Otra vez venía el tío Paco de Alemania, con su barba canosa y ese Volkswagen escarabajo que parecía incombustible. Alegría lógica en la casa, en especial de mi madre, tan apegada a los recuerdos y vínculos familiares. Pero a mí, aunque esté mal decirlo, me gustaba que viniera sobre todo porque otra vez nos iba a traer un paquete grande de sellos del que mi hermano y yo daríamos buena cuenta a las pocas horas, repartiéndonoslos por turno, despegándolos con agua en el lavabo y finalmente pinchándolos en los respectivos álbumes, como si de trofeos de caza se tratasen.
Los de Alemania eran nuestros preferidos, no sólo los de las series básicas, llenos de casitas o de maquinarias industriales, sino también los conmemorativos, de formato más grande, y por supuesto esos otros más raros y valiosos que llevaban una sobretasa benéfica. Con el tiempo, conseguí reunir varios cientos –acaso miles- de ellos, a base de guardar los que nos iban llegando en las cartas que nos enviaban desde Munich o Bottrop, y también de comprarlos en el mercadillo filatélico de la Plaza Mayor; y aunque apenas sabíamos cuatro palabras de alemán, nos resultaban en cambio familiares muchos nombres propios y lugares. Gracias a la filatelia fuimos adquiriendo ciertos conocimientos acerca de la cultura, la historia, la geografía o el estilo de vida de Alemania.
Así reconocí por ejemplo la imponente imagen del doctor Koch, o la más amable de San Alberto Magno, descubrí a Roswita von Gandersheim, o Albert Schweitzer; empecé a interesarme por la representación de la Pasión de Oberammergau, a enamorarme de las decenas de castillos -algunos con nombres impronunciables-, a emocionarme con aquellas flores multicolores que se emitían en los sellos de la DDR, la otra Alemania, para mí tan querida como la propia Bundesrepublik Deutschland, y me dejé fascinar con artísticas figuras de ajedrez, con vistosos pájaros, o con esas Mariposas a punto de echarse a volar, encerrados en la diminuta extensión de un trozo de papel dentado.
Esta vez la cosecha había sido buena; en el paquete que nos había traído el tío había bastantes que no teníamos y un suculento montón de repetidos, para intercambiar con los amigos. Estaba hasta el difícil de la serie de Hansel y Gretel. ¡Guau! Ya tenía un motivo más para presumir de mi colección.
© Juan Ballester
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