jueves, 17 de noviembre de 2011

Historia del hombre que se murió antes de tiempo

Simón Ortega salió de su domicilio a las siete en punto, como todos los días. Se dirigió a la parada del autobús, bastante concurrida a causa de los atascos. Para hacer más corta la espera anduvo unos pasos hasta el quiosco (bueno, allí ponía "kiosco" pero me gusta más quiosco) de la esquina y compró un periódico. Empezó a pasar las páginas sin ningún interés, en espera solamente de encontrar alguna noticia fuera de lo corriente, pero es tan difícil ... Los diarios siempre cuentan lo mismo: que si huelgas en tal o cual sector, que si suben no sé cuántos precios, que si hay guerras aquí o allá ... Todo resulta tan rutinario que nadie le presta demasiada atención. Él buscaba un hecho extraordinario de verdad, como por ejemplo que ganase su equipo de fútbol favorito, que un perro apareciese subido en un tejado, que dimitiese el Gobierno en bloque ... , mas no tenía mucha fe en hallar informaciones de esa clase.
Pero, ¡oh, destino!, no se sabe bien si por ventura o por desgracia, encontró lo que quería. Fue casi al final del periódico, cuando prácticamente se disponía a cerrarlo con desencanto. Lo leyó como una ráfaga, pues el autobús ya llegaba. Pagó el billete con rapidez y ocupó uno de les pocos asientos todavía vacíos. Allí tuvo tiempo de leerlo nuevamente con más tranquilidad.
Nada más comprobar que era cierto, una fuerte indignación le invadió, acompañada de escalofríos y malestar general. Releyó la noticia otra vez para que no quedasen dudas: su nombre aparecía en una de las esquelas que llenaban la página. Era inaudito, pero cierto. No podía haber otro con esos apellidos, pero ... ¿cómo podían haber cometido un error tan grave? Desde luego, era para ponerles una denuncia.
De momento se limitó a bajar del autobús, pues se acercaba ya a su punto de destino. Una vez en tierra firme, entró en el bar donde trabajaba y donde sonaban ya los primeros vasos contra la pila y las primeras tazas de café contra el platillo. Con el periódico bajo el brazo, fue a hablar con su jefe, exponiéndole el caso y pidiendo autorización para telefonear a los editores de aquella absurda nota necrológica.
Telefoneó, y una señorita descolgó el auricular al otro lado del hilo. Simón pidió que le pusiese con algún pez gordo para que le aclarase el malentendido. El pez gordo resultó ser una vulgar sardina, y encima tardó un rato en atenderle ...

Tras algunos minutos de peloteo telefónico de un despacho a otro, de un redactor a un linotipista, de información a publicidad, de la sección de deportes a anuncios por palabras, logró al fin hablar con la persona adecuada. Explicó un poco aturulladamente lo que sucedía y les exigió que en el número del día siguiente se incluyera una nota aclaratoria, y tras ponerles verdes tanto a la publicación en general como a su interlocutor en particular, colgó.
El resto de la mañana estuvo comentando lo sucedido con los otros camareros y con el público, despotricando de la prensa y en concreto del periodicucho que tenía en sus manos. Todos le daban la razón, como es natural, e incluso algunos prometieron no volver a adquirir jamás ese diario.
La noticia se extendía como un reguero de pólvora, y entraban a montones al bar para escuchar al camarero relatar con pelos y señales cuanto había acontecido. Ello sirvió para que, de paso, el dueño del establecimiento hiciese un buen negocio esa mañana sirviendo cafés y cañas de cerveza. Simón, con su documento de identidad en la mano, demostraba a los presentes que era él quien figuraba en la nota necrológica.
Cuando amaneció el nuevo día, Simón y muchos otros amigos y curiosos compraron por última vez el diario sólo con la finalidad de saber si se rectificaba la información del día anterior, y con satisfacción comprobaron que sí. La dirección del periódico se excusaba con don Simón Ortega Palacios, ya que había publicado una esquela con su nombre mal escrito por error, y esta vez lo escribían correctamente, con el acento en la o, como debe ser.

Aquella rectificación le dejo en principio satisfecho, como si hubiera ganado una importante batalla. No obstante, por culpa del mencionado incidente, el diario empezó a perder prestigio, lectores e, inevitablemente, ganancias. La verdad es que la historia se había divulgado por toda la ciudad e incluso más allá. El periódico no tardó en verse abocado a cerrar, y como último recurso, decidieron demandar a Simón como causante de sus pérdidas y de su impopularidad.
El juicio tardó algunos meses en celebrarse. Simón había solicitado los servicios de un abogado que fuera competente y avispado, y no sé quién tuvo la brillante idea de designarme a mí para su defensa. No es de extrañar que terminara como terminó. El periódico, por su parte, actuó con su letrado habitual.
Comenzó el juicio y ciertamente concluyó con rapidez. El juez, tras escuchar el resumen de hechos alegados, dio por finalizada la vista sin indagar más sobre el tema. Estimaba su señoría que las esquelas, al llevar el nombre del fallecido completamente en letras mayúsculas, no tenían necesidad de colocar los acentos, y que por tanto la reclamación de Simón carecía de fundamento. También señaló que el periódico había actuado con cierta negligencia al publicar el óbito de una persona viva, aconsejándoles para el futuro mayor cuidado con este tipo de informaciones. y cuando llegó al fallo (fallo garrafal, por cierto) sentenció lo siguiente: se condenaba a Simón a cumplir la voluntad de la esquela y por tanto a morirse, ya que se consideraba que el error no había provenido del periódico, sino más bien de Simón, que debería haberse muerto cuando figuraba en la reseña del diario. Respecto a éste, se le negó la indemnización que solicitaba, con lo que su impopularidad se prolongó hasta años después.
Simón fue recluido para el resto de sus días en una celda fría, a cambio de conservar una vida que ya no le pertenecía. A decir verdad, de poco le sirvió el indulto que se le concedió, puesto que se suicidó no mucho después.
Y lo más curioso es que al día siguiente a su suicidio, el mismo periódico publicó la noticia e insertó una esquela con la primitiva fecha, es decir, como si se hubiese muerto dos años antes. Aún conservo en mi poder sendos recortes en un cajón de mi escritorio, y todo el que tenga interés en verlos puede pasarse por mi despacho de cuatro a siete, previa petición de hora.

© Juan Ballester

No hay comentarios:

Publicar un comentario