jueves, 31 de marzo de 2011

El trayecto de ida

Hay un momento, a eso de las cuatro menos veinte de la tarde, en el cual, a fuerza de costumbre, he aprendido a contener la respiración y a escuchar los latidos de mi corazón que parece querer salirse del pecho. Es el instante en que subo al autobús, me instalo en el sitio de siempre, me inclino sobre el reposacabezas y con el sol penetrando a través del cristal de la ventanilla, me relajo y me dejo invadir por un voluptuoso sopor, por una indescriptible sensación de bienestar. Es justamente entonces cuando siento la mirada del hombre llegar oblicuamente hasta mí y recorrerme de arriba abajo de una forma absolutamente descarada y a la vez placentera, mientras aparenta leer una gruesa novela que siempre se le queda estancada en la misma página desde hace varias semanas.
Yo no me atrevo siquiera a abrir los ojos, y cuando lo hago es, si acaso, para deleitarme con el hermoso paisaje que se despliega a ambos lados de la carretera durante todo el trayecto. Él, en cambio, apenas me ve llegar, realiza una maniobra girando el cuerpo ligeramente hacia la derecha, y de forma casi imperceptible comienza a deslizar la mirada desde esas monótonas páginas hasta el suelo del autobús, para a continuación atravesar el pasillo, buscar mis zapatos y trepar lentamente por las medias, lugar en donde suele recrearse unos segundos, y escudriñar de inmediato esa frontera oscura e incierta entre el borde de la falda y los muslos, tratando de adivinar lo que se esconde en sus profundidades, haciendo vanos esfuerzos por adentrarse en unas interioridades apenas entrevistas que su fantasía imagina y mi connivencia alimenta cada tarde.
No quiero parecer vulgar, ni quiero que piense que soy una mujer fácil; prefiero hacerme la dormida o la distraída. A buen seguro, un intercambio de miradas directas a los ojos desbarataría la magia de ese momento, echaría por tierra su labor de varias semanas, nos privaría a ambos de ese pequeño placer oculto que hace más agradable el trayecto hasta nuestros respectivos trabajos. Así que me limito a facilitarle las cosas, unas veces cruzando las piernas y otras, si la ocasión resulta propicia, dejando un poco separados los muslos, siempre envueltos en unas medias de fantasía cuidadosamente escogidas cada mañana.

No sé cómo ni por qué empezó todo, si fue él quien inició las hostilidades visuales o si fui yo la que inconscientemente capté su atención de alguna manera; no recuerdo por qué la primera vez que subí a ese autobús elegí aquel asiento cerca del suyo, puede que fuera huyendo del bullicio de las filas delanteras, de la rudeza de esos tipos que solamente saben hablar de fútbol y de esas mujeres chabacanas y algo desvergonzadas que siempre están chismorreando de todo bicho viviente. No me costó mucho comprender que detrás iría mejor, más tranquila, más confortable; al fin y al cabo, él parecía distinto a los demás, no sólo por su indumentaria, sino por el libro que portaba y que debía ser muy interesante, a juzgar por la forma en que lo leía. Y aunque ahora me parece una tontería, en aquel momento aún creía que un hombre al que le gusta leer es un hombre poco dado a los devaneos y al baboseo a que desgraciadamente estamos demasiado acostumbradas las mujeres con cierto atractivo físico.
Y claro, como somos animales de costumbres, la tarde siguiente ya procuré ocupar el mismo asiento de la víspera, y así todos los días, pues por suerte casi siempre lo hallaba vacío, y de esa forma podía ir más cómoda al disponer de cierta amplitud, porque me permitía incluso extender las piernas si me apetecía, sin que las rodillas chocasen contra el respaldo del asiento delantero. Y tampoco era un inconveniente quedar bajo la órbita visual del pasajero desconocido, que viajaba de espaldas a la marcha, y del que me separaba además la barrera invisible y tranquilizadora del pasillo. Él iba concentrado en su lectura y a mí no me molestaba para nada. De hecho, me fui acostumbrando a su presencia y comenzó a resultarme familiar encontrarlo cada tarde instalado en su butaca al subir yo al autobús. Y como a esa hora suele ir medio vacío, en muchas ocasiones teníamos la suerte de que ningún otro pasajero ocupase los asientos contiguos a los nuestros. Además, me empezaba a sentir a gusto estando cerca de él, y él también parecía alegrarse cuando yo llegaba. Y era inevitable que con el paso de los días nos atreviésemos a saludarnos, y para ello bastaba un leve arqueo de las cejas, una sonrisa esbozada o un tímido “hola”, apenas audible. Sin querer se iba creando entre ambos un extraño halo de simpatía, una inusual afinidad, como si ambos fuéramos conscientes de que éramos personas de otra clase respecto del resto de los viajeros.

La primera vez que percibí algo distinto en su mirada, no le di mayor importancia. Lo consideré más producto de la casualidad que un gesto malicioso; antes al contrario, permanecía impasible con el libro abierto entre sus manos, ajeno al mundo, como si no le interesase nada de lo que acontecía alrededor. La segunda vez, en cambio, ya me sentí como acosada, ofendida, con una mezcla de desconcierto y decepción, todo hay que decirlo. Nunca hubiera creído que un hombre tan correcto y amable fuese en el fondo uno más, que se acabara comportando como casi todos. Nada hacía presagiar en su aspecto externo que perteneciese a esa clase de individuos que se pasan las veinticuatro horas del día al acecho de una presa femenina. Y sin embargo, la manera de mirarme no dejaba lugar a dudas.
Sentí una especie de rabia interior y mi reacción lógica fue la de dar un ligero tirón de la falda hacia abajo para cubrirme todo lo posible. Y no sé cómo me aguanté las ganas de llorar. Pero, para comprobar una vez más que no estaba equivocada, entrecerré los ojos, espiándole con cautela, y él, lejos de desistir de su acoso, volvió a insistir con mucho disimulo, aunque no con lo bastante para que yo no me diese cuenta de nuevo. Así que ya no tuve ninguna duda de que se estaba dando una ración de vista a mi costa y de que lo del libro era una pura tapadera.
Inmediatamente me levanté y busqué otro asiento, dándole a entender que no estaba dispuesta a entrar en semejante juego. Y él ni se inmutó, por cierto.
Pasé el resto de la tarde bastante mal, descentrada en el trabajo y con la sensación de haber sido utilizada como un juguete sexual. Pero al día siguiente, tras un sueño reparador, la indignación de la víspera fue poco a poco dando paso a la conmiseración, y me dije que aquel pobre diablo en el fondo merecía otra oportunidad, y que no era justo que lo prejuzgase por unas cuantas miradas comprometedoras. Y hasta casi resultaba divertido comprobar que una mujer algo entrada en años como yo podía ser aún el blanco de las maniobras furtivas de un hombre. En cierta manera, más que para ofenderse, el incidente era para sentirse halagada. Reconozco que sigo teniendo unas pantorrillas y unos muslos bien moldeados, y el hecho de que el desconocido me lo confirmase de aquella forma me elevaba mucho la moral.
El caso es que aquella misma tarde, en lugar de dejar zanjado definitivamente el asunto poniéndome una ropa menos llamativa, o instalándome en otro asiento desde el que no le ofreciese una vista panorámica de mis muslos, o simplemente mezclándome con los viajeros de la parte de delante, volví al asiento de siempre en donde el hombre ya estaba esperándome, como si estuviera convencido de que iba a regresar. No le saludé, simplemente actué como si el día anterior nunca hubiera existido, dispuesta a darle una lección, a olvidarlo y a perdonarlo todo.
Y es que me daba rabia renunciar a esa especie de ceremonia que me unía cada tarde con el pasajero desconocido, del que por cierto apenas conozco nada, ni siquiera su nombre. Únicamente deduzco por la alianza que luce en su mano derecha que es un hombre casado. Claro que eso no significa gran cosa en estos tiempos; de hecho yo misma también estoy casada, y sin embargo nunca he tenido la sensación de estar haciendo nada sucio al participar de forma pasiva en los esparcimientos visuales de ese sujeto, ni me he planteado siquiera que este tira y afloja pueda llegar a traspasar la frontera de la fantasía ni representar por tanto una amenaza seria para mi matrimonio. Porque en realidad, nos limitamos a fingir; él que lee, yo, que no me doy cuenta de sus miradas, pero no hay obscenidad en sus gestos ni provocación en mi actitud. Más parece estudiarme como a una obra de arte que como a un objeto de deseo. Es como si estuviera admirando a la Venus de Milo o a una maja de Goya. Y en el fondo, sería necio negarlo, no me desagrada esa forma que tiene de demostrarme que le gusto.



Desde entonces, las tardes se desarrollan más o menos de la misma manera, con ligeras variantes según que haya o no más pasajeros por los alrededores. Yo me instalo en mi asiento, con los ojos cerrados (siempre guardo un resto de pudor aun cuando se trate de un puro entretenimiento) y él se recrea mirándome bajo la apariencia de estar leyendo su interminable novela. De cuando en cuando cambio de postura, cruzo las piernas, las estiro, hago como que busco algo por el suelo, o me acurruco sobre el asiento. Y sé que él me observa, sin necesidad de cruzar la mirada con la suya. Y no hablamos ni decimos nada.
Pero cómo explicar esa sensación de soledad y desamparo que me recorre cuando llegamos al destino final y hemos de apearnos del autobús y seguir cada cual nuestro camino; cómo describir la desazón que me causa el pensar que habrán de transcurrir casi otras veinticuatro horas hasta volver a verle. Cómo asimilar que durante toda mi jornada de trabajo, hasta las diez de la noche, su imagen me asalta y sus ojos clavados en mis muslos me salen al encuentro detrás de cada archivador, de cada fotocopiadora, detrás de cada puerta, incluso en cada tecla del ordenador.
Y qué decir de la desesperación que me invade cuando hago el trayecto de vuelta a la ciudad, ya prácticamente de noche, porque a esa hora no coincido con él y el ambiente que se respira en el autobús es en cambio completamente distinto. Por eso evito llegar hasta la parte trasera, para no asistir al triste espectáculo de unos tipos profanando nuestros asientos con sus ademanes groseros y vulgares. He de resignarme pues a derrumbarme en cualquier hueco libre y a ser una más entre la masa anónima de viajeros.
Tengo la sensación, además, de que el asunto se me está yendo de las manos a pasos agigantados. Porque no es normal que ahora cada mañana, al vestirme, escoja la ropa interior pensando en él, en la posibilidad de que un descuido por mi parte o una pierna demasiado separada de la otra contribuyan a que atisbe un instante su color y su diseño, o que me ponga perfume en las partes íntimas con la secreta esperanza de que en algún momento, quizá en algún viraje o un frenazo brusco, le lleguen sus suaves efluvios. Y porque no es normal que hoy viernes haya pedido el día libre en la oficina y sin embargo esté aquí, en mi asiento, como cualquier otra tarde, conteniendo la respiración, escuchando los latidos de mi corazón que parece querer salirse del pecho, esperando que el autobús llegue a nuestro destino para esta vez invitarle a tomar una copa en el café de la esquina y hacerle entrega a continuación de las llaves de mi reino.

© Juan Ballester

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