jueves, 18 de febrero de 2010

El departamento ministerial

Nadie hubiera dicho que en los sótanos de aquel destartalado bloque de oficinas, sin vigilancia, sin actividad, sin el trasiego propio de los Ministerios, tuviera su sede nada menos que el Departamento de Archivos Técnico-Organizativos (D.A.T.O.). Nada lo hacía suponer basándose en el aspecto externo del edificio, sin letreros de ninguna clase como digo, ni a juzgar por el silencio sepulcral que se desprendía de sus muros. Pero mis noticias eran otras, así que me decidí a entrar allí. En el vestíbulo no encontré a nadie, de forma que me ahorré unas cuantas explicaciones siempre engorrosas. En cambio, me costó un buen rato dar con la angosta y ridícula escalera que descendía hacia la planta inferior, porque de hecho no se podía acceder al sótano a través del ascensor. Lamenté no haber cogido una linterna, porque los escalones eran toscos y mal iluminados. Al final de una veintena de peldaños la oscuridad se tornó tan absoluta que hube de guiarme palpando las paredes por miedo a tropezar con algo. Me entró un poco de aprensión, imaginé el suelo lleno de ratas campando a sus anchas. Pero súbitamente, el muro hacía una inflexión y noté algo más de claridad. Pude ver que me hallaba en un pasillo al que iban a desembocar dos puertas. Una de ellas, la de la derecha, estaba semiabierta, pero conducía a un habitáculo oscuro, sin mobiliario y cubierto de polvo. Allí no había nada que mereciera la pena, a no ser trastos viejos, unos trapos amontonados en un rincón y un par de fregonas.
Sin embargo, por debajo de la otra puerta, que se encontraba justo en frente, se divisaba un rayo de claridad, aunque el silencio seguía siendo total. Allí debía estar lo que andaba buscando. Traté de empujar la puerta, pero obviamente estaba cerrada. Entonces llamé con los nudillos suavemente, aunque mis golpes se oyeron claramente.
En seguida escuché unos pasos arrastrándose, acercándose a través del tabique. Oí descorrerse un cerrojo y de inmediato la figura de un hombrecillo pequeño y de bastante edad apareció en el umbral de la puerta ahora entreabierta.
Su aspecto era corriente; en absoluto sus ademanes dejaban translucir la importancia de su cargo. Lucía unas gafas redondas y en su cabeza raleaban los cabellos canos. Tenía un aire de desconfianza, como no podía ser de otra forma, y se mantenía al acecho ante mi inesperada irrupción. Probable­mente no estaba acostumbrado a recibir visitas, por lo que mi llegada cons­ti­tuía una novedad y, por qué no, un contratiempo.
Me presenté como un agente del Gobierno, y en realidad lo era, aunque desde luego mi presencia no tenía el carácter de "oficial"; me guiaba tan solo el deseo de comprobar si la información que por pura casualidad había descubierto al interceptar un comunicado confidencial llegado a mis manos por error, que hablaba de la existencia de un increíble departamento se­cre­to dependiente de la Dirección General de Registros, tenía algún viso de vero­si­militud. Pero por supuesto, al hombrecillo no le confesé nada de esto; simplemente exhibí mi carnet de funcionario y un puñado de certi­fi­cados llenos de sellos y visados que pacientemente había falsificado durante las últimas semanas, y adopté un aire resolutivo, como si estuviera al corriente de todo. Pretendía, según le dije, efectuar algunas compro­ba­ciones refe­rentes a un par de individuos a los que la policía iba siguiendo la pista.
En realidad, no podía prohibirme la entrada, ya que se trataba de un departamento público, si bien es cierto que debido a sus peculiares carac­te­rísticas eran muy pocos quienes conocían su existencia y menos aún su ubicación. Por ese motivo, tras examinar la documentación me permitió pasar, y luego de comprobar que no había nadie más en el sótano, cerró la puerta tras de sí.
El lugar era un amplio recinto, pobremente iluminado (aunque en com­paración con la oscuridad reinante en el exterior, no daba esa sensación), en el que reinaba el caos y la confusión más espantosa. Por todas partes se amontonaban en el suelo inmensas pilas de papelitos rectangulares, todos de igual tamaño, que en seguida identifiqué como hojas de almanaque, mientras que sobre las mesas, las paredes, los archivadores y hasta colgando del techo, se hacinaban enormes cantidades de voluminosos calendarios en apariencia idénticos y todos ellos señalando el día cuatro de marzo.

Aquella visión me dejó aturdido por unos instantes. El hombrecillo, ahora con aspecto más cordial, sonreía, sabedor de que probablemente mis ojos nunca antes habían asistido a un espectáculo semejante, y caminaba con aires de importancia a través de aquella Torre de Babel, sorteando los obs­táculos con soltura y precisión, mientras que yo no hacía más que tropezar con las masas de papel que cubrían el suelo.
Caminamos a través de unos inacabables pasillos, recubiertos así mismo por los cuatro costados de calendarios muy gruesos, hasta desembocar en otra habitación de las mismas características. De allí nacía una escalera in­terior que se perdía en las profundidades. Al parecer existían todavía cinco sótanos más, algunos de los cuales, según me dijo, eran como inmensas naves industriales recubiertas de papel, y en ellas trabajaban sus auxiliares, puesto que una sola persona no hubiera podido ni siquiera realizar una mínima parte de tan ingente labor.
Me envolvía un extraño olor que por momentos me causaba náuseas, aparte de la sensación de claustrofobia que imperaba en el lugar. Me dije que ahora que lo había comprobado con mis propios ojos, era mejor permanecer allí el menor tiempo posible, pues no quería correr el riesgo de que alguien pudiera relacionar mi ausencia en el despacho con la desapa­rición de la notificación confidencial que había provocado mi esca­pada. Pero antes era necesario continuar la farsa, recoger la información que presunta­mente había venido a buscar, así que el hombrecillo me condujo por entre un laberinto de archivadores y mamparas de madera hasta el punto exacto donde se encontraba el primer calendario que yo quería consultar.
El hombre se mostraba entusiasmado con su trabajo, y me ayudó a interpretar los datos que podían extraerse de él. Para mí no había allí nada de interés, excepto un montón de hojas sin arrancar, una por cada día que nos resta de vida, aunque, eso sí, no todas las hojillas eran iguales, se dife­renciaban a veces en el color o en el tamaño de los números.
- Mire usted -me decía-, fíjese en los pequeños fragmentos que cubren el suelo. Son las páginas de nuestra vida pasada, por eso están tachadas y han sido arrancadas día a día. Aunque eso no significa que ya no sirvan, sim­plemente se recogen cada cierto tiempo y se van registrando en nuestra cen­tral de datos, y sólo después de esto se destruyen. Su apariencia ahora es muy similar, pero le puedo asegurar que en su momento tuvieron dife­rentes colores y formatos.
La verdad es que esas páginas desparramadas por el suelo resultaban para mí difícilmente visibles, debido a la relativa oscuridad en que nos en­con­trábamos, pero sí que es cierto que desde la distancia apenas diferían las unas de las otras.
- Como verá -su tono de voz recordaba mucho a las de los guías tu­rísticos- hay calendarios más voluminosos que otros. Ello es debido funda­men­talmente a dos factores: en primer lugar, porque unos pertenecen a personas jóvenes, casi adolescentes, como éstos, y por eso les quedan aún miles de paginillas; en cambio, los que vimos al principio eran de gente muy mayor y estaban casi agotados, con apenas unos pocos cientos de hojas. Pero además, no todas las personas viven lo mismo, hay quien se muere pre­maturamente y otros muy longevos. En este de aquí, si ir más lejos, -y se­ñaló uno especialmente raquítico- sólo quedan dos páginas, y sin em­bargo su propietario apenas si tiene ahora doce años.
Me llamó la atención que la última hoja de ese calendario estaba casi en blanco, apenas se distinguía un trocito del número. El hombre me explicó, como si fuera la cosa más natural del mundo, que ello era debido a que el muchacho moriría de madrugada, apenas iniciado el día, por lo que éste sólo había sido impreso en una pequeña parte.
- Los calendarios los confeccionan en otro lugar, de forma aleatoria. Diariamente, nos llega una relación de los nacimientos habidos la víspera, y entonces le asignamos a cada persona uno de estos calendarios, indicando al dorso su nombre y fecha de nacimiento. De esta forma, algunos resultan tener muchas páginas y otros menos, dependiendo de lo que vaya a vivir ese individuo. La última hoja siempre nos indicará el día de su fallecimiento.
- ¡Es fantástico! -exclamé-. Así que hay alguien que decide la duración de nuestras vidas ...
- Pues claro, y no sólo la duración. También las alegrías y las penas, los éxitos y los fracasos y muchas más cosas están impresas en estas laminillas desde que nacemos. Venga conmigo.
Luego de hacer mis anotaciones acerca del tipo que presuntamente me interesaba investigar, me guió a través de una serie de pasillos angostos en los que la oscuridad era casi absoluta, hasta que desembocamos en una especie de habitación circular de donde arrancaba la escalerilla interior mencionada.
- Aquí tiene usted un buen ejemplo -me explicó-. Como ve -dijo, mien­tras removía el fajo de papelillos adheridos aún a la matriz-, las hay de todos los colores. Las páginas grises representan esos días monótonos que colman nuestra existencia, y suelen ser las más abundantes. Las negras, como ésta, son las horas del fracaso, los momentos peores. Si se fija, en ellas los números son más grandes, y eso es porque estos días nos resultan más largos, más lentos. En cambio, hay algunas páginas en rosa, con nú­meros pequeñitos. Son los días felices, en los que el tiempo pasa como un soplo. Hasta huelen diferente, acérquese y podrá comprobarlo. También hay páginas doradas -en éste, en concreto, no parece quedar ninguna-, que corresponden a los momentos de gloria. Son las más escasas y preciadas, y suelen llevar una aureola especial para distinguirlas. Y otras, rodeadas de un reborde oscuro, son los días de luto, cuando por ejemplo perdemos a un ser querido. Hay páginas con aspecto enfermizo, que señalan problemas de salud, y otras cuyos números parecen defectuosos, que son cuando su­frimos un accidente. Hay páginas que huelen francamente mal, en las que damos rienda suelta a nuestras más bajas pasiones, e incluso algunas en los que los caracteres están como torcidos, que son los días para olvidar. En fin, hay muchas más peculiaridades y sería muy largo de explicar el significado de cada una.
Me encontraba horrorizado y a la vez fascinado ante las explicaciones del encargado. Así que todo estaba dicho de antemano, así que todo era cuestión de que el azar pusiese más o menos hojas de un color al confec­cionar nuestro destino. Tenía ganas de salir de allí, todo empezaba a darme vueltas, pero no me resistía a la tentación de indagar en mi propia vida, porque a buen seguro uno de aquellos tristes calendarios representaría mi existencia y llevaría grabado mi nombre y fecha de nacimiento. Pero, cómo encontrarlo, cómo pedirle que me lo mostrara sin tener una excusa válida para ello.
Se me ocurrió entonces que podía darle mis datos como si fueran los de otra persona, al fin y al cabo mi presencia allí era en teoría para buscar in­formes sobre un par de fulanos buscados por la policía. Pero el hombre no era tonto, se caló en seguida que era mi propio porvenir lo que estaba tra­tando de averiguar, yo creo que me delató el pulso o el brillo de los ojos, o quizá el tono de voz cuando le pedí que me llevara hacia los nacidos en tal fecha. El caso es que me puso mil y una excusas, como que no conseguía dar con su ubicación exacta, o que había miles de individuos nacidos cada día y resultaba complicadísimo buscarlos uno por uno, pero yo noté una especie de malestar, un deseo velado de que me fuese cuanto antes. No se permitía revelar datos sin que hubiese una buena razón para ello, y la simple curiosidad no era desde luego una buena razón.
No tuve más remedio que recurrir a la fuerza. La debilidad física del hombrecillo simplificó un tanto las cosas. En menos tiempo del que se tarda en decirlo le inmovilicé en el suelo con mis rodillas. Pero entonces surgió una nueva complicación; otro de los empleados, al oír las protestas de su compañero, apareció por detrás de una columna y en seguida se dio cuenta de la situación. Era bastante corpulento y se desenvolvía mucho mejor que yo por aquella caótica oficina deficientemente iluminada. Ya estaba a punto de darme alcance cuando logré derribar toda una mampara de madera, que se desplomó con gran estruendo; esto puso momentáneamente tierra de por medio entre nosotros, pero en cambio sirvió también para que acu­dieran refuerzos, empleados surgidos de todas partes como por arte de ma­gia. Me querían acorralar, y si lo conseguían estaba perdido, sería redu­cido, expulsado de allí y posteriormente expedientado, sin olvidar la sanción por los disturbios y destrozos ocasionados. Al parecer no tenía escapatoria.
Y entonces me acordé del encendedor que llevaba en el bolsillo. Tal vez pudiera amenazarles con pegar fuego a todo aquello, a todo ese repugnante departamento ministerial que controlaba nuestro destino desde el mismo instante de nuestro nacimiento, a buen seguro la información guardada allí era lo suficientemente valiosa como para pensar en una catástrofe seme­jante. Por muchos extintores y dispositivos de seguridad con que estuviera dotado el edificio, nadie podría impedir el pavoroso incendio que mi actitud causaría, con tanto material inflamable.
Puse en marcha el mechero y lo acerqué a la alfombra de papelillos que se desparramaban por el suelo. De inmediato surgió una gran llamarada y vi a todos esos funcionarios salir despavoridos, sabedores de cuál era la misión de cada uno en un caso semejante. Pero al menos se olvidaron mo­men­táneamente de mí, y yo también corrí a ponerme a salvo antes de que las llamas lo invadieran todo. Lo más sensato habría sido tratar de alcanzar la salida, tarea harto complicada a causa de las peculiares características del lugar, mas no podía resistir la tentación de visitar mi propio destino, mi propio calendario. Calculé que los nacidos en mil novecientos sesenta se hallaban una planta más abajo, de modo que me precipité por las primeras escaleras que encontré mientras sentía el crepitar del fuego a mis espaldas.
En alguno de aquellos malditos pasillos debía encontrarse el punto exacto que yo andaba buscando. A lo lejos me pareció oír una alarma, y los dos o tres empleados que se cruzaron en mi camino estaban demasiado ocupados como para prestarme atención. Tenía la sensación de que las consecuencias de mi acción iban más allá de un mero siniestro con que engrosar la crónica de sucesos del día siguiente; probablemente era también una liberación, una forma de acabar con ese maldito mecanismo que plani­ficaba nuestra existencia. A buen seguro, todos los calendarios que se echa­sen a perder supondrían el fin de una pesadilla para otros tantos seres hu­manos; por eso yo seguía propagando el fuego aquí y allá, sin importarme sin con ello cortaba mi camino de regreso.
Localicé al fin el emplazamiento de los correspondientes a mi año de na­ci­miento. Eran muchísimos, sería un trabajo ímprobo examinarlos uno por uno, pero ya no merecía la pena volverse atrás. Por fortuna, estaban muy bien clasificados y pronto descubrí el archivador donde se apiñaban los nacidos el 18 de septiembre. Los fui revisando hecho un manojo de nervios, porque el humo empezaba a hacerme toser y también por la lógica emoción de ver resumido en cifras de colores el resto de mi vida. Y fue en­tonces cuando mis ojos contemplaron con un horror infinito el calen­dario que marcaba cada una de las horas de mi vida y al que sólo le quedaba una hojilla, la que señalaba precisamente el instante de mi muerte.

© Juan Ballester

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