jueves, 28 de julio de 2011

La irresistible ascensión de un hombre de negocios

Estaba citado a las diez de la mañana en el despacho del director, ubicado en la última planta de un moderno rascacielos desde donde se divisaba una impresionante panorámica de toda la ciudad.
Al llegar a las oficinas, me encaminé hacia los ascensores. Una larga cola esperaba ante las puertas para distribuirse en sus respectivos departamentos en los diferentes pisos, pero al parecer había problemas con el fluido eléctrico. Se decía que una avería había afectado a los tres aparatos, quedando atascados con un montón de gente dentro. Así pues no tuve más remedio que tomar la escalera y llegar a pie hasta el ático, aunque fuesen cerca de treinta pisos. Era la primera vez que visitaba las oficinas centrales de la empresa y no conocía bien la distribución de cada sección, pero me habían informado que el del director se ubicaba en la última planta.
La escalera estaba también a oscuras, y no supe si esperar a que se restableciera la normalidad o intentar aquella ascensión tan arriesgada. Además, debido a la falta de suministro de luz en todo el edificio, por la escalera estaban bajando riadas de personas.
Me decidí por fin a subir contra corriente, con no pocos empujones y pisotones, abriéndome paso con energía entre los que salían al vestíbulo. A pesar de que se trataba de una anomalía pasajera, todos parecían enfervorizados, unos divertidos, otros preocupados por la suerte de sus compañeros encerrados en los ascensores. El que más y el que menos se las ingeniaba para escabullirse, siempre es buena excusa un apagón para dejar de trabajar aunque fuera un rato, y me preguntaba si el director también habría salido. En cualquier caso, mi obligación era llegarme hasta allí por si acaso me estuviera esperando aún.
Tardé más de lo que hubiera deseado en ascender por la repleta escalera. En el piso quinto el bullicio procedente del hall ya se había amortiguado bastante, si bien percibí los gritos procedentes de los ascensores. Los atrapados demandaban auxilio dando grandes voces y golpeando las puertas. Nadie debía oírles a juzgar por el alboroto y el desconcierto reinantes en la entrada.
Cuando me encontraba a la altura de la décima planta, se restableció la luz, pero los ascensores continuaban sin funcionar todavía. Los últimos pisos estaban prácticamente vacíos, puesto que tenían muy poca actividad y casi todo el personal andaba por abajo. No obstante, algunos habían permanecido en sus puestos, sin duda los altos responsables de la compañía. Escuché a través de una puerta entreabierta parte de una airada discusión. Un hombre de voz ronca se lamentaba de los miles de horas de trabajo perdidas por culpa de la dichosa avería. El otro intentaba hablar, mas en vano, tal era el acaloramiento del primer individuo. Se abrió la puerta y salió rugiendo el de la voz ronca, cruzándose conmigo en el rellano. Apestaba a tabaco y flotaba en torno a él una ligera humareda producida por un enorme puro. Se alejó vociferando y maldiciendo todo lo que le venía a la boca. El otro individuo, más joven y con semblante asustado, me miraba aún como interrogándome y reconociéndose toda la razón. Desapareció también por la escalera, tomando el mismo camino que el de la voz ronca.
Cuando llegué al piso treinta no vi ninguna puerta ni ningún director furioso, y sin embargo estaba bien claro que el letrero indicaba un 30, aunque la escalera no terminaba allí. En todo caso, como sabía que me dirigía a la última planta del edificio, decidí seguir.
Me sentía profundamente fatigado a causa de la dichosa ascensión. Me senté un momento a respirar en uno de los peldaños: allí el aire parecía más claro, la atmósfera era especial y ... el director estaría mordiendo las paredes de tanto esperar.
Ignoraba la causa de la urgencia con que había sido convocado a su despacho, pero en todo caso no me agradaba. Tal vez se trataba de un error, mis apellidos son bastante corrientes y la notificación me había sido cursada por conducto interior, así que pudiera ser que fuese dirigida a otro Carlos Sánchez y no a un simple empleado como yo.
Sin apenas darme cuenta dejé atrás pisos y pisos. Absorto en mis cavilaciones seguí ascendiendo sin notar lo que acontecía a mi alrededor. La escalera parecía no tener fin, y el silencio reinante era apabullante, inusual.
Logré recuperar la noción de los hechos. Por el hueco de la escalera sólo se percibían tramos y tramos de peldaños, y ya no había ascensor. Y sin embargo, la escalera subía aún más hasta perderse en las alturas. Debía continuar porque ya me demoraba más de media hora. Mi jefe probablemente ya se habría ido, pero era raro no haberle encontrado (claro que, en realidad, yo le conocía muy poco, sólo de oídas, nunca lo había visto).



Me resultaba muy extraño que el rascacielos fuese tan alto. Desde el exterior aparecía como una mole inmensa, es cierto, pero no era probable que tuviese más de treinta o cuarenta plantas. Y en cambio, eran casi cincuenta las que llevaba subidas, y la cosa no parecía tener fin. A cada nuevo piso había otro aún y el aire olía más raro y la luz era más potente.
Pasado un buen rato, y siempre en mi ascensión, los peldaños pasaron a ser de madera, unos toscos tablones que crujían y se movían con mi peso. Las paredes, por otra parte, se me antojaban más estrechas, produciéndome una sensación de agobio que se unía al vértigo que empezaba a apoderarse de mí.
Por supuesto me di cuenta de que ya no me encontraba en el edificio al que había entrado. Sabía que no podía ser, no sólo por el excesivo número de pisos, sino sobre todo por las características de esos habitáculos, cada vez más pequeños y rudimentarios. Sabía que algo había sucedido en algún momento, haciéndome desviarme de mi objetivo, del edificio real, y tan sólo la curiosidad por saber hasta dónde podría llegar me animaba a seguir. Por el hueco de la escalera sólo percibía una especie de bruma, como si fuesen nubes.
Más tarde desaparecieron los descansillos. Sólo existían ya peldaños y más peldaños, sin interrupción, como una escalera de caracol de paredes estrechísimas. Apenas había anchura para una persona, y los escalones eran más empinados y distantes entre sí (o a lo mejor no, a lo mejor esto era una ilusión óptica producida por el cansancio). Sentía a veces ganas de dar media vuelta y volver, pero ya me resultaba imposible: el espacio para moverme era reducidísimo y sólo podía avanzar en sentido ascendente. El techo vino a contribuir a mi angustia y fue acercándose con el transcurso de las horas, agobiándome más aún.
Me preparé a morir allí. Desconocía lo que podía encontrar más arriba, pero desde luego no sería nada agradable. Seguramente, alguna muerte sofisticada esperaba en cualquier recodo, y lo aceptaba con rabia y resignación: al fin y al cabo todos tenemos nuestra hora, y la mía no andaba lejos.
Durante los días siguientes (sí, he dicho días, como podría haber dicho meses) los peldaños dieron paso a una constante rampa. La ascensión se hizo así más difícil y peligrosa, pues me exponía a resbalar y caer al abismo. Tenía que sujetarme contra las juntas paredes mientras reptaba para avanzar algunos centímetros, con mucha lentitud. Un ensordecedor pitido dentro de mis oídos vino a unirse al terrible frío y al deslumbrante resplandor, acrecentando mi sufrimiento. Una especie de baba colgaba de mi boca y se perdía túnel abajo.
Extrañamente no sentía hambre ni sed, sólo frío, soledad, angustia y cansancio. Una misteriosa mano invisible tiraba de mí hacia el final de ese gusano interminable, me alimentaba y me protegía de un paso en falso y de la consiguiente caída al precipicio espiral. Por supuesto, el hueco de la escalera había dejado de existir muchísimo tiempo antes, de forma que me limitaba a dar vueltas en torno a un imaginario eje, sin ninguna referencia.
Mi reloj dejó de funcionar transcurrido un año. Trescientos ochenta y un días exactamente. Lo llevaba anotado en la pernera del pantalón, una rayita por cada amanecer. Me acordé por enésima vez de mi familia, de mi casa, de mi hija y mi esposa, de mi director, furioso por mi tardanza. Me acordé de todo lo de allí abajo, de cómo hube de luchar para remontar los primeros escalones; recordé al hombre de la voz ronca y al joven que le acompañaba. Pensé que me habrían dado por muerto a raíz del incidente acaecido en el vestíbulo.
Pero, ¿y mi cuerpo? ¿Qué habrían dicho los periódicos, y los tribunales, y mi propia esposa? Era probable que hubiera vuelto a casarse, o al menos que se hubiera buscado un acompañante. La verdad es que nuestro matrimonio no era muy feliz que digamos, así que mi pérdida no le habría afectado lo más mínimo. Y mi hija, con seguridad se habría casado ya con su novio inglés, y podría estar esperando quizá su primer niño, moreno como ella y de ojos azules como yo. Se llamaría como su abuelo, Carlitos, y dentro de un tiempo, cuando pudiese andar, le llevarían de paseo al parque y le comprarían golosinas en el puesto de la viejecita, si es que vivía aún. Seguro que el niño preguntaría por el abuelito, y le dirían que está en el cielo. Y no les faltaría razón, aunque todavía no había llegado.
Me es cada vez más difícil mantener la noción del tiempo. Han pasado semanas desde que la escalera se hizo metálica y el frío cesó. Ahora en cambio tengo un calor inmenso, el hierro o lo que sea del techo y de las paredes me queman. Me siento como dentro de un bocadillo en el que yo soy el relleno, y sufro a cada movimiento que hago. De cuando en cuando me detengo y anoto cosas en los pocos folios que llevo en la cartera, que por fortuna todavía conservo conmigo. El pitido interior no ha cesado y me vuelve loco oírlo. He rezado, aunque no soy muy creyente, para que todo termine pronto, pero mis súplicas al parecer no llegan a su destinatario, nadie recibe mi mensaje de socorro. Al contrario, es como si el destino jugase conmigo haciéndome afrontar mil peligros y calamidades antes de darme muerte. Me pregunto aterrorizado cuál será la próxima tortura.
De repente me doy cuenta de que ha cesado el conducto espiral, y me veo arrastrándome por un largo pasadizo recto y llano. Es igual de estrecho y angosto, pero ya no me quema. Mi ansiedad crece y recorro a relativamente gran velocidad metros y metros, hasta que imperceptiblemente las paredes vuelven a ensancharse un poco. Puedo ponerme ya en pie y corro, corro hacia no sé dónde. La rampa de bajada me sorprende en pleno entusiasmo, y no tengo tiempo para frenar, y empiezo a rodar por ese tobogán descendente, y es infinita la caída, y aunque choco a menudo con los muros, no me hago daño, porque mi cuerpo no siente dolor, así que nada me detiene, ni siquiera cuando resurgen los peldaños punzantes.
Al fin me detengo en el descansillo de un piso cualquiera. Estoy extenuado. Miro al reloj y lo veo andar, marcando las cuatro y veinte. ¿De qué día? A través del hueco de la escalera percibo una ligera neblina y un rumor de voces. Me agarro al pasamanos y emprendo a pie el descenso, un poco decepcionado al saber que me hallo en el lugar de origen, pero también muy feliz por poder ponerme a salvo.
No tardo en ver numeración y puertas en los pisos. Treinta y siete, treinta y seis, los momentos malos van quedando atrás. Al llegar a la planta treinta distingo una puerta abierta y encuentro al hombre de la voz ronca, que me hace entrar. La habitación está bastante a oscuras, al parecer se ha ido la luz de nuevo, y oigo los gritos de algunos empleados que han quedado atrapados en el ascensor.
El de la voz ronca debe ser mi jefe. Me mira encolerizado mientras exhibe en su mano derecha un cuchillo. La puerta del despacho está ahora cerrada con llave; no hay escapatoria. Lo último que recuerdo es que me desmayo ...
Al abrir los ojos me encuentro en una habitación toda blanca, con una ventana que tiene vistas al campo. Junto a mi cama descubro a mi esposa, a mi hija y a su novio.
Me explican todo lo sucedido: cómo fui arrollado al tratar de subir por las escaleras, el golpe en la cabeza, el traslado al hospital, la inconsciencia durante más de una semana, la operación para extraer el coágulo de sangre. Pero entonces, ¿qué son esas hojas de papel escritas de mi puño y letra que he hallado en el fondo de mi cartera al volver a casa, qué significan esas marcas como cardenales que se esparcen por todo mi cuerpo, qué sentido tienen esas minúsculas rayas hechas con un bolígrafo en la pernera de uno de mis pantalones?
He vuelto varias veces a recorrer a pie la escalinata de las oficinas centrales tratando de hallar una explicación, pero por más que lo intento ya no hay más pisos, todo termina en el despacho del director, furioso por cierto por haberle tenido esperando tanto tiempo.

© Juan Ballester

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