Probablemente su subconsciente le había empezado a mandar mensajes desde primera hora del día, porque sin haberlo premeditado y a la vez sin hacer nada para evitarlo, se fue acercando hacia ese misterioso garito que tantas veces había visto desde el autobús cuando se dirigía al trabajo. Siempre le había llamado la atención por su atmósfera desoladora y sus rótulos luminosos de color rojo que se encendían y apagaban con gran rapidez. Pero nunca hasta entonces se había atrevido a entrar allí, unas veces por falta de tiempo, y otras debido a los prejuicios sociales. Se hubiera muerto de vergüenza sólo de pensar que algún conocido pudiera reconocerle. Y no digamos lo que podría perjudicar a su posición y categoría social el verse sorprendido frecuentando esa clase de sitios. Era como una humillación para él, como colocarse un cartelito para el resto de su vida, soportando las burlas y críticas de sus compañeros.
El hombre de los zapatos sucios se acercó esta vez andando. Realmente no estaba decidido del todo, pero ya su mente había empezado a imaginar toda clase de fantasías. En cualquier caso, tenía derecho a conocer esos lugares para poder opinar sobre ellos con conocimiento de causa. Además, como la tarde se presentaba tan desapacible, allí estaría calentito.
Se estaba aproximando al lugar, caminando muy despacio, como si aún le quedara alguna duda. Su obsesión seguía siendo pasar desapercibido, no encontrarse con nadie que pudiera después reconocerle. Al fin se plantó ante la entrada, y justamente al llegar al oscuro pasadizo, débilmente iluminado por dos hileras de luces rojas a ras de suelo, dio un giro de noventa grados y se internó en ese laberinto fascinante y desconocido. Había tenido suerte, porque el lugar estaba situado junto a la parada del autobús y por tanto siempre lleno de gente, pero afortunadamente el autobús acababa de llegar y nadie se había fijado en su maniobra.

La verdad es que su corazón le latía un poco más aprisa de lo acostumbrado. Aquello era relativamente nuevo para él, aunque por supuesto había oído hablar en algunos medios de comunicación y reportajes televisivos de la clase de distracciones que se podían encontrar en ese peculiar supermercado. Lo primero fue familiarizarse con la dinámica y el funcionamiento de las diferentes ofertas. Jamás hubiera pensado la gran variedad de atracciones que se le ofrecían: desde cabinas individuales en donde se proyectaban cerca de ochenta películas diferentes, hasta espectáculos en vivo a los que se asistía desde reducidos habitáculos provistos del correspondiente cristal, pasando por conversaciones vis a vis con hombres o mujeres, según los gustos, eso sí, siempre protegidos por fuertes medidas de seguridad. Y no digamos nada de la tienda, en donde se podía encontrar una increíble gama de videos, libros, revistas y accesorios de todo tipo, siempre con llamativas ilustraciones para atraer la atención del visitante.
Por supuesto, había que pagar para disfrutar de todo eso, y hasta existía un empleado que facilitaba monedas a los clientes que no llevaban suelto. También un servicio de megafonía iba anunciando el horario previsto para determinadas actividades que allí se desarrollaban.
El hombre de los zapatos sucios, luego de dar un par de vueltas de reconocimiento, decidió penetrar en una cabina de proyección. Introdujo un par de monedas en la ranura y de inmediato se puso en funcionamiento una pantalla que ocupaba toda la parte frontal del reducido compartimento. Además, con sólo pulsar un botón podía seleccionar el título o el canal que más le apeteciese. Y es que, a decir verdad, todos ellos prácticamente le resultaban muy interesantes e instructivos. La lástima era que las monedas duraban muy poco, de forma que en seguida se le acabaron las que había traído. De todas formas, prefería probar otros entretenimientos, de modo que salió al vestíbulo y se hizo con una buena provisión de calderilla para no tener que estar constantemente yendo y viniendo.
Se introdujo en otra cabina, desde donde podía asistir, una vez hecho efectivo el correspondiente importe, a un número en directo, con personas de carne y hueso que se arremolinaban en torno a una plataforma giratoria. Desde su punto de observación, cómodamente sentado en una butaca, podía contemplar el desarrollo y las evoluciones de los protagonistas, que danzaban al son de la música. Pero lamentablemente el negocio estaba tan bien planteado, que siempre se bajaba el teloncillo de terciopelo en el momento cumbre de la representación, con lo que se perdía el final, a no ser que volviese a echar más monedas en esa especie de contador.
Quizá le convenía tomarse las cosas con más calma. No tenía prisa en absoluto, y estaba tan a gusto allí que le apetecía quedarse todo el tiempo que hiciera falta. En una esquina vio el letrero que indicaba el camino hacia el bar. Sí, se tomaría algo tranquilamente.
Había que bajar una planta. Las escaleras estaban adornadas con hermosas láminas de una gran belleza plástica, y la música ambiental invitaba a relajarse y a dejarse envolver. Una vez en el piso inferior, se acercó a la barra y pidió una cerveza. Le decepcionó bastante encontrar el lugar tan vacío, pero la camarera le informó de que todavía era muy pronto, y que cuando realmente aquello comenzaba a animarse era a partir de las diez de la noche, en que se podía mantener incluso contacto directo con el personal de la casa, por supuesto invitándoles a su consumición. También de madrugada se realizaban diversos espectáculos, aunque en ese caso la copa tenía un suplemento.
- Es preciosa esta música - comentó, mientras daba algunos tragos de su cerveza.
- ¿Verdad que sí? - respondió la empleada -. Es de Vivaldi.
¡Ah, Vivaldi! Había oído hablar de él en alguna ocasión, pero no se lo imaginaba así.
- ¿Y las fotografías de la escalera?
- ¿Le gustan? Son reproducciones de pintores franceses del siglo diecinueve: Monet, Pissarro, Renoir ...
El hombre de los zapatos sucios echó un vistazo a su reloj. Aún era muy pronto. Apenas había tres o cuatro clientes más desperdigados por el bar, casi siempre aprovechando los lugares en penumbra. Le llamó la atención sobre todo el aspecto tan extraño de esos tipos, aunque seguramente ellos pensarían lo mismo de él. Todos parecían ser Robinsones en una isla, personajes solitarios y desconfiados. En general, esa clase de tipos preferían no encontrarse con nadie, por miedo a ser reconocidos, a que alguien quisiera investigar dónde vivían y a qué se dedicaban, aparte de sus vergonzantes aficiones.
La señorita que le había atendido volvió a sus ocupaciones, así que apuró su bebida y regresó a la planta superior. Esta vez decidió probar con una videoconferencia. Miró el folleto informativo: Había para elegir entre el teatro de O'Neill, la España de los Austrias o el art decó.
- Esto de O'Neill puede resultar interesante-, se dijo, mientras se sumía furtivamente en la oscuridad de la reducida cabina.
Por supuesto, había que pagar para disfrutar de todo eso, y hasta existía un empleado que facilitaba monedas a los clientes que no llevaban suelto. También un servicio de megafonía iba anunciando el horario previsto para determinadas actividades que allí se desarrollaban.
El hombre de los zapatos sucios, luego de dar un par de vueltas de reconocimiento, decidió penetrar en una cabina de proyección. Introdujo un par de monedas en la ranura y de inmediato se puso en funcionamiento una pantalla que ocupaba toda la parte frontal del reducido compartimento. Además, con sólo pulsar un botón podía seleccionar el título o el canal que más le apeteciese. Y es que, a decir verdad, todos ellos prácticamente le resultaban muy interesantes e instructivos. La lástima era que las monedas duraban muy poco, de forma que en seguida se le acabaron las que había traído. De todas formas, prefería probar otros entretenimientos, de modo que salió al vestíbulo y se hizo con una buena provisión de calderilla para no tener que estar constantemente yendo y viniendo.
Se introdujo en otra cabina, desde donde podía asistir, una vez hecho efectivo el correspondiente importe, a un número en directo, con personas de carne y hueso que se arremolinaban en torno a una plataforma giratoria. Desde su punto de observación, cómodamente sentado en una butaca, podía contemplar el desarrollo y las evoluciones de los protagonistas, que danzaban al son de la música. Pero lamentablemente el negocio estaba tan bien planteado, que siempre se bajaba el teloncillo de terciopelo en el momento cumbre de la representación, con lo que se perdía el final, a no ser que volviese a echar más monedas en esa especie de contador.
Quizá le convenía tomarse las cosas con más calma. No tenía prisa en absoluto, y estaba tan a gusto allí que le apetecía quedarse todo el tiempo que hiciera falta. En una esquina vio el letrero que indicaba el camino hacia el bar. Sí, se tomaría algo tranquilamente.
Había que bajar una planta. Las escaleras estaban adornadas con hermosas láminas de una gran belleza plástica, y la música ambiental invitaba a relajarse y a dejarse envolver. Una vez en el piso inferior, se acercó a la barra y pidió una cerveza. Le decepcionó bastante encontrar el lugar tan vacío, pero la camarera le informó de que todavía era muy pronto, y que cuando realmente aquello comenzaba a animarse era a partir de las diez de la noche, en que se podía mantener incluso contacto directo con el personal de la casa, por supuesto invitándoles a su consumición. También de madrugada se realizaban diversos espectáculos, aunque en ese caso la copa tenía un suplemento.
- Es preciosa esta música - comentó, mientras daba algunos tragos de su cerveza.
- ¿Verdad que sí? - respondió la empleada -. Es de Vivaldi.
¡Ah, Vivaldi! Había oído hablar de él en alguna ocasión, pero no se lo imaginaba así.
- ¿Y las fotografías de la escalera?
- ¿Le gustan? Son reproducciones de pintores franceses del siglo diecinueve: Monet, Pissarro, Renoir ...
El hombre de los zapatos sucios echó un vistazo a su reloj. Aún era muy pronto. Apenas había tres o cuatro clientes más desperdigados por el bar, casi siempre aprovechando los lugares en penumbra. Le llamó la atención sobre todo el aspecto tan extraño de esos tipos, aunque seguramente ellos pensarían lo mismo de él. Todos parecían ser Robinsones en una isla, personajes solitarios y desconfiados. En general, esa clase de tipos preferían no encontrarse con nadie, por miedo a ser reconocidos, a que alguien quisiera investigar dónde vivían y a qué se dedicaban, aparte de sus vergonzantes aficiones.
La señorita que le había atendido volvió a sus ocupaciones, así que apuró su bebida y regresó a la planta superior. Esta vez decidió probar con una videoconferencia. Miró el folleto informativo: Había para elegir entre el teatro de O'Neill, la España de los Austrias o el art decó.
- Esto de O'Neill puede resultar interesante-, se dijo, mientras se sumía furtivamente en la oscuridad de la reducida cabina.
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