Me levanté hasta el armario. A veces me había sucedido algo parecido, quedarme sin tabaco en mitad de una noche de insomnio, y rebuscar por algún rincón hasta encontrar los restos de un paquete olvidado que al menos me devolvía la confianza.
Revolví todos los cajones, registré todas las camisas y los pantalones, pero nada encontré, ni un mísero pitillo arrugado, ni siquiera un simple resto de esas colillas que a menudo, y por alguna extraña razón que sería curioso investigar, suelo guardar en los bolsillos una vez apagadas, en lugar de tirarlas al suelo o al cenicero. Nada, absolutamente nada que fumar.
No podía seguir allí, me invadió una especie de pánico, algo así como un síndrome de abstinencia. No tenía más remedio que resolver el problema como fuera.
En la planta de abajo dormía Milagros, una mujer de mediana edad que me cuidaba y hacía las labores domésticas a cambio de alojamiento y comida, y que no pocas veces aliviaba también mi extraordinario apetito sexual, circunstancia ésta que le había supuesto el tener que soportar todo el peso de la malediciencia de los lugareños. En los pueblos pequeños todo se sabe y la gente parece disfrutar con cierta clase de murmuraciones y poniendo al descubierto todos los pecados y escándalos de sus convecinos. En fin, allá cada cual. Lo cierto es que aunque yo nunca la había visto fumar, pues también hasta eso en los pueblos está muy mal considerado tratándose de señoritas, sabía que lo hacía a escondidas, porque en una ocasión me quemó una camisa cuando estaba planchando, y además yo había percibido a menudo el olor a tabaco en sus habitaciones. Es posible que ella guardara sus cigarrillos en algún lugar, aunque no me agradaba la idea de que me sorprendiese registrando su cuarto. Además, tenía el sueño tan ligero que el más mínimo movimiento la hubiera alertado de mi maniobra. Y tampoco era cuestión de despertarla a las dos de la madrugada solo para pedirle prestado un cigarrillo.
Me vestí como pude, bastante mareado aún debido a mi convalecencia, y bajé hasta la puerta de atrás. En el porche estaba la bicicleta, pero con la que estaba cayendo hubiera sido una temeridad meterse por los barrizales en tan precario medio de locomoción. No tenía más remedio que dar la vuelta a la casa y coger el coche.
El pueblo más cercano distaba unos diez minutos de allí por carretera, pero a esas horas era muy probable que estuviera todo cerrado. Lo más seguro era que no encontrase nada abierto hasta la gasolinera, y aun así no sabía si el empleado estaría de guardia esa noche. En cambio, si me acercaba hasta la ciudad hallaría algún establecimiento abierto, conocía por lo menos un par de sitios donde no descansaban en toda la noche.
Era un poco excesivo salir en las condiciones en que me hallaba, con la única finalidad de comprar cigarrillos. Tal vez no sería tan complicado aguantarme las ganas de fumar, tratar de conciliar el sueño y olvidarme de ese ansia irreprimible. Mas no lograba pensar en otra cosa, no lograba alejar de mi mente la idea de que necesitaba saciar mis pulmones con ese humo tan nocivo y esclavizante.
Antes de ponerme en camino dejé una nota para Milagros, por si acaso la cosa se me daba mal y no estaba de vuelta antes de que ella se levantase. Tenía la costumbre de hacerlo a las seis de la madrugada, fuese invierno o verano, y a buen seguro se alarmaría si se daba cuenta de que yo me había ausentado sin motivo aparente.

La noche era muy negra y el limpiaparabrisas no daba abasto para evacuar toda el agua que chocaba contra el cristal delantero. Realmente era una locura adentrarse por aquel barrizal y más aún en el estado febril en que me encontraba. Conducir en esas condiciones era como ir a ciegas, y lo hacía tan despacio que cada kilómetro resultaba interminable, lleno de curvas y de cambios de rasante. A ese ritmo necesitaría muchas horas antes de llegar a un lugar civilizado.
Abrí la guantera con el fin de coger una gamuza para desempañar el cristal, y ante mi sorpresa descubrí allí, semioculto entre una pila de cintas de radiocassette, algo que parecía un paquete de cigarrillos. Detuve el vehículo en el arcén y atrapé aquel objeto con dos dedos. Sí, eran cigarrillos, concretamente ocho. Sabe Dios el tiempo que llevarían allí, pero al verlos me pareció el mayor tesoro que un hombre puede encontrar, algo semejante a descubrir la tumba de Tutankhamon o las minas del rey Salomón.
Di la vuelta en el primer lugar idóneo y encendí uno de esos pitillos salvadores. Lo absorbí con ansia, llenándome de nicotina y alquitrán que sin embargo a mí me parecieron ambrosías. Ya me sentía mucho mejor, sobre todo psíquicamente, para no hablar del alivio por el penoso peregrinar de pueblo en pueblo que me había evitado.
Regresé a casa, dejé el coche en el garaje y me acosté como si nada hubiera sucedido. Aparentemente nadie había notado mi ausencia, mi estúpida salida a las tantas de la madrugada; ni siquiera Milagros, con su sueño ligero, se había apercibido de mi maniobra que muchos hubieran calificado sin duda como de locura o acto irresponsable.
Encendí otro pitillo y lo saboreé despacio, mientras afuera, en la noche, la tormenta arreciaba. Que lloviera, que diluviara todo lo que quisiera. Ahora tenía cigarrillos. Por fin estaba a salvo.
Abrí la guantera con el fin de coger una gamuza para desempañar el cristal, y ante mi sorpresa descubrí allí, semioculto entre una pila de cintas de radiocassette, algo que parecía un paquete de cigarrillos. Detuve el vehículo en el arcén y atrapé aquel objeto con dos dedos. Sí, eran cigarrillos, concretamente ocho. Sabe Dios el tiempo que llevarían allí, pero al verlos me pareció el mayor tesoro que un hombre puede encontrar, algo semejante a descubrir la tumba de Tutankhamon o las minas del rey Salomón.
Di la vuelta en el primer lugar idóneo y encendí uno de esos pitillos salvadores. Lo absorbí con ansia, llenándome de nicotina y alquitrán que sin embargo a mí me parecieron ambrosías. Ya me sentía mucho mejor, sobre todo psíquicamente, para no hablar del alivio por el penoso peregrinar de pueblo en pueblo que me había evitado.
Regresé a casa, dejé el coche en el garaje y me acosté como si nada hubiera sucedido. Aparentemente nadie había notado mi ausencia, mi estúpida salida a las tantas de la madrugada; ni siquiera Milagros, con su sueño ligero, se había apercibido de mi maniobra que muchos hubieran calificado sin duda como de locura o acto irresponsable.
Encendí otro pitillo y lo saboreé despacio, mientras afuera, en la noche, la tormenta arreciaba. Que lloviera, que diluviara todo lo que quisiera. Ahora tenía cigarrillos. Por fin estaba a salvo.
© Juan Ballester
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