
Como todos los años, al llegar los primeros síntomas del invierno, Florencio se recluyó en su pequeño chalet, cerrando toda vía de comunicación con el mundo exterior, no sin antes haber hecho acopio de abundantes provisiones y alimentos. La puerta debía quedar sellada gracias a las cuatro cerraduras que la circundaban; los contraventanas de madera debían tapar toda posible luz proveniente de la calle, y sólo cuando había tomado estas medidas de seguridad, se permitía el lujo de encender algunas bombillas y velas para poder ver en medio de tanta oscuridad.
Nadie sabía a qué respondía tan extraño comportamiento; nadie sabía por qué, al llegar la época de los fríos, su vecino se aislaba de tal manera. Al principio se llegó a pensar que estaría ausente, o tal vez muerto, incluso se llamó a la policía, pero viendo que su vecino les hablaba desde dentro de la casa ordenando que se fueran, que estaba bien, desistieron en su empeño.
Pero claro, el hecho de que todos los años, sin excepción, se produjese la misma circunstancia, el mismo aislamiento, había levantado toda clase de murmuraciones y de suspicacias. Y por eso muchos trataban de espiarle a través de los cristales, de las paredes, de la puerta, infructuosamente. No existía el menor resquicio, ni se escuchaba el más leve ruido en el interior de la casa.
A nadie en el vecindario, especialmente a la señora Velasco, que vivía justo en el bungalow de al lado, le agradaba aquel misterio. Se sospechaba que algo ilegal o sucio tenía que pasar allí, pero no podían hacer nada, no podían denunciarlo puesto que no hay ninguna ley que impida a un ciudadano encerrarse en su vivienda a salvo de miradas indiscretas.
También hubo quien dijo, en especial los primeros años, que quizá en los intervalos invernales Florencio se dedicaba a pintar otro tipo de cosas. Florencio era pintor, un gran paisajista sobre todo, y se especulaba con que tal vez estuviese concibiendo una obra excelsa que debería quedar en el anonimato hasta su culminación. Pero, francamente, era excesivo vivir de aquella manera durante tantísimos meses seguidos.
No faltó quien, en la época estival, había intentado desentrañar el secreto que con tanto mimo guardaba, y aunque se registró su vivienda aprovechando una oportunidad en la que él se había ausentado, no pudieron dar con lo que buscaban.
Otro misterio lo constituía cómo podía Florencio arreglárselas para alimentarse, ya que nunca le vieron salir de casa, y era improbable que almacenase víveres para tantos meses. Además, tampoco sacaba basura.
Todo esto daba pie a imaginar absurdas hipótesis. Se comentó alguna vez que se habían escuchado extraños sonidos que provenían de la casa, aunque no se pudo concretar qué clase de sonidos. Probablemente todo se debía a la mente calenturienta de la señora Velasco o de otros residentes cercanos.
Florencio decidió, pues, que ya era hora de clausurar su domicilio hasta la siguiente primavera. Dispuso por lo tanto todo lo necesario para afrontar el invierno. Conocía por supuesto los rumores que circulaban por el barrio. ¡Si ellos supieran! Pero gracias a Dios, todavía no se conocía su monstruosa historia, su horripilante pesadilla que, en otro tiempo, le había supuesto la ruptura con su familia, con sus amigos y en definitiva con el mundo. Nadie, si exceptuamos los parientes más allegados, tenía noticia del fenómeno que le había trastornado y obsesionado los últimos treinta años de su vida.
Había tratado de olvidarlo; procuraba no reflejar en sus cuadros el estado de ánimo que le aniquilaba. Quizá hubiera podido terminar con todo de una vez para siempre quitándose la vida, pero en su interior un sentimiento morboso le había impulsado a averiguar hasta dónde podía llegar aquello y cómo iba a terminar todo.
La primera vez apenas si sintió cambio alguno. De hecho, no hubiera podido asegurar cuándo se manifestó el fenómeno por vez primera. Poco a poco, la marca había empezado a extenderse por todo el dedo. Ni sus padres ni su hermano podían soportar semejante visión.
Le llevaron a los mejores especialistas, que no lograron dar una explicación satisfactoria. Fue puesto en observación, y sus padres, aparte de la lucha consigo mismos para superar el trauma, hubieron de luchar también para que la historia de su hijo no se propagase. Y si aquello nunca lo lograron, al menos esto último sí.
Cuando la monstruosa marca invadió por completo su mano derecha, ya usaba guantes para ocultarlo. Apenas si podía moverla, de tal forma que tuvo que aprender a comer y escribir con la izquierda. También por entonces se decidió que no saliera a la calle por temor a que alguien le forzase a quitarse el guante protector y se pusiese en evidencia la extraña metamorfosis. Empezó a aficionarse en serio a la pintura, y ello le permitía llevar una vida sedentaria, lejos de miradas curiosas y de lenguas malintencionadas. Su hermano se acabó mudando a otro cuarto, pues no resistía la presencia de ese monstruo a su lado.
Muy pronto la transformación se extendió al brazo entero, al tiempo que empezó a manifestarse también en la mano izquierda. Tenía por entonces doce años. Hasta ese tiempo, Florencio no había ido a la escuela: su madre era quien le había enseñado los conocimientos más elementales, pero desde luego el chico estaba muy atrasado para su edad, pese a su precocidad para las artes plásticas, y constituía un problema darle una educación adecuada. Encontraron un profesor para que le diera clases a domicilio, y él fingía estar paralítico, permaneciendo en cama durante las mismas, y así no tenía necesidad de sacar los brazos de debajo de las sábanas. Pero el hombre acabó sospechando algo y dejó de acudir a los dos o tres meses. Desde entonces, las enciclopedias fueron sus únicos maestros.
Así transcurrió toda su infancia, es decir, todos los inviernos. Porque al llegar el mes de marzo aproximadamente, las manchas desaparecían milagrosamente y su cuerpo recobraba su aspecto normal, y sólo entonces salía a la calle. Pero no tenía amigos, ni compañeros de colegio, ni siquiera primos con los que jugar (sí tenía primos, pero a Florencio lo silenciaban como si fuera un enfermo contagioso), así que poco podía hacer durante sus lapsos de normalidad.
Y así transcurrió también su juventud, mitad hombre, mitad reptil, convertido en un ser triste, sin ilusión, amargado. La familia, destrozada, procuraba ignorarlo. La madre, resignada, pedía perdón a Dios por haber engendrado un ser así; su hermano Tomás procuraba no encontrárselo por la casa, y si por una fatalidad se cruzaba con él en el pasillo, se escurría con rapidez hacia su habitación. El padre ni siquiera lo consideraba hijo suyo.
Florencio se vio forzado a huir, a huir siempre. Hasta que pudo ganarse la vida con la venta de sus cuadros, recibía una cantidad mensual de sus padres, que lo único que le pedían era no verle. Cambió varias veces de ciudad, siempre como un fugitivo, con su tragedia a cuestas.
Mientras tanto, año a año, la piel de reptil iba extendiéndose más y más, por el brazo sano, por el pecho, por la espalda. Más de una vez estuvo a punto de pegarse un tiro, mas se arrepentía al pensar en lo que dirían cuando se encontrase su cuerpo en tan horrible estado. También hubiera podido hacerlo en la época estival, cuando misteriosamente volvía a tener fisonomía humana, pero era en los meses de buen tiempo cuando precisamente hallaba algún aliciente para seguir viviendo.
Cuando sus ingresos se lo permitieron, se compró aquel chalet, aun entrampándose para el resto de sus días. Necesitaba una vivienda unifamiliar; no quería saber nada de vecinos, de ascensores, de escaleras en las que correr el riesgo de cruzarse con gente. No quería nada que fuese común con otros, deseaba que todo fuese suyo para poder vivir en la más absoluta soledad.
Realmente a lo largo de los aproximadamente treinta años que duraba ya su situación, lo que más le había trastornado fue la noche en que puso el primer huevo. Se levantó por la mañana, con torpes movimientos de iguana, y encontró un sorprendente huevo, grande y pesado, de cáscara dura. Aquel espanto le hizo gritar - ése fue el grito que escuchó la señora Velasco desde el chalet contiguo-. Lo estuvo observando desde todas direcciones, preguntándose quién lo habría puesto allí. Evidentemente, él lo había puesto, pero ¿por dónde?, ¿cómo? Aunque un cierto instinto maternal le impulsaba a incubarlo, a criarlo, la sensatez terminó por imponerse y decidió que tenía que deshacerse de él, pues lo contrario hubiera supuesto dar vida a una abominación semejante a él.
Lo sujetó entre sus brazos de iguana y lo estampó contra el suelo. Afortunadamente, el feto no se había formado aún, así que recogió con una bayeta su contenido y lo escurrió en el lavabo, al tiempo que vomitaba su frugal comida del día anterior.
No fue éste, sin embargo, el único huevo que puso. Otras dos veces más le sucedió lo mismo, y el último de ellos decidió no romperlo, sin duda porque en su interior se sentía cada vez más iguana y menos hombre. Construyó una especie de nido junto a la chimenea donde recibía calor hasta que salió aquella cosa aberrante y rudimentaria.
La primavera siguiente compró una jaula y dejó encerrado allí a su -indudablemente- hijo. También adquirió varios libros acerca de los reptiles, donde se hablaba de sus hábitos y costumbres. Pero aquella criatura sobrevivió muy poco, por fortuna. Su mitad humana le aborrecía, y lo dejó morir de inanición.
Florencio sabía que le esperaba un final trágico. Cada nuevo invierno, la metamorfosis alcanzaba proporciones mayores; no eran ya los brazos, ni el pecho, lo que se convertía en reptil: también el resto del cuerpo y las piernas habían sucumbido a tan inexplicable cáncer. Tan sólo su cabeza parecía resistir, y por eso todavía se alimentaba como un humano. Pero año a año, el cuello, la boca, un pedazo nuevo sucumbía al cambio. Por eso, cuando se encerró por última vez en su vida, tuvo la esperanza de que ése no fuese un invierno más en la evolución, sino quizá el último o quién sabe si el primero en una nueva vida.
© Juan Ballester
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