jueves, 21 de enero de 2010

Verano y moscas

Cuando mis padres aceptaron la invitación de irme una tem­porada al pueblo con mis tíos, me pareció que aquello de por sí ya constituía una aventura, pues era la primera vez en mi vida que iba a pasar tanto tiempo fuera de mi casa, lejos del radio de acción de mis progenitores. Para ellos era más cómodo, pues como los dos trabajaban fuera, hubieran tenido que dejarme solo en casa por las mañanas, como en años anteriores, lo cual de por sí era bastante aburrido.
Yo acababa de cumplir los doce años, y siempre había es­tado un poco mimado, tal vez por ser hijo único. En cambio, los tíos estaban acostum­brados a bregar con mis tres primos, en es­pecial con los dos varones, que estaban hechos unos auténticos gam­berros a pesar de su educación y de estudiar en los colegios más caros de la ciudad, y en menor medida con la prima Alicia, que además de ser la mayor de los tres, andaba ya metida en no­viazgos y había sentado un poco más la cabeza.
El viaje en coche con la tía Mónica no resultó especialmente digno de mención. Casi todo el camino estuvimos hablando de te­mas intrascen­dentes, las notas del colegio y cosas así. Nos detu­vimos en un hipermercado a comprar provisiones para toda una semana (yo era un comilón, todo lo contrario que sus hijos, y se­gu­ramente en la despensa no habría víveres suficientes para ali­mentar adecuadamente esa boca extra).
Llegamos a la urbanización casi a las cuatro de la tarde, con un ham­bre de mil demonios a pesar del bocadillo que me había dado la tía un rato antes. Los primos estaban durmiendo la siesta, pero se despertaron apenas supieron de mi llegada. Aunque nos veía­mos con frecuencia -un par de veces al mes- siempre era una no­vedad encontrarnos, con la seguridad de que íbamos a pa­sarlo bien. Mis preferencias se decantaban hacia Eduardo, que tenía mis años, porque Ramiro nos resultaba con frecuencia de­ma­siado torpe para algunos juegos debido a su diferencia de edad. Pero los tres formábamos un estupendo grupo.
La casa de mis tíos estaba enclavada en una lujosa urba­nización, y disponía de toda clase de comodidades que imaginarse pueda, como piscina, solarium, pista de tenis, sala de billar y no sé cuántas cosas más. Ya había estado allí con anterioridad, desde luego, de forma que conocía perfecta­mente la distribución de las habitaciones, tanto de las que teníamos libre acceso como de aquéllas que sólo podíamos traspasar previo permiso de mi tío y que solían permanecer cerradas la mayor parte del tiempo.
Estaba habituado a oír comentar a mis padres que el tío Sal­vador era el pariente rico de la familia, y eso quieras que no impone un poco al principio y me hacía actuar con un complejo de inferioridad frente a mis primos. Eduardo además siempre lle­vaba la voz cantante en nuestra pandilla, y suyos eran la mayor parte de los juguetes con los que nos entreteníamos cuando es­tábamos juntos, de modo que era el que proponía y repartía ins­truc­ciones. Por eso siempre recordaré aquel verano porque fue la primera vez que una sugerencia mía acabó por convertirse en el eje de nuestros juegos y en el principal acontecimiento del ve­rano.
Los primeros días fueron un poco lo que cabía esperar: pis­cina, jugar a los exploradores por el jardín soportando las repri­mendas del jardinero cada vez que tronchábamos una rama, se­siones de Scalextric en las que irremediablemente quedaba el úl­timo por falta de práctica, montar en bici­cleta en la parte tra­sera de la casa, o leer en el porche la colección com­pleta de te­beos de Tintín cobijados por una buena sombra hasta que Eva, la doncella (así la llamaban, aunque a juzgar por su carácter desen­vuelto y alegre nadie hubiera podido afirmar que todavía lo fue­ra), nos traía la merienda. Luego, hasta la hora en que llegaba el tío, veíamos alguna película en el video, con grave riesgo de echar a perder la tapicería del sofá con nuestras patadas o de ha­cer estallar algún muelle con nuestros saltos, y en ese caso sabe Dios qué hubiera pasado.
Y es que en realidad no había mucho que hacer fuera del recinto de la finca. Conocíamos a un par de chicos de uno de los chalets vecinos, pero eran increíblemente estúpidos; nuestra úni­ca relación con ellos era cuando se organizaba alguna riña, y para colmo nos zurraban casi siempre, de forma que nos sobraba y bas­taba a los tres (o cuatro, en las escasas ocasiones en que Ali­cia se incorporaba al grupo) para pasarlo bien. Hasta que una tarde, en la sobremesa, cacé una mosca en el comedor.
Estábamos invadidos por los insectos, a pesar de los pro­duc­tos con que la tía rociaba las habitaciones cada día, pero no había forma de quitár­selos de encima, era molestísimo que se te su­bieran por los brazos, por las piernas o por la cara. En un ins­tante me deshice de unas cuantas y mis pri­mos se sumaron a la labor. Luego, cuando exterminamos toda la población alada del cuarto, las contamos por curiosidad y resultó que habíamos ca­za­do dieciséis, de las cuales más de la mitad habían muerto ase­si­nadas por mí.
Fue entonces cuando propuse iniciar una competición de ma­tar mos­cas. A la tía le pareció muy bien, siempre y cuando no rom­piéramos nada, al menos así hacíamos algo de provecho. Como sólo había dos matamoscas en la casa, me tuve que conformar con actuar manualmente, mientras que Eduardo y Ramiro utilizaban las paletas. Aún con todo quedamos bastante igualados al final, y lo que es más importante, no hubo que lamentar per­can­ces en el mobiliario.
Los días subsiguientes continuamos adelante con el nuevo entrete­nimiento, pero como dentro de la casa se nos terminaban en seguida, nos sa­limos al porche o a la azotea, donde hacía más calor y donde fácilmente se podían atrapar montones y montones de ellas. Descubrí que era bastante diestro, casi un experto a pesar de que sólo había cazado esporádicamente algunos ejem­plares en el pasado, y la verdad es que no se me resistía casi ninguna. Al principio actuábamos al tuntún, sin orden, un poco a lo bestia, y siempre había quien afirmaba haber matado no sé cuán­tas, sin que se pu­diese comprobar. Por eso una noche, mientras el calor me impedía pegar ojo, se me ocurrió que sería bueno re­dactar una especie de reglamento para regular la competición, y empecé a hacer mis anotaciones en un trozo de papel.
Fundamentalmente se trataba de dejar constancia del nú­mero exacto de capturas de cada uno, para evitar exageraciones y trampas, y el único modo de poder llevarlo a cabo era aportando los cadáveres. Haría falta que todos los participantes dispu­sié­semos de un recipiente en el que iríamos de­positando las piezas abatidas, para así facilitar el escrutinio al final del día. Cada uno sería responsable de la custodia de su recipiente, de tal forma que nadie pudiese alegar que le habían sustraído parte de su botín. Ello implicaba además que las moscas espachurradas o que quedasen en estado irrecono­cible no eran válidas porque obvia­mente no se podría meterlas en el bote.
A la mañana siguiente les leí las reglas de la competición y nadie puso objeción, antes al contrario, les entusiasmó contar con un plan de acción tan singular. Pero la práctica demostró que to­davía podían surgir contro­ver­sias, por ejemplo en lo referente a determinar quien había cobrado la pieza. Solía suceder que la mosca se quedase revoloteando a ras de suelo después del golpe, y entonces era válido que otro cualquiera de nosotros la cogiese de nuevo o simplemente que la diese la puntilla, pero siempre se presen­taban casos en el límite de las reglas y en la duda deci­dimos anular esas cap­turas.
Era fascinante pasarse horas y horas luchando contra las moscas. Hasta entonces, habían sido para mí simplemente unos in­sectos bastante as­querosos y pesados, pero a raíz del invento me dediqué también a obser­var sus acciones, su comportamiento. Me encantaba calcular la orientación que debía darle a mi mano, acercarme a pocos centímetros de su cuerpecillo pe­ludo, soltar un latigazo certero y sentir cómo se agitaban dentro de mi puño, en un desesperado intento por salir de esa prisión de alta segu­ridad que las guardaba como si fueran un importante tesoro. Y después venía lo mejor, cuando me situaba en un lugar libre de obstáculos y las arrojaba contra el suelo de cemento, al que se­guía el breve crujido que producía el cuerpo de la mosca al chocar contra esa superficie dura, el aturdimiento momentáneo del in­feliz díptero y por supuesto la culminación de la obra, el suave con­tacto de la suela de mi zapato contra su frágil abdomen. Esta úl­tima operación, aparentemente la más sencilla, resultaba sin em­bargo la más delicada, requería más habilidad; había que poner mucho cuidado para que no muriese despanzurrada, porque en­tonces no valía para el recuento final.
Una vez eliminada de la circulación, cada uno iba depo­si­tando sus tro­feos en un frasco de cristal, que al menos yo tenía la precaución de cerrar con­venientemente cada vez, no fuera a ser que alguno de esos insectos re­viviese y se escapase volando, o que por cualquier circunstancia se volcase su contenido.
Los moscardones eran mucho más difíciles, y apenas si cap­tu­rábamos media docena en una tarde. Pero también puntuaban el doble, por lo que era muy interesante hacerse con alguno. A mí me daban un poco de repe­lús, tan grandes y peludos, y procuraba no mantenerlos dentro de mi mano sino el tiempo imprescindible para coger impulso y arrojarlos contra el suelo. No sé por qué, pero era frecuente que se escapasen más o menos ile­sos: o bien se pegaban al interior de la mano hasta que ésta se abría, y en­tonces escapaban, o se escabullían antes de fracturarse el cuerpo contra el cemento. Ya digo que muy raras veces teníamos el privilegio de cazarlos.
La competición solía estar muy reñida, pese a la desventaja que su­pone tener que actuar manualmente. Yo hubiera querido prohibir los mata­moscas, imponer la necesidad de que las cap­tu­ras se efectuaran sólo con las manos, pero reconozco que así les hubiera ganado todos los días y habrían perdido interés por el juego. Lo único que conseguí en este sentido fue erra­­dicar la uti­li­zación de cualquier clase de productos químicos o insec­ticidas.
Se podía, desde luego, matar dos o más moscas de una vez, pero a ver quién era el guapo que tenía esa suerte. También es­taba permitido co­ger avispas, abejorros y tábanos, que también tenían valor doble, y en todo caso había que rechazar las conse­guidas a base de zapatilla, por las ra­zones antes expuestas.


De esta forma fueron transcurriendo los días, entre baños en la piscina y torneos de caza de moscas, sin que decayera nues­tro entusiasmo dada la facilidad con que se dejaban capturar. Además de ser divertido, a la tía le hacíamos un favor, porque de no ser por nuestro exterminio diario las moscas se hubieran adue­ñado de la casa. Y aún así, no renunciábamos a ma­sacrar a las que se colaban hasta la cocina, el salón o el recibidor, pero obvia­mente éstas sólo se computaban en el ranking personal de cada uno, no en la competición oficial.
Mis padres vinieron un fin de semana para ver cómo iba todo. Me echaban mucho de menos, y yo también a ellos, la ver­dad, sobre todo a la hora de la comida, porque los platos que preparaba la cocinera tenían para mi gusto demasiado sabor a es­pecias y resultaban escasos en general. A veces me hacían re­petir, pero más por mi fama de tragón que por de­mos­trar ver­da­dero apetito. Cualquiera les decía que no me hacían mucha gracia esos guisos, ya me había advertido mi padre antes de venir que me portase bien y no les diese motivo de queja.
Por lo demás, todos me trataban bien. La tía Mónica era muy buena conmigo, por algo era mi madrina; el tío Salvador, aun­que un poco ogro, iba a lo suyo y apenas si tenía trato con él en los escasos momentos que nos veíamos por la noche. Alicia, cuando no tenía que estudiar, se pasaba el tiempo con la gente de su pandilla y no hacía más que hablar de un tal Ro­berto, que era al parecer el chico que le gustaba. En cuanto al servicio, el jardi­nero era un hombre mayor y muy reservado con el que tenía muy poca confianza, y estaba siempre ocupado cortando el césped o regando, de for­ma que apenas si cruzábamos dos o tres palabras al cabo del día; la coci­nera, en cambio, solía requerir mi cola­bo­ración cuando alguna mosca re­belde se introducía en sus dominios y merodeaba por encima de los alimen­tos, y a cambio me dejaba picar algo de la nevera. Era muy charlatana y era difícil qui­tár­sela de encima cuando se le soltaba la lengua; menos mal que la tía venía a salvarme de sus garras pasados unos minutos y la echaba una pequeña reprimenda por desatender sus obligaciones. Por lo que se refiere a Eva, era muy servicial y amable, y cuando por las mañanas entraba en mi cuarto a hacerme la cama con su eterno uniforme azul claro, no tenía nin­gún reparo en que se le viesen las bragas o en dejar al descubierto las inte­rio­ridades de su escote cada vez que se inclinaba. A lo mejor no se preo­cupaba porque yo era un niño todavía y se supone que no me daba cuenta del significado de esa conducta.
Y, en fin, con Eduardo y Ramiro la cosa no podía ir mejor. Edu era un poco inaguantable, se le había subido a la cabeza eso de que su padre estaba forrado de dinero, pero como a mí no me gusta discutir y tenía asumido su diferente status, me amoldaba a sus exigencias. Además, yo estaba invitado y no es lo mismo vi­vir en tu casa, aunque sea modesta, que con unos pa­rientes, en donde te tienes que aguantar con lo que otros quieran. Y Ra­miro, pues trataba de imitar a su hermano mayor, sobre todo en lo malo, y casi siempre le tocaba el peor papel en nuestros juegos, fal­taría más.
La persecución de moscas por todas las habitaciones llenaba la mayor parte de mi tiempo. Cuando dábamos por terminada la sesión (general­mente marcábamos un límite de tiempo, pero era válido que ésta con­clu­yera cuando nos llamaban para comer o cuando anochecía), cada cual se ocu­paba de su frasco de cristal. Ellos las echaban al cubo de la basura sin más o las tiraban por el desagüe de la piscina, pero yo en cambio me las lle­vaba al dor­mi­torio y las trasvasaba a otro frasco un poco más grande que me había agenciado de los que sobraban en la cocina. Lo tenía guar­dado de­bajo de la cama, y mi tía siempre estaba diciéndome que tirara aquella por­quería que lo único que hacía era atraer más bichos. Pero nunca se puso demasiado severa al respecto, me dejaba acumular mis trofeos tomándolo por una cochinada propia de mi edad. A Eva, en cambio, le hacía gracia que coleccionase tan insólita mercancía, y estaba siempre bromeando con que me iba a poner unas cuantas en el bocadillo o dentro de las zapatillas.
También tenía un cuaderno pequeño en donde cada día apun­taba una serie de cifras y estadísticas. Allí quedaba reflejado el parcial y el total acu­mulado de las moscas y demás insectos que había mandado a mejor vida, de forma que de inmediato establecí récords positivos y negativos. Mis primos nunca llegaron a ente­rarse de la existencia de este bloc de notas porque lo guardaba en el fondo de la bolsa del equipaje, lo consideraba algo dema­siado íntimo y quizá podía poner de manifiesto un cierto tras­torno mental por mi parte.
No era raro que me levantase a media noche para practicar el juego de muñeca, aunque no hubiese ninguna mosca en el cuarto en ese mo­­mento, y también que alargase el brazo para sacar el frasco de debajo de la cama, y me pasaba mucho rato, quizá media hora o más, contemplando ese amasijo de cuerpecillos ne­gros, calculando su peso y tratando de encontrar rasgos distin­tivos en cada una de ellas.
A las tres semanas de mi llegada aproximadamente empezó a decaer el pasatiempo por lo que se refiere a mis primos. Estaba bien cazar moscas, pero no hasta el punto de invertir todo el tiempo en ello. De forma que no hubo más competiciones ofi­ciales, aunque yo no me desanimé en absoluto y aprovechaba cual­quier excusa para seguir con esa labor sorda pero cons­tante, siem­pre con mi botecito a cuestas. Por ejemplo, en la piscina apren­dí un método eficacísimo consistente en arrojarlas al agua, donde tras un in­fructuoso intento por mover las alas, se aho­ga­ban inmediatamente, sin necesidad de rematarlas. Luego, las re­cogía con dos dedos y las echaba al recipiente con sus com­pa­ñeras, que acababan todas mojadas y de aspecto más repugnante si cabe que antes.
También era capaz de cazarlas al vuelo. Este sistema lo aprendí cuan­do ya me resultaba demasiado simple atrapar las que estaban posadas, y re­quería mucha paciencia. Había que co­men­zar por observarlas durante unos segundos, siguiendo sus evolu­ciones por el aire y tratando de adivinar la trayectoria que iban a describir a continuación, con el fin de intercep­tarlas en el mo­mento preciso; había que decidir si era mejor apresarlas de abajo arriba o viceversa, y sobre todo había que poner mucho cui­dado en no romper otra vez un cristal, porque a la tía no le había hecho ninguna gracia, como es natural, y el tío Salvador no me eximió de recibir un par de bo­fe­tadas que, justo es reco­no­cerlo, me había ganado a pulso haciendo el bruto de aquella ma­ne­ra. Y cuando por fin las sentía dentro de mi mano, cos­qui­lleán­dome con su aleteo frenético, recorría con la vista los alrede­do­res bus­cando un lugar propicio para arrojarlas, probando nuevas superficies y sofis­ticadas posturas. Esto me costó la pérdida de algunos especímenes, que apro­vechaban lo heterodoxo del lance para darse a la fuga, pero siem­pre quedaban más que de sobra por el jardín, en las habitaciones, o si no en la azotea.
Con el transcurso de los días, mi actitud respecto a las mos­cas dio un importante giro. Siempre quería algo más. Empecé a sentir una especie de satisfacción torturándolas, mantenién­dolas con vida encerradas en un fras­co, no sin antes haberles que­mado o arrancado las alas para evitar que pu­dieran echarse a volar. Y las veíamos así (mis primos recuperaron un cierto interés por la operación mosca al ver los experimentos de que eran víc­timas las pobrecillas), nos deleitábamos en la contemplación de esos torpes seres incapaces de moverse, al filo de la muerte, a merced de unos desal­mados.
Otras veces me limitaba simplemente a encerrarlas tal cual en el frasco, con el único objeto de verlas deambular por el res­ba­­ladizo cristal, frotarse la cabeza con las patas delanteras, exten­der la trompa buscando algún resto comestible en su su­per­ficie y ponerse como locas cuando las agitaba y perdían el equi­librio.
Cada vez que abría el frasco grande para depositar en él los nuevos cadáveres se desprendía un tufo nauseabundo, y en ge­neral la habitación que me habían asignado durante mi estancia allí, estaba siempre impregnada de un extraño olor. La visión de semejante espectáculo, de esos minúsculos cuerpos hacinados en el recipiente de cristal llegó a producirme malestar, y recuerdo que más de una noche tuve pesadillas en las que era atacado por una nube de insectos alados. Me sentía un poco cansado, escla­vi­zado por mi propio pasatiempo, y en un arrebato de sensatez me de­cidí por fin a tirar aquella guarrería. Llamé a mis primos y a Eva, y no sin cierta nostalgia nos divertimos muchísimo contem­plando cómo el retrete se cubría de pequeñas motas negras, al­gunas tan adheridas al cristal que tuvimos que darle golpes en la base para que se desprendieran. Cuando tiré de la cadena y el agua borró los últimos vestigios de todo ese material paciente­mente acumulado día a día, fue como una liberación, como si me hubiese quitado una enorme carga de mi conciencia.
No sé si tuvo algo que ver, mas lo cierto es que esa misma tarde telefoneó mi madre para anunciar que al día siguiente ven­drían a reco­ger­me, aunque estaba previsto que aún permaneciera en el chalet de mis tíos una semana más. En parte me alegré, porque sin el aliciente de las moscas ya nada hubiera sido igual. Los juegos con mis primos no dejaban de ser actividades im­pues­tas, diversiones prestadas, sometimiento a la autori­dad del dueño, mientras que lo otro lo había inventado yo, era algo com­ple­­tamente mío.
Con la promesa de volver a quedarme en casa de los tíos el verano siguiente, si aprobaba todo, naturalmente, regresamos a la ciudad con el tiempo justo para hacer las maletas y salir zum­bando hacia la playa. Pero por cosas del destino, no tuve ocasión de repetirlo. Primero, porque a Eduardo lo mandaron a un colegio interno para recuperar las asignaturas suspensas; después, por­que la tía Mónica se había fracturado un brazo y no estaba para hacer esfuerzos; y por si esto fuera poco, me enteré que en pri­mavera habían despedido a la doncella. Así que un año más me quedé en casa todo el mes de julio, un poco aburrido pero eso sí, al menos rodeado de mis trastos y, lo más importante, de mis pro­pias moscas.

© Juan Ballester

No hay comentarios:

Publicar un comentario