jueves, 13 de mayo de 2010

Encrucijada

A veces me pregunto si no sería mejor ponerme en manos de un especialista, para que me internen de una vez en una clínica y me sometan a una cura mental; a veces me pregunto si no habrá sido todo una enorme pesadilla, un absurdo sueño del que estaré formando parte, dentro del cerebro de algún psicópata. Y sin embargo, sé que es real, sé que no estoy loco, porque un sueño no puede durar una vida entera, porque un loco no puede disimular su estado eternamente.
A ella sólo la conocía de vista, de encontrarnos cada día al salir del colegio. Seguramente estudiaba en el de en frente, de monjas, si bien no formaba parte de ninguna de las pandillas del barrio. Me imaginaba que viviría en otra zona, lejos, o que por cualquier causa no la dejaban salir a jugar por las tardes como los demás niños. Tal vez por eso siempre iba sola y aparentemente no tenía amigas ni hablaba con nadie.
Confieso que llegué a enamorarme de ella, si es que puede llamarse amor a lo que se puede sentir por una chica a los ocho años. Ella tenía más o menos mi edad, y era sin duda la niña más guapa del colegio. Me gustaban sus cabellos rubios, quizá porque en mi familia todos somos de pelo oscuro, y lo consideraba algo exótico. A veces, al cruzarnos junto a la verja, me miraba con sus ojos azules como el mar y con su eterna sonrisa. Sin embargo, jamás pude enterarme de cómo se llamaba, ni oír su voz, era demasiado tímido para abordarla, y mis amigos me distraían con otras cosas en el momento de cruzárnosla.
Podría decir, sin temor a equivocarme, que durante todo el tiempo que permanecí en aquel colegio nos veíamos a diario. Por supuesto, no es que recuerde cada día con tanta exactitud, sino que no podía ser de otra forma. Y por lo general, ella no me prestaba atención, vivía en un mundo aparte, sin preocuparse de nadie, ocupada en sabe Dios qué pensamientos.
A los dieciséis años terminé mis estudios en el colegio, y aunque suene estúpido, sólo entonces me di cuenta de que ella estaba igual que el primer día; es decir, que en tanto yo había crecido y mi rostro no tenía nada que ver con las facciones infantiles de antaño, ella seguía igual de niña, me atrevería a decir que el mismo peinado, la misma sonrisa de siempre, la misma estatura. En ese momento podría haber sido mi hermana pequeña, cuando en realidad teníamos la misma edad. No supe encontrar explicación a aquello. Imposible pensar que la chica tuviese alguna tara que la impidiese crecer, imposible pensar que fuese otra niña diferente de la que yo había estado viendo a diario a la entrada del colegio, imposible encontrar una explicación racional. Ni mis padres ni mis amigos quisieron entender que yo hablaba en serio cuando les mencionaba la niña de ojos azules.



Pasó el tiempo (qué fácil decirlo y sin embargo, cuántas noches de insomnio, cuántas tardes perdidas pensando en ella, cuántos acaso, tal vez, quizá, a lo mejor, puede y probablemente). Hasta los veinte años no volví a saber de ella, y cuando me la encontré en el mismo sitio donde la viera la primera vez y todas las otras veces, con su mismo uniforme de colegial y con la misma cartera colgando de su mano, sentí un vértigo espantoso, sentí el peso del universo sobre mí. Por supuesto que no me reconoció, yo había cambiado mucho, era ya un hombre hecho y derecho y ella en cambio sólo una chiquilla. Me estremecí al verla, al comprobar que no había crecido ni un dedo, aunque tuviese (¿o acaso no?) mucha más edad de la que aparentaba. Realmente estaba aturdido y fue entonces cuando me dediqué de lleno a esa pesadilla, al darme cuanta de que ella definitivamente no podía crecer, que por alguna malformación genética estaba condenada a ser siempre una niña, aquella niña a la que mi alma infantil había amado en una ocasión. En cierta manera la seguía queriendo, pero de otra forma, quizá aliviado y a la vez defraudado al comprobar que yo crecía y crecía y ella en cambio seguía siendo una cría.
Para qué hablar de mis escapadas diarias hasta el colegio, para qué relatar mi ruptura con novia, parientes y amigos. Ya sólo me importaba verla, lo necesitaba, necesitaba encontrármela caminando por la acera, junto a la tapia del jardín. Me preguntaba cómo ocuparía sus tardes, qué pensaría la dirección del colegio por tener una alumna en segundo grado durante casi quince cursos seguidos, me preguntaba todas esas cosas que no tienen ni han tenido respuesta.
Pude haberla parado para averiguar su nombre o regalarle un caramelo. Me bastaba dirigirme hacia la puerta de la escuela para verla venir andando hacia mí, pegada a la pared de ladrillo, pasar a mi lado sin siquiera mirarme, sin darse cuenta de quién era yo, de quién era el señor de los bigotes que la esperaba a diario.
Pero en el fondo tenía auténtico terror a hablarla, a indagar en los motivos de su eterna juventud. ¿Cómo hubiera podido preguntarle la edad sin estremecerme, o coger su mano quizá llena de aire o de arena en lugar de carne? Ya sé que parece absurdo, ya sé que estas cosas suceden únicamente en el cine, o en las novelas de ciencia‑ficción, pero no en la vida real y menos en pleno siglo veinte, en donde ya nadie cree en aparecidos ni en seres extraterrestres, mas ¿qué otra cosa podía ser?
Los domingos, como no había colegio, trataba de ocuparlos en mis propios asuntos (pero, ¿acaso no era ella mi propio asunto?), de ocuparlos en estudiar algo que me permitiera ganarme la vida dignamente y no sólo fregando platos en un restaurante cercano. Sin embargo, no sé si mi curiosidad o mi propio destino me llevó hacia el colegio de mi infancia una vez más. Y allí la encontré como siempre, con su eterna cartera y su eterno uniforme, a pesar de que los domingos no hay colegio, así que por si tenía pocas preocupaciones ya, hube de añadir ésta.
Atando cabos (creo haber repetido ya que este asunto era lo único que ocupaba mi mente las veinticuatro horas del día, incluso mientras desincrustaba la grasa a las cacerolas) reparé en que su precisión era matemática, puesto que siempre nos cruzábamos justamente en el mismo punto, en concreto el noveno árbol a contar desde donde empezaba la acera, pero nunca ni antes ni después, ni en otra calle, ni siquiera cuando yo caminaba en la otra dirección. Díganme si no es para volverse loco, díganme si no tenía derecho a efectuar toda clase de comprobaciones y de experimentos, aunque suene a crueldad. Y de esta forma comenzó otra etapa más en mi demencial existencia.
Me presenté en el colegio antes de que abrieran por la mañana, y desde luego ella vino a mi encuentro al pasar por el árbol. Me sentí francamente mal al comprobar lo que ya había intuido, que la niña no entraba en el colegio nunca, ni salía, sólo pasaba por la calle. Para qué plantearse si pertenecía a otra escuela, para qué buscar excusas. Un morboso interés iba creciendo en mí y me forzaba a agotar todas las posibilidades, a cerrar todas las posibles bifurcaciones. Investigué los uniformes de los otros colegios de la zona y resultó que ninguno coincidía con el de la niña (me resisto a seguir llamándola niña, pero a veces es mejor dejar las cosas como están). Lo siguiente resultó obvio, marché a las cuatro de la madrugada hacia la encrucijada y pude comprobar por infinitésima vez cómo ella se acercaba a mí en la dirección de siempre, con su cartera colgando del brazo, tambaleándose a cada paso y con su uniforme de colegial. La noche era fría y la noté tiritar un poco. Fui cruel, lo reconozco, pero no me quité la gabardina para abrigarla, me resistía aún a interferirme en su camino.
Repetí la maniobra algunas noches más, y siempre lo mismo, ella llegaba ante mí, pasaba de largo y yo volvía la cabeza para ver qué dirección seguía, hasta que se ocultaba tras la esquina y luego nada más, mi carrera rápida con el fin de espiar sus movimientos y sentir que se había esfumado, evaporado, sin dejar huella.
Pasaron los meses, algunos años incluso, sin que la situación cambiase gran cosa (en fin, yo seguía con mi miserable empleo, viviendo de alquiler en una sucia habitación, oscura y orientada a patio, arruinada mi carrera y mi vida y todo por ella). Llegó a ser para mí como una hija (en realidad no tengo hijos, ni familia ya, pero imagino que la quería como un padre después de haberla querido en otro tiempo como a una novia). La vi pasar en verano, cansada y sudorosa; en invierno, con sus pelitos mojados formando mechones que le caían por la cara; la vi pasar miles de veces, algunos días en veinte o treinta ocasiones, es decir, siempre que me acercaba a la tapia de ladrillo del viejo colegio. No servía de nada esperarla quieto, tenía que ser al llegar al noveno árbol, pero por qué en el noveno, por qué al avanzar yo, por qué en esa dirección.
A veces parecía reconocerme, me sonreía. Yo me preguntaba dónde viviría (pero no, ella no podía vivir más que en ese trocito de calle), quiénes eran sus padres (pero no, imposible que hubiese padres), por qué desaparecía al doblar la esquina; otras veces me decía que no tenía derecho alguno a inmiscuirme en su esfera privada, en su universo cerrado, en el secreto de su existencia.
Después vinieron otra clase de comprobaciones. En realidad, sabía de antemano los resultados, pero creo haber dicho ya que era preciso agotar todas las opciones y hacer todos los cálculos. Se trataba de presentarle la niña a alguien más, de divulgar mi secreto; quizá así me sintiese menos angustiado. Me costó convencer a un compañero para que fuéramos a dar un paseo al salir del restaurante, con la excusa de pedirle consejo en torno al aumento de sueldo que iba a plantearle al jefe al día siguiente. Mis pasos se encaminaron con toda intención hacia la calle objeto de mis desdichas, y ella no faltó al encuentro. Comenté como de pasada algo referente a su candidez, a su cara de ángel de Botticelli, y he de confesar que no me sorprendió el desconcierto de mi acompañante, puesto que me aseguró que no nos habíamos cruzado con nadie, que la acera estaba vacía.
Pude haberlo repetido con otra persona, pero de nada hubiera servido, sabía positivamente que sólo yo era capaz de captar su presencia y que nada podría objetar frente a quienes se empezaban a cuestionar mi estado de salud mental. Hubiera querido que no fuese así, me hubiera gustado demostrar su existencia, compartir el misterio con alguien (aunque en realidad, ¿para qué? ¿con quién?). En cambio, al ser yo el único que podía verla, qué fácil resultaba sacar conclusiones, qué fácil reducirlo todo a los clichés de la enajenación mental, qué fácil escudarse en mi demencia galopante.
De manera que además, ella sólo existía para mí. También es triste, pensé, porque su mundo se reducía a un trozo de calle, a expensas de que pasase el señor con bigote para poder vivir. Ella no podía crecer porque su vida eran ráfagas, era al pasar yo, era unos segundos o a lo sumo unos minutos cada vez. Deseaba disponer de tiempo libre, consumir una tarde entera pasando cien o quinientas veces por el árbol, pero en el barrio había vecinos y mi actitud les hubiera ratificado lo que ya muchos empezaban a rumorear.
Ahora que me acerco al final de la narración comprendo qué equivocado estaba al considerar a la niña como algo exclusivamente mío, de mi propiedad, como algo inherente a mi persona. Nunca se me pasó por la imaginación que pudiera existir un fin y menos aún que aconteciera de tan extraña forma. Lo cierto es que corría el mes de Noviembre; yo había rebasado con holgura los cuarenta años, y el tiempo era desapacible y tormentoso. Había estado casi una semana postrado en cama, sin salir de mi habitación de la pensión a causa de una fuerte gripe. Tenía ganas de levantarme, de acudir a esa llamada del más allá o de vete a saber dónde que me instaba a reunirme con ella junto a la valla del colegio. Haciendo un esfuerzo, lo dejé todo, la fiebre, el frío, el vértigo, y me puse el abrigo. Calado hasta los huesos me precipité hacia la encrucijada, hacia nuestra calle. Pero en seguida reparé en que la tormenta había abatido el árbol en que se producía la unión, y supe que ella ya no estaba allí. En vano di tres vueltas a la manzana, pero no apareció. Y pude al fin comprender algo (aunque, ¿era eso comprender?), supe que la niña estaba ahí por mí pero también por el árbol vetusto, que el árbol era el responsable, el nexo de unión entre nosotros.
Sigo postrado en mi lecho y sé que no volveré a levantarme. El médico viene cada dos días a comprobar mi estado, pero siento que no mejora en absoluto. La casera, una buena mujer después de todo, me trae algo de comer y arregla mi cuarto, pero me siento más débil a cada momento. No hago otra cosa que pensar en la niña sin nombre, en dónde estará ahora, en quién será el infeliz que se cruce en su camino y se haga las mismas preguntas que yo. Además, me siento culpable, no sólo por haber derrochado mi talento y mis oportunidades a cambio de nada, sino porque no he podido saber lo que ella buscaba, lo que quería de mí, ni por qué esas reglas. A lo mejor ahora está llorando y se acuerda del señor del bigote, que no fue capaz de comprarle golosinas, ni de llevarle su pesada cartera, ni de decirle nenita deja que te acompañe y cuéntamelo todo.

© Juan Ballester

1 comentario:

  1. ¡Oye, qué chulo!

    Está muy bien el relato. Me dejas con la duda. ¿Era un espíritu?¿Un producto de la imaginación? ¿Una mutación genética en el protagonista que le hacía depender su vida de ella? ¿El avatar de la relación que existe entre el protagonista y el árbol?

    ¡Muchas preguntas! Eso quiere decir que me ha gustado mucho.

    ¡Qué pena que parezca que tan poca gente llega a leerte y a comentarte lo bien que escribes para que siga y no lo dejes.

    Pues nada, sigue escribiendo que me gusta.

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