto es que esa misma tarde telefoneó mi madre para anunciar que al día siguiente vendrían a recogerme, aunque estaba previsto que aún permaneciera en el chalet de mis tíos una semana más. En parte me alegré, porque sin el aliciente de las moscas ya nada hubiera sido igual. Los juegos con mis primos no dejaban de ser actividades impuestas, diversiones prestadas, sometimiento a la autoridad del dueño, mientras que lo otro lo había inventado yo, era algo completamente mío.
Con la promesa de volver a quedarme en casa de los tíos el verano siguiente, si aprobaba todo, naturalmente, regresamos a la ciudad con el tiempo justo para hacer las maletas y salir zumbando hacia la playa. Pero por cosas del destino, no tuve ocasión de repetirlo. Primero, porque a Eduardo lo mandaron a un colegio interno para recuperar las asignaturas suspensas; después, porque la tía Mónica se había fracturado un brazo y no estaba para hacer esfuerzos; y por si esto fuera poco, me enteré que en primavera habían despedido a la doncella. Así que un año más me quedé en casa todo el mes de julio, un poco aburrido pero eso sí, al menos rodeado de mis trastos y, lo más importante, de mis propias moscas.
© Juan Ballester
Mis padres vinieron un fin de semana para ver cómo iba todo. Me echaban mucho de menos, y yo también a ellos, la verdad, sobre todo a la hora de la comida, porque los platos que preparaba la cocinera tenían para mi gusto demasiado sabor a especias y resultaban escasos en general. A veces me hacían repetir, pero más por mi fama de tragón que por demostrar verdadero apetito. Cualquiera les decía que no me hacían mucha gracia esos guisos, ya me había advertido mi padre antes de venir que me portase bien y no les diese motivo de queja.
Por lo demás, todos me trataban bien. La tía Mónica era muy buena conmigo, por algo era mi madrina; el tío Salvador, aunque un poco ogro, iba a lo suyo y apenas si tenía trato con él en los escasos momentos que nos veíamos por la noche. Alicia, cuando no tenía que estudiar, se pasaba el tiempo con la gente de su pandilla y no hacía más que hablar de un tal Roberto, que era al parecer el chico que le gustaba. En cuanto al servicio, el jardinero era un hombre mayor y muy reservado con el que tenía muy poca confianza, y estaba siempre ocupado cortando el césped o regando, de forma que apenas si cruzábamos dos o tres palabras al cabo del día; la cocinera, en cambio, solía requerir mi colaboración cuando alguna mosca rebelde se introducía en sus dominios y merodeaba por encima de los alimentos, y a cambio me dejaba picar algo de la nevera. Era muy charlatana y era difícil quitársela de encima cuando se le soltaba la lengua; menos mal que la tía venía a salvarme de sus garras pasados unos minutos y la echaba una pequeña reprimenda por desatender sus obligaciones. Por lo que se refiere a Eva, era muy servicial y amable, y cuando por las mañanas entraba en mi cuarto a hacerme la cama con su eterno uniforme azul claro, no tenía ningún reparo en que se le viesen las bragas o en dejar al descubierto las interioridades de su escote cada vez que se inclinaba. A lo mejor no se preocupaba porque yo era un niño todavía y se supone que no me daba cuenta del significado de esa conducta.
Y, en fin, con Eduardo y Ramiro la cosa no podía ir mejor. Edu era un poco inaguantable, se le había subido a la cabeza eso de que su padre estaba forrado de dinero, pero como a mí no me gusta discutir y tenía asumido su diferente status, me amoldaba a sus exigencias. Además, yo estaba invitado y no es lo mismo vivir en tu casa, aunque sea modesta, que con unos parientes, en donde te tienes que aguantar con lo que otros quieran. Y Ramiro, pues trataba de imitar a su hermano mayor, sobre todo en lo malo, y casi siempre le tocaba el peor papel en nuestros juegos, faltaría más.
La persecución de moscas por todas las habitaciones llenaba la mayor parte de mi tiempo. Cuando dábamos por terminada la sesión (generalmente marcábamos un límite de tiempo, pero era válido que ésta concluyera cuando nos llamaban para comer o cuando anochecía), cada cual se ocupaba de su frasco de cristal. Ellos las echaban al cubo de la basura sin más o las tiraban por el desagüe de la piscina, pero yo en cambio me las llevaba al dormitorio y las trasvasaba a otro frasco un poco más grande que me había agenciado de los que sobraban en la cocina. Lo tenía guardado debajo de la cama, y mi tía siempre estaba diciéndome que tirara aquella porquería que lo único que hacía era atraer más bichos. Pero nunca se puso demasiado severa al respecto, me dejaba acumular mis trofeos tomándolo por una cochinada propia de mi edad. A Eva, en cambio, le hacía gracia que coleccionase tan insólita mercancía, y estaba siempre bromeando con que me iba a poner unas cuantas en el bocadillo o dentro de las zapatillas.
También tenía un cuaderno pequeño en donde cada día apuntaba una serie de cifras y estadísticas. Allí quedaba reflejado el parcial y el total acumulado de las moscas y demás insectos que había mandado a mejor vida, de forma que de inmediato establecí récords positivos y negativos. Mis primos nunca llegaron a enterarse de la existencia de este bloc de notas porque lo guardaba en el fondo de la bolsa del equipaje, lo consideraba algo demasiado íntimo y quizá podía poner de manifiesto un cierto trastorno mental por mi parte.
No era raro que me levantase a media noche para practicar el juego de muñeca, aunque no hubiese ninguna mosca en el cuarto en ese momento, y también que alargase el brazo para sacar el frasco de debajo de la cama, y me pasaba mucho rato, quizá media hora o más, contemplando ese amasijo de cuerpecillos negros, calculando su peso y tratando de encontrar rasgos distintivos en cada una de ellas.
A las tres semanas de mi llegada aproximadamente empezó a decaer el pasatiempo por lo que se refiere a mis primos. Estaba bien cazar moscas, pero no hasta el punto de invertir todo el tiempo en ello. De forma que no hubo más competiciones oficiales, aunque yo no me desanimé en absoluto y aprovechaba cualquier excusa para seguir con esa labor sorda pero constante, siempre con mi botecito a cuestas. Por ejemplo, en la piscina aprendí un método eficacísimo consistente en arrojarlas al agua, donde tras un infructuoso intento por mover las alas, se ahogaban inmediatamente, sin necesidad de rematarlas. Luego, las recogía con dos dedos y las echaba al recipiente con sus compañeras, que acababan todas mojadas y de aspecto más repugnante si cabe que antes.
También era capaz de cazarlas al vuelo. Este sistema lo aprendí cuando ya me resultaba demasiado simple atrapar las que estaban posadas, y requería mucha paciencia. Había que comenzar por observarlas durante unos segundos, siguiendo sus evoluciones por el aire y tratando de adivinar la trayectoria que iban a describir a continuación, con el fin de interceptarlas en el momento preciso; había que decidir si era mejor apresarlas de abajo arriba o viceversa, y sobre todo había que poner mucho cuidado en no romper otra vez un cristal, porque a la tía no le había hecho ninguna gracia, como es natural, y el tío Salvador no me eximió de recibir un par de bofetadas que, justo es reconocerlo, me había ganado a pulso haciendo el bruto de aquella manera. Y cuando por fin las sentía dentro de mi mano, cosquilleándome con su aleteo frenético, recorría con la vista los alrededores buscando un lugar propicio para arrojarlas, probando nuevas superficies y sofisticadas posturas. Esto me costó la pérdida de algunos especímenes, que aprovechaban lo heterodoxo del lance para darse a la fuga, pero siempre quedaban más que de sobra por el jardín, en las habitaciones, o si no en la azotea.
Con el transcurso de los días, mi actitud respecto a las moscas dio un importante giro. Siempre quería algo más. Empecé a sentir una especie de satisfacción torturándolas, manteniéndolas con vida encerradas en un frasco, no sin antes haberles quemado o arrancado las alas para evitar que pudieran echarse a volar. Y las veíamos así (mis primos recuperaron un cierto interés por la operación mosca al ver los experimentos de que eran víctimas las pobrecillas), nos deleitábamos en la contemplación de esos torpes seres incapaces de moverse, al filo de la muerte, a merced de unos desalmados.
Otras veces me limitaba simplemente a encerrarlas tal cual en el frasco, con el único objeto de verlas deambular por el resbaladizo cristal, frotarse la cabeza con las patas delanteras, extender la trompa buscando algún resto comestible en su superficie y ponerse como locas cuando las agitaba y perdían el equilibrio.
Cada vez que abría el frasco grande para depositar en él los nuevos cadáveres se desprendía un tufo nauseabundo, y en general la habitación que me habían asignado durante mi estancia allí, estaba siempre impregnada de un extraño olor. La visión de semejante espectáculo, de esos minúsculos cuerpos hacinados en el recipiente de cristal llegó a producirme malestar, y recuerdo que más de una noche tuve pesadillas en las que era atacado por una nube de insectos alados. Me sentía un poco cansado, esclavizado por mi propio pasatiempo, y en un arrebato de sensatez me decidí por fin a tirar aquella guarrería. Llamé a mis primos y a Eva, y no sin cierta nostalgia nos divertimos muchísimo contemplando cómo el retrete se cubría de pequeñas motas negras, algunas tan adheridas al cristal que tuvimos que darle golpes en la base para que se desprendieran. Cuando tiré de la cadena y el agua borró los últimos vestigios de todo ese material pacientemente acumulado día a día, fue como una liberación, como si me hubiese quitado una enorme carga de mi conciencia.
No sé si tuvo algo que ver, mas lo cierto es que esa misma tarde telefoneó mi madre para anunciar que al día siguiente vendrían a recogerme, aunque estaba previsto que aún permaneciera en el chalet de mis tíos una semana más. En parte me alegré, porque sin el aliciente de las moscas ya nada hubiera sido igual. Los juegos con mis primos no dejaban de ser actividades impuestas, diversiones prestadas, sometimiento a la autoridad del dueño, mientras que lo otro lo había inventado yo, era algo completamente mío.
Con la promesa de volver a quedarme en casa de los tíos el verano siguiente, si aprobaba todo, naturalmente, regresamos a la ciudad con el tiempo justo para hacer las maletas y salir zumbando hacia la playa. Pero por cosas del destino, no tuve ocasión de repetirlo. Primero, porque a Eduardo lo mandaron a un colegio interno para recuperar las asignaturas suspensas; después, porque la tía Mónica se había fracturado un brazo y no estaba para hacer esfuerzos; y por si esto fuera poco, me enteré que en primavera habían despedido a la doncella. Así que un año más me quedé en casa todo el mes de julio, un poco aburrido pero eso sí, al menos rodeado de mis trastos y, lo más importante, de mis propias moscas.
© Juan Ballester
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