jueves, 6 de octubre de 2011

La puerta sin llave

Aurelio, el médico de la familia, me había insistido en la necesidad de un cambio de aires, debido a mi precario estado de salud. Aunque en principio yo soy hombre de ciudad, acepté irme a pasar una breve temporada a las montañas, pues ese clima me vendría bien. Él había viajado mucho, era una de esas personas que tenía conocidos en todas partes, y por ese motivo me recomendó instalarme en casa de unos amigos suyos en un pequeño pueblo ubicado al pie mismo de la sierra. En principio debía ser un traslado provisional, por una temporada únicamente, de modo que prescindí de algunas cosas y llevé conmigo sólo lo más imprescindible: algo de ropa, media docena de libros, y una serie de utensilios necesarios para hacerme la vida más cómoda. Más tarde, pasados ya varios meses, tuve que volver a Madrid a buscar varias cosas más, ya que mi estancia allí se prolongó más de lo que cabía esperar.
La casa en donde me alojé pertenecía a una familia venida a menos, y estaba deshabitada debido a que sus dueños, contrariamente a lo que a mí me sucedía, se habían ido a vivir a la capital. Los padres, de bastante edad, se sentían remisos a viajar por su cuenta, por lo que en muy raras ocasiones pasaban ya por el pueblo, y las pocas veces que lo hacían era para un par de días o tres; los hijos, a su vez, preferían quedarse en Madrid, en donde ya tenían su vida hecha, que meterse en aquel pueblo sin interés ni alicientes para ellos.
Era una mansión de grandes dimensiones, de dos pisos, que carecía de algunas comodidades básicas, como por ejemplo teléfono o calefacción, aunque en general resultaba confortable, al menos en la planta baja, puesto que la parte superior al parecer apenas si estaba amueblada, incluso la escalera de acceso a la misma estaba interrumpida por una puerta cerrada con llave. Fue algo que me llamó la atención desde el primer día, la puerta que cortaba la escalera de modo tan violento. La dueña me aclaró que esa puerta tenía su correspondiente llave, como es natural, pero que se había perdido tiempo atrás, y como no utilizaban la parte de arriba, no se habían preocupado en cambiar la cerradura. A mí me pareció un desperdicio tener todo aquel espacio desocupado, con la de cientos de cosas que se podrían hacer allí; claro que, si la familia ya no quería vivir en la casa, era un poco tonto ponerse a hacer reformas o ampliaciones.
No hubo problemas a la hora de fijar el precio del alquiler, en parte porque ellos no estaban muy versados en rentas arrendaticias y en parte porque les interesaba tener alguien habitando la casa, era una forma de tenerla vigilada e incluso periódicamente limpia. En cuanto a las cosas de valor que pudiera haber allí, como Aurelio les había hablado ya de mí, tampoco hubo problemas, debí parecerles persona honrada y no se preocuparon más del tema.
Me dieron total libertad para utilizar toda la planta baja, y coloqué mis cosas en una de las habitaciones que daba a la parte de atrás, a un jardín un tanto abandonado. Era el dormitorio mejor de los tres que existían y, como pude comprobar más tarde, era el que utilizaban los dueños en las escasísimas veces que pasaban por el pueblo.
La tarde en que llegué, después de instalarme en mi nueva vivienda, salí a inspeccionar los alrededores, a conocer un poco el pueblo. Lucía el sol, ya en sus últimos coletazos antes de ocultarse tras los picos montañosos, y hacía bastante fresco. Por fortuna había traído ropa de invierno, aunque aún estábamos en octubre.
Pronto comprendí que la vida allí no iba a resultarme divertida, puesto que la población se encontraba demasiado aislada del mundo exterior; no tenían estación de tren y únicamente una vez cada dos días llegaba un autobús de los que hacen el recorrido por los pueblos vecinos. En cuanto a sus habitantes, eran fundamentalmente viejos de aspecto triste, sin duda demasiado apegados a su pasado para emigrar hacia lugares más civilizados. La mayor parte de las casas estaban deshabitadas, tan sólo en la taberna podía apreciarse cierta actividad. Allí pude comprar tabaco y departir con varios lugareños. Tuve la suerte de congeniar muy pronto con un hombre relativamente joven, llamado Marcos, que me informó acerca del pasado bastante floreciente de la comarca que contrastaba con la depresión en que actualmente parecía hallarse. Supe así que la mansión en la que me iba a alojar estaba edificada sobre lo que en tiempos fue la cárcel, hasta que un incendio la destruyó casi por completo y sobre ella se construyó la que ahora se veía. En realidad, sus propietarios habían tratado más de una vez de ponerla en venta, pero ya nadie quería comprar en sitios así, tan fríos y alejados de la civilización. Las casas que todavía se sostenían en pie también mostraban carteles en las que se ofrecían en alquiler o venta, aunque seguramente nunca llegarían a traspasarse, puesto que las presentaban un aspecto ruinoso, necesitaban grandes reformas interiormente, y las que estaban en aceptable estado tenían puesto un precio demasiado alto.
Volví a mi morada cuando ya había anochecido, y cené lo poco que la dueña me había preparado antes de marcharse. Estaba tan cansado que opté por acostarme temprano, ya tendría tiempo de sobra para instalarme más cómodamente y echar un vistazo al resto del caserón.
Dormí profundamente durante más de diez horas, y cuando desperté, me llamó la atención el silencio de aquel lugar. Vi a través de la ventana que el día se presentaba lluvioso, con grises nubarrones que cubrían todo el cielo. Empecé a añorar mi viejo hogar, la vida en la ciudad llena de vida, los ruidos de los coches que tan familiares me resultaban. No acababa de acostumbrarme a la quietud reinante a mi alrededor, a la tranquilidad que rezumaba cada rincón, al frío tan persistente que lo invadía todo. Encendí la chimenea para calentar el comedor, que era la habitación en la que yo pensaba pasar más tiempo, pues era la más confortable. Sobre la amplia mesa central extendí mis papeles que había traído en un portafolios, y elegí uno de los bocetos que todavía tenía a medio escribir. Como suelo hacer todas las mañanas al levantarme, estuve llenando folios por espacio de dos horas, si bien no acababa de concentrarme debido al cambio de ambiente. Mientras mi pluma se deslizaba por las hojas en blanco, con su peculiar sonido que tanto me relaja, me pareció oír encima de mí ruidos como de pisadas, que tenían que proceder necesariamente del piso superior, ése que permanecía cerrado desde tiempo atrás. Al principio no le di importancia, mas luego reparé en que allí no podía haber nadie, a no ser que fuera algún ratón o un pájaro. Estuve escuchando algunos minutos, y me pareció que debía tratarse de un animal más grande. Es probable que existiese una entrada a la planta de arriba por algún otro sitio distinto a la escalera cegada, tal vez un boquete en el tejado o una grieta en la pared. De modo que no le di más importancia de momento a aquel hecho; había venido a descansar, a curarme, y no me convenía buscarme preocupaciones innecesarias nada más llegar.

Pronto comenzó a llover, no con intensidad pero sí con persistencia. Se veía que no iba a parar en todo el día. Era una buena oportunidad para quedarme allí terminando el ensayo que últimamente me tenía un poco atascado. Arrimé la silla a la chimenea, para entrar en calor, mientras me atrevía a fumar un cigarrillo, pese a tenerlo prohibido por el médico. Cerré los ojos, dejándome envolver por el calorcillo del hogar. Entonces volví a oír los mismos pasos que un momento antes, pero esta vez más nítidamente si cabe, y me parecieron enteramente pasos de hombre, no de animales; pero claro, eso no podía ser, en la casa no había nadie más que yo y además la planta alta estaba desterrada por una puerta sin llave. Sin embargo, se oía perfectamente una especie de arrastrar de pies, deambulando a lo largo de toda la habitación. Llegué a pensar si allí se ocultaría alguien, de cuya existencia los dueños nada sabían, pero me pareció poco probable. De haber sido así, las únicas hipótesis verosímiles eran que se tratase de un prófugo, de un criminal huido de la justicia, o de un vagabundo. De cualquier forma, los sonidos eran reales, fuera quien fuera el morador de la planta alta, desconocía desde luego que yo me alojaba abajo. O tal vez sí lo sabía, tal vez había notado el calor subiendo por la chimenea. En cualquier caso, acabé por ponerme nervioso, por pensar nada más que en esos sonidos de origen desconocido.
A pesar de lo desapacible del tiempo, salí a la calle a comprar provisiones (en realidad y sobre todo, a escudriñar alguna posible vía alternativa que me permitiera llegarme hasta la planta de arriba de la casa). Compré pan, huevos y algunas bebidas en la tienda de ultramarinos, y casi sin dilación me encaminé de nuevo hacia el caserón y di la vuelta por el callejón de atrás hasta llegar al pequeño huertecillo que compartía el estado de abandono general en que se encontraba toda la finca. Desde allí tenía una panorámica más amplia del tejado de la casa, pero no pude apreciar hundimientos ni resquicios importantes. Tal vez desde el edificio colindante existiera algún pasadizo o vía de comunicación, aunque tampoco vivía nadie en ella; en apariencia pues todo estaba en orden.
Volví a la entrada principal. Nada más dejar las provisiones en la despensa, enfilé por la vieja escalera hasta llegar a la puerta que bruscamente interrumpía la ascensión, y pegué la oreja a la pared en busca de algún indicio sonoro. Pero el silencio era impresionante, sólo se truncaba por el leve rumor del agua al caer contra el tejado. El hueco de la cerradura se encontraba cegado por una amalgama de yeso y trapos, como si hubiera sido sellada la puerta a propósito, para que nadie la abriera jamás. La única posibilidad era tirarla abajo, pero para ello se necesitaban herramientas que yo no tenía allí.
Estudié la distribución de la casa y esbocé un pequeño plano de cómo debía ser la parte superior. Los días sucesivos, aprovechando los escasos ratos en que no llovía, estuve analizando el edificio por su parte exterior, y pude comprobar que el piso alto tenía muy pocas ventanas, y todas ellas cegadas con maderas, de modo que por allí me sería imposible siquiera intentar penetrar en el interior. Busqué en el sótano materiales que me permitieran acceder al piso alto de alguna manera, actividad ésta que había empezado a obsesionarme hasta el punto de que el cuarto día, en vista de que seguía oyendo los extraños pasos, abandoné todo proyecto de escribir y me dediqué de lleno a organizar un plan de asalto. Reconozco que siempre he sido muy curioso, y si hay algo que no soporto es no poder abrir las puertas o los cajones cerrados; tengo la manía de querer fisgonear en todas partes, y aquella puerta constituía para mí una tentación demasiado fuerte como para resistirme. Me extrañaba muchísimo el modo en que la parte de arriba del caserón estaba incomunicada del resto. Según la explicación de la dueña, la razón por la que permanecía así era la pérdida de la llave, pero ello no explicaba desde luego la presencia de ese extraño muro separador. Todo hacía suponer que se había alzado para ocultar algo, para olvidarse de algo, y ese algo es lo que yo estaba deseoso por descubrir.
Se me ocurrió la idea de ir a hablar con los habitantes del pueblo, ahora que ya me conocían un poco. Quizá alguno pudiera darme algún indicio de por qué estaba clausurada la mitad de la casa, o quién podría estar viviendo allí en tales condiciones. Inicié unas tímidas y discretas pesquisas, pero con cautela, no quería que pensaran que yo era un entrometido, o que mis actividades llegasen a oídos de los propietarios del inmueble. Además, podría resultar que nadie supiera nada y me tomasen por loco o qué sé yo.
La verdad es que apenas pude obtener ningún dato esclarecedor. En fin, el invierno prometía ser largo y ya habría ocasión de averiguar algo. Los días fueron pasando, con una climatología más bien adversa, aunque noté que mi salud mejoraba sensiblemente. De cuando en cuando lograba una mínima concentración y conseguía escribir algunas páginas, pero era mucho menos de lo que sería de desear. A veces transcurría un día entero sin oír los incomprensibles ruidos de la planta de arriba, pero no por ello se me quitaba la obsesión de la cabeza. A menudo contaba los pasos, trataba de adivinar la trayectoria del desconocido que se ocultaba arriba. Quien quiera que fuese, se movía en diagonal por la habitación, e invertía en ello catorce pasos cortos en un tiempo de medio minuto. No podían ser ratones, ni perros, ni otra clase de animales; eran demasiado regulares, demasiado exactos. Entonces, cuando mi curiosidad y mi desesperación llegaban al límite (y mi miedo también, por qué negarlo), me acercaba con mucho sigilo al pie de la escalera y subía los pocos peldaños que me separaban de la puerta, acercaba mi oído hasta ella y ... nada, ya no se escuchaba nada, todo volvía a estar en orden.
Debo admitir que trascurridas las primeras semanas en el sórdido pueblecito, toda mi atención e interés se concentró en el inexplicable fenómeno que se desarrollaba en el ático. La gente no parecía querer aludir a lo que allí podría suceder, y yo no quería insistirles por si acaso. Resolví coger el coche y volver a Madrid, donde podría comprar algunas cosas con las que poder tirar la puerta abajo, y de paso aprovecharía para pasar por mi piso y traerme libros y útiles de cocina. Lamentablemente no pude sacar el coche del garaje, al parecer había un problema con la batería y no pude arrancarlo. ¡Era increíble que me sucediese una cosa semejante!. Menos mal que Marcos me prestó unas pinzas y entre los dos conseguimos ponerlo en funcionamiento.
Pasé por Madrid, y aproveché la ocasión para saludar a Aurelio y contarle los extraños acontecimientos que parecían tener lugar en la planta abandonada de la casa de campo y mis intenciones al respecto. No prestó mucha atención a mi historia, y en cambio me reprochó que estas preocupaciones suplementarias no habían contribuido en nada a mejorar mi salud, por lo que me mandó seguir el tratamiento y que me dedicara a reposar de verdad en el clima de las montañas, si no quería agravar mi enfermedad. Por lo único que me alegré fue por poder seguir adelante mi investigación, pues me moría de ganas por saber qué pasaba en aquella habitación.
Antes de ponerme en camino de nuevo, pensé en hacer una visita a los dueños de la casa, exponerles la situación, pedirles incluso permiso para adentrarme en la parte clausurada del edificio, pero finalmente me dije que a lo mejor se lo tomaban a mal, ya que no dejaba de ser una curiosidad por mi parte y tampoco tenía suficiente confianza con ellos. Además, cabía dentro de lo posible que hubiera realmente un misterio y que quisieran mantenerlo oculto por algún motivo.
Estuve de vuelta a los dos días de mi partida. Había hecho acopio de mantas, libros y material de albañilería. Apenas entré, concentré mi atención tratando de percibir algún ruido extraño en la habitación de arriba, pero el silencio era absoluto. Tal vez el intruso estaba durmiendo en ese momento, o permanecia inmóvil en algún punto de la misma (no sabía si existían muebles o sillas allí). Como ya era tarde y estaba cansado del viaje, opté por acostarme.
Amaneció un día relativamente agradable, con ratos en que salía el sol. Mi idea era comenzar la tarea en cuanto fuese posible. No era descabellado ir provisto de un cuchillo para el caso de que encontrase a alguien alojado allí, pues nunca se sabe. Además, como tenía que echar la puerta abajo, eso pondría en aviso al inquilino.
Por fortuna reparé en un detalle elemental del que hasta entonces no había vuelto a acordarme. Se trataba del edificio colindante, que también estaba deshabitado. Antes de liarme a golpetazos era conveniente examinarlo, no fuera a ser que me permitiera acceder a mi objetivo de forma más discreta. Así que hice indagaciones para enterarme de quién tenía la llave. Con la excusa de estar interesado en su compra, Marcos me puso en contacto con la persona que estaba encargada de la llave, pero hube de hacer la inspección acompañado de aquel hombre parco en palabras y en absoluto simpático.
La visita no pudo ser más satisfactoria. En seguida advertí que la planta alta estaba comunicada con la casa en la que yo me alojaba mediante una especie de ventana, ubicada a unos cincuenta centímetros del suelo, lo suficientemente grande como para permitir el paso de una persona. Estaba cegada por un único tablón de madera, y su grosor era aproximadamente igual al de la puerta que había pensado derribar. Me di cuenta de que estaba previsto que se pudiera abrir, puesto que estaba provista de bisagras y protegida por un candado, y lo más curioso es que parecía de construcción reciente. Le pregunté al hombre a dónde conducía aquella puerta, y me dijo que a la otra vivienda, pero que hacía años que no se utilizaba. Sin embargo, me pareció que la madera estaba en perfecto estado y desde luego no presentaba rastros de telarañas o carcoma, como las otras.
De esta visita saqué una serie de conclusiones. Ya no me cabía duda de que alguien se alojaba allí, y de que entraba y salía por esa otra puerta, es decir, que poseía un juego de llaves de la casa de al lado. Y además, si no quería delatar su presencia, debía hacerlo a unas horas en que no pudiera ser visto, es decir, de noche. Pero se me antojaba muy difícil que alguien pudiera mantenerse oculto allí de esa forma sin que nadie lo hubiera advertido, sin dejar indicios de su presencia, y sobre todo, se me escapaba el motivo para comportarse así.
En realidad estaba casi como al principio. En cualquier caso, había que echar abajo una de las dos puertas y lo más fácil era hacerlo por la única a la que yo tenía acceso, con la desventaja de que cuando el sujeto me oyese hacer ruido podría fugarse tranquilamente por el otro lado. Tal vez era el momento de pedir ayuda a Marcos, o a cualquier otro del pueblo, para que vigilasen la entrada a la otra casa mientras yo descerrajaba la puerta.
Sin embargo, debía justificar primeramente la necesidad de aquella maniobra, y lo cierto es que desde mi retorno al pueblo no había vuelto a oír las misteriosas pisadas en la habitación de arriba. Probablemente el ocupante ya no estaba allí, aunque sin duda volvería. Además, era una cuestión de amor propio, y si no encontraba colaboración actuaría solo.
Me costó decidirme a abordar el tema. No sabía cómo plantearlo, de forma que opté por lo más sencillo, invitarle a tomar una cerveza en casa. Hablamos de asuntos diversos: mi salud, los problemas de los agricultores, el éxodo rural, y aproveché para comentar lo desperdiciadas que estaban estas enormes mansiones. Le recordé mi intención de quedarme a vivir allí para siempre, en parte por mi salud y en parte porque estaba empezando a acostumbrarme a la tranquilidad del lugar, y le pregunté si los actuales propietarios estarían dispuestos a venderme la casa, que dicho sea de paso era con diferencia la mejor del pueblo.
En fin, cuando ya se marchaba, en el umbral de la puerta de donde arrancaba la dichosa escalera, le propuse que me ayudase a resolver el problema de la llave. Quería conocer el resto de las habitaciones y era una pena que por culpa de una circunstancia tan absurda todo aquello siguiese abandonado a las inclemencias del tiempo. Pero no le dije nada acerca de mi descubrimiento ni de mis verdaderas intenciones, hasta ver qué pasaba.
No es que se negara en rotundo, pero sí me disuadió de la idea, puesto que no se podía derribar un tabique sin el consentimiento de los dueños, y además me aseguró que no merecía la pena puesto que allí no había nada de interés, ni muebles ni siquiera paredes. Noté sin embargo en sus palabras un tono de preocupación. No tuve más remedio que hacerle partícipe de mis sospechas de que allí se alojaba alguien, y me miró como si estuviera tratando con un loco o algo así.
En fin, dos días más tarde me sorprendieron de nuevo los pasos recorriendo la planta superior. Era la primera vez que los oía desde mi regreso, y se me ocurrió salir a la calle y tratar de penetrar en la vivienda colindante, o cuando menos vigilar tratando de distinguir alguna luz o sorprender al malhechor cuando saliese de allí. Pude haber llamado a algún vecino para que fuese testigo de la intromisión, pero tenía la impresión de que nadie me creería. Intenté forzar la puerta exterior, pero estaba cerrada con cerrojo, y todas las ventanas de la planta baja estaban protegidas por rejas. Entonces tuve una especie de inspiración, y recordé las palabras de Marcos: que en la parte de arriba no había nada de interés, ni muebles siquiera, pero obviamente él no podía saber eso a no ser que lo hubiera constatado personalmente.
Fui a buscarle, o mejor dicho a esperarle agazapado detrás de un nogal, cerca de donde él vivía. Transcurrió una media hora durante la cual el frío y la humedad hicieron mella en mi organismo, pero al fin le vi acercarse y perderse en la oscuridad de la noche. Sentí una especie de convulsión nerviosa ahora que sabía quién era el causante de los ruidos, aunque no alcanzaba a entender por qué se comportaba así.
Lógicamente debía haberse hecho con un juego de llaves de la otra casa, y me vinieron cientos de dudas y de preguntas a la cabeza tratando de comprender qué podía haber de interés para Marcos en aquel agujero, a qué actividades ilícitas se dedicaba por las noches. Esto explicaba en parte la impunidad con la que actuaba, sólo tenía que preocuparse de que no le vieran entrar o salir.
A partir de ese momento, mis investigaciones tomaron unos derroteros completamente diferentes e insospechados. Cuando volví a encontrarme con Marcos, fingí no estar al corriente de sus maquinaciones, e incluso le insistí un par de veces para que me ayudara en mi propósito, pues le hice saber que se habían repetido los extraños pasos en los últimos días.
Mientras tanto, hice una corta escapada hasta la cabeza del partido judicial para pedir información sobre la situación registral de la otra finca, y me encontré con una bomba de relojería. ¡La casa pertenecía a Aurelio!
Empezaba a ver claro el embrollo. Probablemente Marcos seguía instrucciones de mi médico. La verdad es que Aurelio siempre había dado a mi enfermedad más importancia de la que realmente tenía, y me había insistido muchísimo en que me desplazase precisamente hasta ese pueblo. Pero entonces, ¿por qué no brindarme su propia casa, por qué hacer que me instalara en la de sus vecinos? Bien es cierto que esta última resultaba más confortable, pero al menos me podía haber explicado que era el propietario de la otra.
Decidí volver a Madrid y hacerle una visita mitad profesional mitad de amistad, pero al arrancar el coche en el garaje vi que estaba averiado de nuevo y no precisamente a causa de la batería, puesto que la había cambiado en mi anterior paso por la capital. Esto debía ser obra de Marcos. ¡Así que estaba tratando de dejarme aislado en el pueblo!
Bien, en cualquier caso podía tomar la camioneta al día siguiente, pero debía andarme con cuidado porque tenía un enemigo peligroso dispuesto a todo, que seguramente se había dado cuenta de mis descubrimientos. Por eso me sorprendió cuando me propuso ayudarme a abrir la ya no tan misteriosa puerta al final de la escalera. Lo cierto es que sólo en parte me interesaba aún entrar allí, pero no desaproveché su ofrecimiento y nos pusimos manos a la obra esa misma tarde. Utilizamos dos palanquetas de hierro e hicimos saltar la cerradura, con ciudado para no astillar la madera.
El interior estaba muy oscuro, demasiado sin duda. Aunque Marcos entró delante mío, con una linterna, intuí que me acechaba un gran peligro, pero ya era tarde. Sentí un fuerte golpe en la cabeza y me desmoroné hasta el suelo.
Cuando desperté, había un candil encendido iluminando tímidamente la habitación, que parecía de descomunales proporciones. Estaba amordazado y atado a una silla, y pude ver a Marcos maniobrando junto a la puerta. Pero lo que me dejó aterrado fue la presencia de Aurelio apenas a tres metros de mí, de pie, mirándome fijamente con su sonrisa malévola, con su cara de lunático en la que jamás antes había reparado.
Me confesó que llevaba mucho tiempo esperando una oportunidad, y por fin me tenía en su poder. Después me explicó con pelos y señales todas sus intrigas para hacerme desaparecer por las buenas o por las malas. El principal objetivo era que me volviera loco en aquel caserón. Como conocía perfectamente la existencia de aquel curioso desván, que sabe Dios cuándo se volvería a utilizar, la idea era encerrarme allí, contando para ello con la inestimable ayuda de Marcos, quien por lo visto era su socio. Conseguir que me alojara en la casa no tuvo dificultad, y una vez instalado, había que provocar mi desconcierto con un repertorio de ruidos; luego, atraer mi curiosidad hacia aquellas habitaciones, envolviendo los hechos en una aureola de misterio; más tarde, conociendo mi testarudez y mi afición por los fenómenos sobrenaturales, hacerme persistir en mi empeño a toda costa, para lo cual nada mejor que minimizar los hechos; por último, permitirme averiguar parte de la verdad para no desanimarme, para que me sintiera seguro de mí mismo. Y aunque hubiera fracasado en su intento de hacerme desaparecer, nadie le podría acusar de nada, puesto que todos los indicios apuntaban a alucinaciones mías, y siempre le quedaría el recurso de extender un certificado para acreditar mi enajenación mental.
Me enteré de que me odiaba desde el día en que le puse en ridículo delante de su entonces novia, con la que luego me casé y que Dios tenga en la gloria. Y comprendí que el verdadero loco era Aurelio, cuando me hizo saber que pensaba dejarme allí por el resto de mis días, hasta que muriera de inanición.
Lo último que recuerdo es su risa perdiéndose escaleras abajo después de haber atrancado convenientemente la puerta sin llave, y el ruido del motor de mi coche alejándose por la carretera.

© Juan Ballester

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