- Vengo a pedirle la mano de su hija.
El hombre, mi jefe, ni se inmutó. Parecía como si no hubiera oído lo que acababa de decirle, y siguió enfrascado en sus asuntos, mientras yo permanecía de pie delante de la mesa de su despacho. No sé cuánto rato estuve así, inmóvil, pero aquella espera se me hizo una eternidad. El silencio era insoportable.
- ¿Y bien? -acerté a preguntar, hecho un manojo de nervios.
Al fin se dignó a levantar la vista y me examinó unos segundos mirándome por encima de las gafas de concha.
- Usted sabrá lo que hace, joven. ¿Lo ha pensado bien?
- Sí, señor.
- ¿Y ella está de acuerdo?
- Por supuesto, señor.
- En ese caso, no tengo inconveniente.
Salí del despacho casi corriendo, radiante de alegría. Yolanda me esperaba abajo, en el vestíbulo.
Antes de reunirme con ella, pasé por mi taquilla y cogí el cuchillo de carnicero que había depositado allí la víspera. Lo iba a necesitar para cortarle la mano a aquella desgraciada.
© Juan Ballester
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