jueves, 13 de enero de 2011

El crimen de la calle Maldonado

Que me calme, dice este hombre. Sí, claro, que me calme. Qué sabrá él, Dios mío, qué va a saber nadie lo que acabo de hacer. Qué va a saber nadie que acabo de matarlo, que su cadáver yace boca arriba en el suelo de la cocina, con un tajo en medio de la cabeza. Y por si fuera poco, esos ojos vacíos, abiertos, mirándome, acusándome sin palabras…
Yo no sé qué va a ser de mí ahora, Dios mío, yo no sé. No sé si llamar a las autoridades y confesarlo todo o esperar a que llegue mi marido. Él es una persona prudente y no pierde la calma fácilmente; seguro que sabrá perfectamente lo que debemos hacer. Es preciso no equivocarse de nuevo, no complicarlo todavía más.
Que me calme, dice ese hombre. Muy fácil, ¿verdad? Pero la angustia nadie me la puede quitar, el remordimiento es algo que me acompañará mucho tiempo, quizá para el resto de mi vida… Y yo sin poder llamar a Mario, no tiene cobertura o tiene descargada la batería o Dios sabe lo que sucede con su móvil. Y ni por asomo se me ocurriría poner un pie en casa en estas condiciones sin estar él conmigo, con ese muerto dentro. Y son las once, Dios mío, las once, y Mario no suele llegar hasta las tres… Que me calme, dice el camarero, Dios, que me calme, que le cuente, que si me puede ayudar en algo. No, no quiero nada, no necesito nada, si acaso me vendría bien un vaso de agua, o una tila…, pero es que por si fuera poca la desgracia no llevo un duro encima, si con el pánico que me ha invadido he salido de casa sólo con el móvil que llevaba en el bolsillo de la bata, pero sin dinero, sin llaves ni carnets, si con la angustia de escapar de aquel horror me he ido hasta sin peinar. Y menos mal que me acababa de cambiar de ropa interior; porque si llega a suceder un momento antes aquel intruso me hubiera cogido con el culo al aire, como quien dice.
Yo no sé cómo entró en casa; seguramente dejé la puerta mal cerrada cuando volví de tirar la basura amarilla al cubo grande del portal; el caso es que me sorprendió de repente saliendo como de la nada mientras me disponía a fregar los cuatro cacharros sucios del desayuno. No quiero ni pensar qué sería de mí ahora de no haber sentido el ruido de sus pasos, de no haberme vuelto justo a tiempo de ver a esa rata asquerosa avanzando hacia donde yo estaba… Que me calme, dice. Que me calme, cuando soy incapaz de alejar de mi mente ese instante en que mis ojos se tropezaron con los suyos, verdosos, y con su cara repugnante, y con su cuerpo peludo, mientras se me aproximaba con sabe Dios qué intenciones. Y entonces fue cuando, sin pensármelo dos veces, presa del pánico palpé la encimera y cogí lo primero que encontré a mano, el cuchillo grande de trinchar el pollo, y con todas las fuerzas que saqué de no sé dónde, lo dirigí hacia él y noté cómo le desgarraba los tejidos y se clavaba en su carne y el dolor le hacía chillar, sabiéndose herido de muerte, y mientras se retorcía de dolor y daba los últimos estertores pasé por encima de él no sé ni cómo y cerré la puerta de la cocina de no sé qué manera y volé hasta la calle no sé en qué forma y llegué hasta esta cafetería en no sé qué estado y me senté en esta esquina no sé ni para qué, y sólo al derrumbarme sobre la silla rompí a llorar, justamente en el momento en que el hombre de blanco se me acercó y me preguntó qué me sucedía.
Que me calme, sigue diciendo, pero no comprende que quiero estar sola, que lo que menos necesito ahora es que nadie venga a agobiarme, a rodearme, a acosarme con preguntas estúpidas; que sólo quiero estar con Mario pero Mario tiene apagado o sin cobertura el teléfono y no sospecha ni remotamente la congoja y el estado de nervios que me invade por dentro.
Que me calme, sí claro, y además me da por pensar que quizá mi víctima no haya muerto, que tal vez haya quedado simplemente malherido y haya logrado escapar, salir de la casa, huir, dejando a su paso un reguero de sangre que restregará mi crimen y mi vergüenza por toda la escalera, por cada peldaño, hasta perderse sabe Dios dónde. Y lo peor de todo es que, en el fondo, ese intruso no deseaba seguramente hacerme ningún daño y sin embargo yo lo he matado, lo he matado con estas manos, Dios mío, le he quitado la vida antes de que pudiera huir o ponerse a salvo.
Qué larga esta mañana, qué tortura verme de esta forma, dando el espectáculo delante de personas que incluso me conocen de vista. Y no poder decir lo que ha sucedido hasta no hablar con Mario, no sea que todo se complique aún más. Y no poder hacer uso del teléfono móvil, máxime con todos esos curiosos pululando a mi alrededor, dispuestos a enterarse de lo que no les incumbe. Hasta se ha acercado la chismosa de Elena, o sea, que en media hora ya lo sabrá todo el barrio. Y para colmo yo en bata y zapatillas, además, y con estos pelos, con estas canas, pareciendo una pobre mujer, una indigente que no tiene ni para una tila, mientras el rostro de la rata asquerosa, desfigurado por el dolor y por el cuchillo clavado en su frente, me viene una y otra vez a la mente, como una pesadilla nauseabunda.
Que me calme, claro, que me calme, dice el hombre, y que no me preocupe que ya está avisada la policía municipal y hasta el Samur, pero yo sólo pienso en Mario, en mi Mario, y en esos ojos abiertos y vacíos de la rata asquerosa tendida sobre los azulejos del suelo de la cocina, en los ojos muertos de esa cosa que me ha estado amargando la existencia durante las últimas semanas, apareciéndose a cualquier hora del día, provocándome con su mirada insolente.



Ah, Mario, por fin es Mario llamándome desde el teléfono de su despacho. Pero justamente ahora se me hace un nudo en la garganta y apenas soy capaz de balbucir algunas sílabas, lo suficiente para ponerle en aviso de que algo terrible ha sucedido. Me aferro al móvil y me quedo así, repitiendo “No me dejes, no me dejes”, mientras entro en una nueva crisis de llanto y de histeria, y varias decenas de pares de ojos me rodean, me escudriñan, y tratan de aclarar si por fin lo que yace en el suelo de la cocina es el cuerpo sin vida del asqueroso maníaco sexual o simplemente el cadáver de una pobre rata.

© Juan Ballester

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