jueves, 11 de febrero de 2010

Sara

Mi vida empezó durante la primera noche del mes de Junio, mientras un insoportable calor llenaba mi habitación y me sumía en terribles pesadillas de las que apenas recuerdo nada. Me levanté a abrir la ventana, y una bocanada de aire limpio y fresco me invadió, sumiéndome en un estado absolutamente placentero y nuevo. De inmediato me di cuenta de que un extraño fenómeno había sucedido a mi alrededor, y volví la cabeza tratando de encontrar lo que me pareció como un presentimiento. Entonces te vi por vez primera, radiante, impresionante. Sin comprender muy bien qué hacías allí me acurruqué en mis sueños infantiles, dejándome llevar por tus incesantes caricias, que en el fondo no eran otra cosa que miradas provenientes de tus arcanos ojos de ángel. Y sentí que mi torpe idea del amor se transfiguraba para dar paso a una melodía en la que sólo tú existías, porque desde el primer momento me llenaste para siempre el pensamiento, las entrañas, los minutos que el tiempo me servía amablemente cada jornada. Sólo pude sucumbir a tu encanto y permanecer fielmente a tu lado contemplando tu imposible rostro de princesa astral.
La luz de mi cuarto estaba apagada y, sin embargo, toda tú brillabas con un potente resplandor, como un fleco de sol llegado hasta mí para ser admirado y adorado. Tirado en un rincón me deleité en tu contemplación hasta caer en el éxtasis en que tú te encontrabas, sin adivinar desgraciadamente quién eras y qué te había traído junto a mí.
Pronto mi memoria olvidó todo lo que no fueras tú, arrojó de su interior los míseros conocimientos adquiridos en su lamentable vida anterior, y no admitió más verdad que la tuya ni más sabiduría que la que tú irradiabas a través de tu poderosa imagen, y mi corazón estalló en mil partículas, la sangre de mis venas se hizo un magma volcánico que me quemaba las entrañas al sentirte al lado mío, tan cerca que hubiera podido rozarte con sólo estirar la mano.


Y así transcurrió mucho tiempo, muchas noches, infinitas horas en que tu silueta penetraba por la ventana, ocupando cuanto allí hubiese, y mientras te ausentabas de mi lado, mi cuerpo era un guiñapo sin vida, estéril, incapaz de tomar determinación alguna, perdido para siempre. No salía de casa, ni me alimentaba, ni me movía de mi oscura esquina en tanto no volvieses conmigo, al igual que todas las noches. Cuando el viento golpeaba en los cristales, todavía sin cerrar desde la primera vez, y te escurrías al fondo de la habitación, entonces se reanudaba mi vida, que ya no era mía, sino que dependía por completo de ti. Ese era el instante más feliz, el único realmente merecedor de ser vivido, el resto no era sino un pobre tipo tirado en el suelo de un apartamento de qué importa el lugar.
Me alimentaba de ti, del mismo modo que el árbol se alimenta de luz y agua, y todos mis deseos se veían colmados simplemente con tenerte cerca. No sé lo que eras ni a qué venías, pero me gustaba recibirte en casa a partir de las ocho. Nunca me dijiste nada, ni me llegaste a mirar, tal vez nunca supiste que había alguien en el pequeño cuarto de las afueras de la ciudad. En cualquier caso, mi felicidad y agradecimiento hacia ti tenían que ser infinitos, pues tú lo eras todo y lo único que existía ya en el mundo.
Sé que estas notas redactadas con tanta precipitación no conseguirán su objetivo, sé que no podrán hacerte justicia. Pero a fin de cuentas, yo sólo soy un ser humano, una criatura primitiva y rudimentaria incapaz de encontrar palabras adecuadas para ti de entre el pobrísimo vocabulario terrestre. No hay lenguaje capaz de describirte, de recorrer tu rostro. Las palabras son sólo insulsos signos llevados al papel, pero necesito escribir esta grotesca prosa para al menos seguir respirando, viviendo, siendo, ahora que no estás.
Deja que te ponga un nombre. Ya sé que no debo, ningún nombre es digno de ti, pero necesito evocarte en mi pensamiento con nombre de mujer. Te llamaré Sara, mi pequeña gran Sara, amor de mi vida, dulce ambrosía, néctar celestial, manjar prohibido. Siempre estarás a mi lado, indestructible fracción de mi existencia, inevitable corrosivo de las desdichas terrenas.
¡Cuántas veces me sumergí en un remolino de fantasía en el que tú eras mi única estrella! ¡Qué deliciosos momentos inventé mientras te admiraba tirado en mi oscuro rincón! Aprendí a vivir gracias a ti, para ti, por ti. Todo era nuevo durante las incontables noches en que quisiste acercarte a mi celda. Fui contigo en una carroza a través de espléndidos parajes, de irreconocibles calles, de paradisíacos bosques llenos de tu aroma. Soñé que me querías, que dirigías tus ojos hacia mí, que paseábamos cogidos de la mano por el confín del universo. Fui feliz como las amapolas, como las mariposas, como los caprichosos nenúfares a merced de las aguas. Recorrí contigo los prados de la felicidad, los desiertos de la dicha, las calles de la ciudad de los besos. Atravesé la comarca del tedio, nos sentamos a la luz de la luna en el país de los caprichos, me regalaste un silencio inescrutable en el mar de la ilusión. Me vi contigo rodeado de mil verdades imperecederas, de una inmensa capa de amor para siempre. Te arranqué un cabello al pasar por la región de lo imposible, dulce Sara. Y tú reías constantemente mientras me mostrabas tu prodigioso rostro, tu eterna faz melodiosa y armónica cual sinfonía de ángeles. Me envolviste con el velo de la ilusión, me enseñaste todas las poesías posibles con sólo una sonrisa, con sólo un breve impacto de tus ojos sobre los míos, con sólo una nota de tu irreductible firmamento.
Te quise tanto, que levantaste en un instante un dragón enloquecido dentro de mi corazón; tanto, que te ofrecí todo cuanto existe, incluso mi vida, a cambio de un segundo más al lado tuyo; tanto, que se necesitarían millones de verbos amar para expresarlo; tanto, que hasta las piedras lo declamaron a voces.
Sara, portentosa Sara, mujer de todas mis noches de insomnio, quisiera saber dónde estás ahora, por qué cielo te deslizas, por qué brisa te dejas envolver, a qué afortunado mortal permites recrearse en tu contemplación. Sara, luz siempre viva, me pregunto qué será de ti ahora, qué noche extinguirás con tu presencia, qué ilusiones forjarás en los corazones de aquéllos que divisen tu estela. Sara, siempre Sara, trato de adivinar tu rumbo, pero estoy irremisiblemente perdido. Sara, ven en mi ayuda, levanta de nuevo estos miserables huesos, dale vida a este cadáver yerto, entra como antes lo hacías a través de la ventana y siéntate nuevamente en el umbral de mi desconsolada primavera. Sara, amiga de mi fantasía, te espero mientras las horas pasan sin saludarme, mudas, terribles, crueles. Sara, reina de mi anhelo, reconocerás la casa por el beso que he atado a la ventana, un beso azul y largo, aún sin estrenar. Sara, cuando regreses no olvides llevar hasta mi tumba un ramo de ilusiones y una bolsa con la espuma de tus lágrimas.

© Juan Ballester

2 comentarios:

  1. No recuerdo haber leído antes este relato, intento localizarlo en mi memoria pero no lo ubico. Sea como sea, me gusta. Y más aún porque es el nombre que llevará mi hija: significa princesa. Muy apropiado para esa mágica mujer que en sueños visita a tu protagonista, reinando sus íntimos momentos y bañándolo de luz.
    Como siempre, te sigo leyendo. Un abrazo.

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  2. Gracias, Ana. Y felicidades por escoger ese nombre, que es precioso.
    El relato lo escribí en septiembre u octubre de 1983. Su título coincide con el de la canción homónima de Bob Dylan; de hecho, recuerdo que tenía una cinta de 90 minutos grabada únicamente con esta canción, y la estuve escuchando como música de fondo mientras lo escribía. De ahí que su titulo no pudiera ser otro.

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