jueves, 20 de enero de 2011

Vuelta a casa

Al llegar al rellano de la escalera tuvo una sensación extraña. No sabía bien como definirlo; lo cierto es que notó como si algo no encajara en la situación cotidiana de los objetos que nos rodean. Hurgó entre sus bolsillos y sacó la llave, abriendo la puerta. Era ya bastante tarde, casi la una de la madrugada, y por eso entró con sigilo, sin hacer ruido, para no despertar a su esposa.
Estaba cansado, había sido un viaje tan largo ... Aunque, después de todo, no podía quejarse pues a última hora se había acortado un par de días. ¡Qué sorpresa se llevaría Elena al día siguiente, al encontrarle de nuevo en casa! Además, no había avisado de su pronta llegada, para que ella no estuviera preocupada por el avión.
En el salón se detuvo de repente al oír un ruido en la habitación contigua. No era un ruido ordinario, sino como si algo hubiese caído al suelo, un objeto pequeño y pesado, tal vez un cenicero. Le extrañó, ya que su esposa no fumaba y seguramente estaría durmiendo. Pensó en un ladrón, aunque esto no resultaba verosímil, hubiera encontrado forzada la cerradura, o la casa en desorden. Avanzó con cautela dos pasos más y entonces sí que se alarmó definitivamente: hasta él llegaban con toda nitidez unas voces susurrantes, muy apagadas. Una de ellas correspondía a una mujer, y parecía como si estuviese excitada; la otra era de un hombre, una voz fuerte y grave. Inmediatamente la mujer comenzó a reír con una especie de carcajada suave, débil y persistente.
Se despojó del abrigo y quedó como paralizado, fulminado. Aquella voz, aquella risa era la de Elena, y ¡estaba con un hombre! Le dio asco todo. Por un instante pensó en cruzar el umbral de la puerta y sorprenderlos in fraganti, pero de nada hubiera servido, ella inventaría mil excusas, y el otro intentaría defenderla de su casi segura violenta reacción. Así que, sin salir aún de su asombro, herido en su amor propio, decidió esperar y urdir un plan perfecto para desenmascararlos.
Se sentó en el sofá. Aún estaba a oscuras ﷓no había encendido la luz﷓ y se veía poco, aunque lo suficiente como para distinguir dónde estaba cada mueble. Su vista se posó en el abrigo de caballero que reposaba en una silla junto a la ventana. Con sumo cuidado lo tomó y lo atrajo suavemente hacia sí. Volvió a sentarse, con la ventana a su espalda, con el horror del engaño en su corazón y la furia concentrada en su cabeza. De buena gana hubiera gritado, colérico, y le hubiera partido la cara a quien quiera que fuese el hombre; y sobre todo, de buena gana hubiese abofeteado a Elena, pero desgraciadamente nada hubiera conseguido con ello, ya que él pasaba muy poco tiempo en casa y no hubiera podido evitar que se vieran durante sus ausencias. No, era mejor actuar sin que ellos lo supieran de momento, y dar el golpe de gracia sin dejar resquicios por los que pudieran escapar.
Buscó en el abrigo de aquel tipo y encontró su cartera. La abrió para conocer sus datos personales. Lo primero que apareció fue una fotografía de ella. ¡Así que el muy canalla la tenía, con lo que la había buscado él semanas atrás! Estaba tan hermosa y radiante en aquella instantánea ... Se le saltaron las lágrimas, porque además los jadeos arreciaban en la otra habitación. Se apresuró a anotar los datos del sujeto en cuestión, todo lo que pudiera darle una pista en el futuro, incluso su número de teléfono. Acercó el carnet de identidad a sus ojos para verle bien la cara. No era feo, desde luego, si bien su bigote le resultaba repugnante.
Volvió a dejar la cartera en el abrigo y éste en el sillón, igual que estaba antes. Se acercó al escritorio y con grandes precauciones para que no crujiera lo abrió. Sacó de allí una pistola, escondida detrás de unos libros, y se la echó al bolsillo por lo que pudiera pasar. Volvió a cerrarlo. Sobre la mesa encontró la botella de whisky y dos vasos sucios. Habían estado bebiendo.
Se sentía incómodo, impotente, como subido encima de un polvorín. Necesitaba salir a la calle, al menos así no oiría sus palabras obscenas ni sus risas lujuriosas. Abrió la puerta con más cautela si cabe que la primera vez y finalmente alcanzó la noche y el asfalto. Anduvo vacilante unos minutos, sin saber muy bien qué hacer. Por un lado, el cuerpo le pedía alcohol para olvidar, pero por otro no podía apartar de sí la imagen y sobre todo el sonido de las voces en su dormitorio.
Se metió en la cabina de teléfonos. Desde allí se dominaba perfectamente la ventana del salón, oscura y en apariencia tranquila. Marcó su número. Los dedos se le enganchaban en los agujeros del dial, mas al fin logró hacerlo sin equivocarse. Un zumbido. Otro. Otro más.
- ¡La muy zorra! -se dijo-. Es capaz de no cogerlo.
Descolgaron el auricular y oyó la voz de ella.
- ¿Dígame?- preguntó.
- Elena, cariño, ¿eres tú?
- ¡Ah, hola amor, qué sorpresa! ¿Cómo llamas a estas horas?
- Perdona si te he despertado. Con el cambio horario la verdad es que ando un tanto despistado ... Oye, te llamo porque ha surgido un imprevisto y volveré mañana por la noche en lugar del viernes. ¿Todo bien por casa?
- Sí, estupendamente. Te echo mucho de menos -mintió.
- Y yo a ti, cariño. Oye, te tengo que dejar, cuídate.
Colgó con furia, sin dejar de mirar fijamente a la ventana. Durante la conversación había observado a través del cristal cómo ella encendía la luz del salón y después vio salir al tipo que la acompañaba, que la aferró por la cintura, pegando el oído al teléfono para enterarse de lo que hablaban. Se imaginó a los dos amantes riéndose descaradamente del infeliz marido, al que ellos creían ajeno a su ventura.
Apagaron la luz. Andrés salió del locutorio y deambuló un poco por las desiertas calles, confuso, mientras un torbellino de recuerdos le venía a la mente.


Hacia las seis y media retornó hacia su casa, con la boca seca de tanto fumar y aterido de frío. Descubrió el Citroën negro aparcado a la puerta y su matrícula coincidía con la que había anotado durante su breve inspección a la documentación del tipo. Aquello le facilitaba la labor, no tenía más que esperar a que saliera y seguirle después a donde quiera que fuese.
Apareció una hora más tarde y montó en su automóvil. Andrés arrancó tras él y pudo contemplarle a ráfagas, sentado en su asiento delantero. Era alto, moreno, con bastante pelo y joven. Vestía abrigo marrón, el mismo que horas antes viera sobre su butaca favorita. Unas gafas de sol negras ocultaban sus ojos.
Se aproximaban a un barrio residencial de viviendas unifamiliares. El otro parecía no haberse apercibido de que le seguían, o al menos no trató de darle esquinazo. Se detuvo a la entrada de una cochera, en una auténtica mansión. Andrés esperó diez minutos hasta salir de su automóvil. Metió la mano derecha en su bolsillo y aferró la pistola dentro de él.
Llamó al timbre. No había perro, o si lo había, no ladró ni asomó por la entrada. El individuo tardó algo en abrir, o mejor dicho, quien abrió fue una criada. Esto le descompuso un tanto, pues no había contado con la presencia de testigos.
- ¿El señor Maldonado? -preguntó.
- Espere un momento, por favor -y se adentró hacia la vivienda. Unos minutos más tarde volvió, con cara de pocos amigos-. El señor no está en casa, si quiere volver más tarde ...
- Dígale que vengo de parte de Elena -respondió él, como si no hubiera oído las palabras de la joven.
- Pase usted -le dijo, tras entrar de nuevo a la casa y hablar un momento con el dueño.

Salió de allí rápidamente, envuelto en un sudor frío. Los perros del vecindario habían empezado a ladrar al oír los disparos, a pesar de haberlo hecho a bocajarro y con el silenciador puesto. Trató de mantener la serenidad y volvió al vehículo.
Lo primero que pensó fue en deshacerse de la pistola, abandonarla en un lugar seguro. Tenía la ventaja de que Elena no conocía la existencia del arma, aparte de que le creía aún en el extranjero. Pero esto último no le gustó, ya que pronto se sabría que no era así. Claro que, ¿quién iba a sospechar de él? ¿Qué pruebas tenían? Si mantenía la serenidad, no tenía nada que temer.
También pensó que cuanta menos gente le viera aquel día, más probabilidades tendría de salir airoso del lío en que se acababa de meter. Así que se dirigió a las afueras, al campo. Lo mejor sería enterrar el arma en cualquier paraje abandonado y no volver a casa hasta por la noche. Quizá su modo de conducir llamase la atención, porque de cuando en cuando le flaqueban los brazos al pensar en los dos cadáveres que dejaba tras de sí. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Llegó a una especie de bosquecillo atravesado por un riachuelo, alejado de la carretera general. Examinó el lugar y no lo encontró bueno, pues tenía todo el aspecto de llenarse de domingueros los fines de semana, y podía suceder que alguien descubriese el revólver pescando o enterrando las latas vacías.
No. Tenía que haber otro sitio más idóneo, algún rincón apartado e inexplorado capaz de silenciar el arma homicida para siempre. Buscó con ahínco toda la mañana, pero cualquier lugar le parecía peligroso, inseguro, poco propicio.
De pronto se dio cuenta de que tenía que ser muy ahorrador con la gasolina. Si gastaba sus reservas, tendría que repostar y ello conllevaría la posibilidad de que alguien le reconociese luego y tuviese que explicar qué hacía allí a aquellas horas.
Por fin se decidió. Transitaba por una carretera muy poco importante y el paisaje era monótono, pedregoso y polvoriento. Ni árboles, ni agua, ni rastros de civilización en muchos metros a la redonda. No le fue difícil enterrarla con ayuda de la barra de hierro que siempre llevaba en el maletero, eso sí, con la precaución de borrar primero las huellas dactilares.
Volvió ya sin prisa, preocupado sobre todo por el piloto de la gasolina que le indicaba que estaba en la reserva. Imposible hacer todo el recorrido de vuelta de un tirón. Eso complicaba un poco las cosas, pero confiaba en que nadie se fijase en él.
Le dio por pensar si alguno de los dos, el amante o la criada, no hubiese muerto del todo, pues con el aturdimiento olvidó comprobar si realmente habían dejado de existir. Tal vez les hubieran hallado sólo malheridos y hubieran podido hablar, contarlo todo ... Y le dio por pensar también en el modo en que había ocultado la pistola. ¿No se había dejado allí el paño de limpiar las huellas? No, lo llevaba en la guantera, es verdad. ¿Había apelmazado bien la tierra? Sí, había pisado, saltado con fuerza momentos después de ocultarla para que no se percibiese que había sido removida. Todo le parecía correcto y, sin embargo, una sensación de temor le dominaba. Le tenían que coger, estaba seguro, al final siempre se olvida algo, son tantos detalles los que hay que tener presentes ...
Hablando de detalles, se dio cuenta de que su aspecto resultaba bastante sospechoso. Había pasado toda la noche sin dormir y luego todo el día de sobresalto en sobresalto, sin comer nada excepto un resto de galletas que llevaba en la maleta. Además, no se había afeitado ni lavado, así que a cualquiera que lo viese le chocaría su aspecto. Optó por detenerse en una cuneta para afeitarse y adecentarse un poco.

El empleado de la estación de servicio no parecía tener muchas ganas de trabajar, pero tampoco se fijó mucho en Andrés. Debía haber estado durmiendo, o al menos esa impresión daba. A Andrés le pareció un buen presagio.
Reanudó la marcha, más tranquilo, tratando de concentrarse en la carretera que se abría ante él, deseando que pasaran esas pocas horas que le restaban hasta que apareciese por su casa, besase a su mujer (mientras ella se moría de dolor por dentro, desde luego) y le obsequiase con unas florecillas, como siempre, con una maleta llena de ropa sucia en la mano.

© Juan Ballester

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