Pasó otra nubecilla, con salientes dispersos, y parecía enteramente la cara de un indio, con sus plumas y todo. La miró fijamente mientras cruzaba despacio ante sus ojos, y fue cambiando de forma apenas sin percibirse. Cuando ya se alejaba, escondiéndose entre los altos olmos, había desaparecido la supuesta nariz, y la frente había crecido. Inmediatamente apareció otra nube, esta vez enorme y ligeramente amoratada, con toda la apariencia de una vaca con largos cuernos, o quizá un toro embistiendo con gesto amenazador y furioso, dispuesto a descargar su fiereza contra las copas de los árboles que cortaban el paisaje.
Después aparecieron más nubes. El día se estaba estropeando un poco, y de cuando en cuando se nublaba un instante, para volver a continuación a brillar el sol. Ahora venían una serie de ellas muy parecidas, como enormes cabezas sin cuerpo flotando por la atmósfera. Como unas corrían más que otras, al llegar al final se fundían, desbaratando la imagen que unos segundos antes se formara, y en una ocasión una de detrás que alcanzaba a la de delante, quedó un momento unida a ella por un hilito, semejando las bocas de dos enamorados que rozasen sus labios...
Continuaron apareciendo nubes informes, al tiempo que el viento soplaba con mayor vigor por las calles y parques de la ciudad. Ahora se percibía un rumor de hojas agitándose en sus ramas, y un difuminadísimo batir de alas de los gorriones situados a cierta distancia, a su derecha. También, a lo lejos y como un incesante eco, llegaba el ruido de los motores de los coches y autobuses que recorrían la ciudad entera.

Se ocultó el sol una vez más, aunque la nube responsable de ello no aparecía aún a los ojos del hombre. Cuando llegó, cubría toda la extensión del cielo. Sus puntas eran blancuzcas y recordaban a las avanzadillas de los ejércitos reconociendo el terreno. Conforme avanzaba era más oscura, hasta llegar a un casi negro en el centro. Cuando parecía que iba a acabar de aparecer del todo, una segunda se le añadió por detrás, y era más grande y morada si cabe. El aire se había transformado, y una sensación de tristeza se apoderó del ambiente. La luz iba declinando merced al nubarrón que no terminaba de irse nunca, y de repente se dio cuenta de que ya no oía el rumor de los niños, ni olía a colonia ni a misa, ni los pájaros piaban. El viento arreciaba y era francamente molesto. Apenas sin percibirse comenzó a llover, primero gotas aisladas y después una refriega constante, y el hombre se quedó allí en el banco, empapándose, sin un alma alrededor y con el domingo estropeado definitivamente.
© Juan Ballester
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