jueves, 3 de febrero de 2011

Un extraño casamiento


Cuando el príncipe y la princesa llegan a palacio, ya es casi de noche, y apenas se rumorea su presencia, los cortesanos y los nobles que han aguardado pacientemente su regreso, son informados de que la feliz pareja se siente muy fatigada y que se van a retirar a descansar sin recibir a nadie.
Este desplante no hace sino agravar el desencanto entre los asistentes, teniendo en cuenta además la extraña y súbita decisión del príncipe de celebrar la ceremonia en la más estricta intimidad, sin otros testigos que los monarcas y el obispo oficiante. Los embajadores, prelados, archiduques y toda la corte celestial, llegados de los cuatro rincones del país e incluso del extranjero, consideran una ofensa a su dignidad el modo en que han sido tratados, el haberles tenido esperando en palacio durante tantas horas, sin permitirles asistir a una efeméride de tanta importancia. Y por si esto fuera poco, ahora se les despacha con cualquier excusa.
Y es que de nada han servido los intentos de disuadir al príncipe de tan ridícula pretensión, tomada la víspera de la celebración y sin aparentes motivos. Algunos han puesto en duda la salud mental del joven heredero al trono; otros, han apelado al propio Monarca para que trate de hacer entrar en razón al príncipe; incluso ha habido quien, en un desesperado intento por poner las cosas en su sitio, le ha advertido de las nefastas consecuencias que podría acarrear al reino semejante actitud, pero todos los argumentos han sido inútiles: el príncipe ha impuesto como condición el celebrar la boda en una pequeña capilla, en medio del campo, en presencia únicamente del Rey y la Reina.
Y para mayor misterio nadie ha visto aún a la prometida, de la que sólo se tienen referencias por boca del heredero al trono. No pocos quebraderos de cabeza le ha ocasionado al monarca la actitud casi pueril de su hijo, negándose a desvelar la identidad de la afortunada, a saber qué clase de joven le habría sorbido el seso. Esa no era forma de hacer las cosas, podía estar bien en un aldeano, pero no desde luego en un príncipe, a quien se le supone dotado del suficiente sentido de la responsabilidad. Pero, en fin, la había elegido a su gusto y nada tenía que objetar.
Han sido unos días agotadores para todos, y en palacio, nadie ha dormido la noche anterior. Unos -los monarcas- abrumados por la preocupación, por el cariz que han tomado los acontecimientos, buscando la excusa más verosímil para explicar el desplante que el príncipe tiene planeado; otros, los lacayos y pajes, ultimando los preparativos por si al final hay cambio de opinión y se consigue convencer al príncipe; éste, a su vez, inquieto, no ha parado de dar vueltas por sus habitaciones, meditando su firme resolución de evitar testigos innecesarios en la ceremonia, aunque ya tiene decidido el traje que habrá de ponerse, el menú que se servirá a los invitados (porque el hecho de celebrar la boda en la intimidad no quita que se deba de cumplir con la hospitalidad que el caso requiere), las piezas de danza que los músicos interpretarán durante el baile, los caballos que se deben enganchar a la carroza ... Todo ha sido previsto para que resulte esplendoroso y magnífico, para deslumbrar a la que horas después va a convertirse en su esposa, en la princesa Rosalinda.
Además, la naturaleza ha querido sumarse a la celebración. Durante toda la jornada ha brillado un sol radiante y ha soplado una brisa fresca. Los jardines de palacio, siempre bien cuidados, se encuentran ese día si cabe más floridos y frondosos que nunca, con sus fuentes y arroyuelos corriendo juguetones por cien mil recovecos, con sus árboles frutales ya en sazón y arrojando frescas sombras sobre el suelo cubierto de fina hierba.
Toda la ciudad, todo el país está de fiesta para celebrar el casamiento del príncipe. Cada aldeano y cada señor, cada venta y cada castillo han sido engalanados con todo lujo de detalles: pendones, cintas, flores, banderas. El rey ha ordenado devolver la libertad a todos los presos del país, y suspender todas las ejecuciones. Varios miles de palomas, criadas con un mimo casi excesivo en espera del gran momento, han sido soltadas en la plaza principal de la ciudad. El nombre de la princesa -Rosalinda- corre de boca en boca y ya es venerado por todos. Incluso se ha acordado bautizar a todas las niñas nacidas ese día con el nombre de la prometida del príncipe. Corren rumores de que es muy hermosa, porque lo cierto es que jamás ha sido vista por otros ojos excepto los del príncipe, pero nadie duda de su buen gusto. Muchos se preguntan de dónde viene la desconocida, cómo es, y se ha formado una leyenda en torno a ella: el pueblo la aclama, sueña con que se les aparece; en el fondo la quieren aun sin conocerla. Debe ser la más bella mujer que jamás haya existido, puesto que el príncipe ha despreciado a cientos de pretendientas dignas de ocupar el honorable trono real. Incluso por las noches se le ha visto sonámbulo caminando por los salones pronunciando su nombre.
Y de este modo, en una ridícula ruptura de todos los protocolos habidos y por haber, se ha producido la doble celebración: para unos, los más, ésta ha consistido en una inacabable serie de rumores, de cotilleos y de críticas despiadadas, todo ello regado con los más deliciosos vinos y aderezado con los más tiernos corderos, cabritos, capones y otras deliciosas viandas, que al fin y al cabo es lo que más se valora en estas ocasiones. En cambio, para otros, ay, para otros ...
Porque el príncipe, testarudo como su abuela materna, ha desoído todos los razonamientos, los ruegos y las amenazas de última hora. Durante la marcha de la pequeña comitiva hacia la capilla elegida para la ocasión, el Monarca ha tratado inútilmente de imponer su autoridad, mientras que la reina no ha parado de llorar desde primera hora de la mañana.
Han llegado de esta forma a la pequeña ermita, que se muestra vacía. Parece ser que la novia no ha aparecido aún, y los reyes suspiran aliviados pensando en la posibilidad de que haya sufrido un accidente o haya sido retenida en algún lugar. Deciden esperar unos minutos de cortesía, no faltaba más, mientras la sonrisa y el color van volviendo a sus rostros. Quizá todo haya sido una broma de su hijo, tan aficionado a esta clase de pasatiempos.
Sin embargo, la actitud del príncipe no es precisamente la de un cómico, sino todo lo contrario. Casi de inmediato avanza unos pasos hacia el altar y anuncia que puede comenzar la ceremonia. Los reyes y el Cardenal miran en todas direcciones, pero no hay nadie más allí, lo que les confirma que quizá el joven heredero al trono no está muy bien de la cabeza. De repente, le ven agacharse, alargar su mano hacia el suelo y coger algo entre sus dedos, algo que se mueve. Podría tratarse de un pájaro, o mejor dicho, parece una rana que se hubiera colado por algún resquicio del muro.
El joven se da la vuelta y les presenta a su prometida, a la futura princesa. La sonrisa desaparece definitivamente de la cara de los tres testigos; hay miradas de perplejidad, pues la enfermedad del joven es mucho más grave de lo que pudiera imaginarse. La reina se ha desmayado; quizá sea mejor así.
La primera reacción del monarca es arrojarla lejos de allí de un manotazo. La rana consigue salir indemne de la embestida, y cuando el descomunal pie del Cardenal se dispone a aplastarla contra la baldosa, logra escabullirse con un efectivo salto hacia adelante.
Al fin el príncipe logra rescatarla de las garras de aquellos agresores e insiste en iniciar la ceremonia. Sin duda el muchacho es presa de algún encantamiento, porque está abrazado a semejante animalucho, que ni siquiera habla. Resulta de todo punto inexplicable que un joven apuesto, heredero de un importante trono, con la posibilidad de escoger entre lo más selecto a su prometida, haya optado por un ser tan asqueroso, viscoso y deforme. Y encima pretender que la Iglesia les otorgue su bendición. Y no digamos nada de la posibilidad de que algún día pudieran tener descendencia, es difícil imaginarse la clase de monstruos que generaría aquella unión.
Por otro lado, cómo se podría explicar esto a los embajadores, a los ministros, a los invitados, qué excusa inventar para ocultar la locura de su hijo, para evitar convertirse en el hazmerreír de todas las naciones. De momento, tras una breve deliberación entre el Cardenal y el Rey, deciden seguir la corriente al infeliz muchacho y dan inicio a la ceremonia, a sabiendas de que semejante farsa no puede tener ni siquiera visos de validez. Para los jóvenes todo resulta perfecto, sin embargo, y es así como han regresado a palacio y se han retirado a descansar sin recibir a nadie.
Muy pronto el Rey convoca al Consejo a una reunión de urgencia para exponerles la situación. Entre la perplejidad y las veladas sonrisas que el anuncio produce, empieza a tomar fuerza la hipótesis de declarar incapaz al príncipe y desposarlo a continuación con la dama que más convenga a los intereses de la Corona. Parece haber unanimidad en ese punto, pero queda por resolver el problema más delicado e inmediato: la presentación de la prometida ante los ciudadanos. No se pueden defraudar sus expectativas suspendiendo el acto, y tampoco es cuestión de enfrentarles con la realidad haciéndoles saber que el heredero al trono se ha casado -y que el Rey lo ha consentido- con un batracio.
El Consejo delibera y discute acaloradamente hasta altísimas horas de la madrugada. Desde el exterior del palacio llegan ya las voces y cánticos del pueblo, ansiosos por contemplar a la feliz pareja en su paseo por las calles y plazas de la villa. Imposible intentar un simulacro para suplantar a la princesa, imposible convencer al joven para que acepte presentarse con una sustituta.
Las caras de preocupación se advierten en todos los presentes. Está en juego nada menos que el prestigio del reino. Muchos embajadores y representantes de la nobleza han decidido aguardar también hasta el día siguiente para asistir al menos al paseo triunfal, y en cambio contemplarán una ridícula bufonada.
Finalmente el Rey, dando un manotazo sobre la mesa, desaloja del Salón del Trono a esa caterva de inútiles que no han sabido poner remedio a lo que se les viene encima. De buena gana tomaría la espada y se quitaría la vida allí mismo, pero piensa en el desastre que se originaría después, con el lunático de su hijo pretendiendo empuñar el cetro real y con todos los nobles y cardenales lanzándose como chacales sobre sus despojos. No, debe mantener la serenidad y que sea lo que Dios quiera.
Mientras tanto, los lacayos y palafreneros que nada saben acerca del desastre que está a punto de producirse, tienen ya reluciente y compuesta la carroza y enganchados los seis mejores pura sangre que hay en las reales caballerizas. Todo está listo para el gran momento.
A las ocho en punto se abre la puerta del aposento donde los recién casados han pasado la noche, y por más que algunos cortesanos y nobles escudriñan en su interior, no consiguen localizar a la princesa Rosalinda. Y entonces se produce la gran sorpresa. El príncipe aparece en actitud solemne, portando en su mano derecha una pequeña urna de cristal con ribetes de terciopelo de la que cuelga un manto bordado, y en cuyo interior una alegre ranita chapotea en un agua limpísima. Al silencio inicial sucede un tímido e inexplicable aplauso por parte de una marquesa cuyo nombre no viene al caso, fascinada ante la simpática broma del heredero al trono, y ello deriva en una cascada de ovaciones y vítores al que se van sumando uno tras otro todos los presentes.
El Rey y los máximos dignatarios del reino no salen de su asombro. Los corchetes y alguaciles han de intervenir muy pronto para mantener el orden, porque conforme se acercan a la salida de palacio, el clamor y los deseos de tocar las vestiduras de los príncipes aumentan.
Ya en el exterior, toman asiento en el carruaje descubierto e inician su andadura, mientras son desbordados por las muestras de simpatía y cariño que les brindan los aldeanos, quienes les obsequian con una lluvia de pétalos y guirnaldas durante todo el trayecto, al tiempo que comentan que hacen muy buena pareja.
En fin, que ante esta desmesurada alegría y ante los elogios sinceros que recibe la princesa Rosalinda a su paso, nadie se atrevería ni siquiera a insinuar que la ceremonia no ha tenido ninguna validez.
Y no digo que los felices recién casados vayan a comer perdices, pero sí al menos algún pichón él y algún saltamontes ella de vez en cuando.

© Juan Ballester

No hay comentarios:

Publicar un comentario