jueves, 29 de abril de 2010

Ovejas negras



Has visto entrar al hombre de la chaqueta gris, ocupar una mesa vacía enfrente de la tuya, pedirle al camarero una cerveza. Le has visto abrir el libro, mirarte de reojo con una expresión de soledad bien elocuente y encender su pipa. Le has visto temblar no se sabe si de emoción o de frío, y has comprobado que no es capaz de concentrarse en la lectura porque está pendiente de ti.
Has visto cómo le traen la cerveza, cómo bebe un primer trago con un ademán un tanto ansioso, cómo las volutas de humo empiezan a invadir la estancia en la que solamente estáis vosotros dos, dos náufragos en medio del desierto.
Has seguido dándole vueltas a esos versos rebeldes, a esas palabras que no quie­ren alinearse en tu cuaderno, porque sin saber por qué también tú has empezado a mirar con reprimido interés al desconocido que se sienta en frente.
Has advertido su timidez, el caparazón que lo recubre y que le impide llegar hasta tu mesa y hacerte compañía. Te has dado cuenta de que es un perdedor nato, probablemente desengañado a fuerza de fracasar, sobre todo a fuerza de fracasar con las mujeres. Y has adivinado que a pesar de todo es un buen hombre, que hay algo en él que te resulta interesante.
Has comprobado que el camarero ya se ha desentendido de voso­tros, que quizá intuye la atracción mutua que ejercéis el uno sobre el otro a pesar de las cicatrices que se advierten en vuestros corazones y de la barrera de incredulidad que os separa.
Has vuelto a concentrar tu atención en la página a medio escribir, en donde te falta un verso que rime con "tiempo", y al alzar la vista te has topado con sus ojos azules que te interrogan durante una fracción de segun­do para hundirse a conti­nua­ción en las profundidades de la novela.
Te has preguntado una vez más si merecerá la pena intentarlo o si de nuevo ten­drás que arrepentirte; te has cuestionado si será mejor dejarlo estar o si aún cabe en­mendar tu rumbo, y finalmente has decidido no hacer nada y volver a las riberas de tu cauce poético.
Has encendido un cigarrillo, satisfecha por haber avanzado un buen trecho en tu trabajo, pero intranquila porque el hombre ya ha mirado dos veces su reloj y a lo mejor está pensando en marcharse, en intentarlo con otra o simplemente en perderse en el laberinto de estrechas callejuelas rum­bo hacia ninguna parte, lamentándose como tú por su torpeza y falta de habilidad para estas cosas.
Le has visto con su expresión de ansiedad, tratando de comprobar que efectiva­mente no esperas a nadie, que ninguno de los clientes que han ido ocupando las otras mesas tiene relación contigo, que efectivamente estás sola esta tarde.
Te has propuesto esperar un poco más, quizá el otro no tenga buenas intenciones después de todo. En realidad nada sabes de él, y en cambio no te han pasado inad­vertidas sus dos ojeadas rápidas dirigidas a tus muslos. Te has preguntado si todo será una simple táctica, si el brillo de sus ojos es producto de la rabia interior o del deseo, y has pensado para consolarte que a lo mejor hay demasiada diferencia de edad entre ambos.
Le has visto levantarse e ir hacia la barra a pagar la cuenta. Sabe que le estás mirando y por eso no ha acertado a recoger las vueltas, por eso se le han desparra­mado por el suelo con un estruendo metálico. Has compren­dido su nervio­sismo, que se da por vencido y que tú estás por fin a salvo, o más exactamente, que sigues des­ca­rriada en este mundo mediocre movido por intereses económicos.
Pero el hombre ya se está marchando, sin volverse a mirarte siquiera, abrumado por el peso de su conciencia, por el sentimiento de ser una oveja negra dentro del re­baño, y ya ha cruzado el umbral de la puerta, y ya ha desaparecido calle abajo, y entonces has bebido otro sorbo de tu vaso casi vacío y has suspirado.

© Juan Ballester

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