jueves, 15 de abril de 2010

El lenguaje de los columpios

Intenté decírselo tres veces durante la fiesta, pero definiti­va­mente aquél no era mi día. Primero fueron sus amigas, que se arremolinaban a su alrededor y no la dejaban ni un momento a solas; después, en la cena, el chico que se sentaba a su derecha, que no paraba de contarle sus batallitas, al parecer muy diver­tidas a juzgar por la forma en que les oía reír; más tarde, du­rante el baile, conseguí por fin que compartiéramos unos minutos, aunque ya no tuve valor, noté que el tiempo se escapaba de las manos y que era demasiado lo que tendría que decirle en apenas unos instantes. Así que me limité a revolotear a su lado, inter­cambiando frases de cortesía y palabras vacías, abriéndome paso a codazos entre la multitud para que nos dejaran un poco de espacio. Ella no podía sospechar que la quería, puesto que nos ha­bíamos visto en muy contadas ocasiones y casi siempre en grupo, y hacía mucho tiempo de eso además.
En efecto, ya desde nuestro primer encuentro oficial me ha­bía sentido atraído por ella, no sólo físicamente, sino sobre todo por dentro, como si una luz se encendiera de repente revolviendo mis entrañas. Nos conocíamos de vista en la Facultad, ella era una estudiante muy brillante y yo en cambio uno de tantos que pasan sin pena ni gloria por las aulas. Siempre me había parecido una chica interesantísima y a la vez inasequible. Por eso, me sorpren­dió bastante que un buen día apareciese con la gente de mi grupo, que no se caracterizaba precisamente por sus buenos expe­dientes académicos, y cuando nos presentaron (esta es Eva, la co­noces, ¿no?) cuando deposité en su mejilla el ritual beso, me dije a mí mismo lo maravilloso que tendría que ser el compartir la vida con una joven así, pero claro, qué esperanzas podía albergar un tipo como yo, estudiante mediocre, y lo que es peor, sin pers­pectivas laborales claras. Mas lo cierto es que soñar no cuesta nada, y en seguida me sumí en un mundo de fantasías con sólo mi­rarla a los ojos. De hecho, Eva me sorprendió con mis pupilas fi­jas en las suyas, e incluso me sonrió (¡repartía sonrisas con tanta generosidad!), pero no pareció darle ninguna importancia. Como yo habitualmente casi no hablo, nadie notó lo afectado que estaba en aquellos momentos.
De ese primer encuentro poco más puedo decir. Eva era una de esas personas que consiguen convertirse en el núcleo de las reuniones, de las que deciden dónde ir y cuándo. Nuestra norma era no hablar nunca de temas profesionales fuera de clase, y re­cuerdo que aquella tarde nos tenía entusiasmados contándonos cosas increíbles de los países que había visitado, pues había via­jado por todo el mundo durante los últimos años. Los demás me­tían baza cuando podían, y yo me limitaba a escuchar y sobre todo, como ya he dicho, a dejar vagar mi imaginación más allá de las conversaciones de mis amigos.
Coincidí con ella algunas veces más, (aparte de saludarnos con un breve ¡Hola! y ¡Adiós! al entrar o salir de clase), casi siempre en locales nocturnos excesivamente ruidosos y donde es impo­sible hablar de nada en serio a menos que se haga a voces. Probablemente yo le caía bien, acaso por mi aire tímido y de buen chico, o quien sabe si por ser uno de los pocos del grupo que aún no le habían hecho proposiciones deshonestas. El caso es que coincidíamos en algunos aspectos, teníamos gustos en común (por ejemplo, a ninguno de los dos nos agradaba ese ambiente satu­rado de las discotecas, ni esa música de dudosa calidad y dema­siado alta como para sentirse a gusto). Por eso, cuando el día de nuestro último encuentro, en la fiesta de fin de carrera, ella me propuso marcharnos de allí, la agarré por el brazo y la conduje sin más preámbulos hacia la salida, de la misma forma que me hu­biera comportado de haber querido raptarla. Ya en la calle, com­probé que ninguno de nuestros amigos nos había seguido; supongo que más tarde nos buscarían por todo el local (bueno, en realidad que la buscarían a ella), y cuando advirtieran nuestra fuga ya es­taríamos muy lejos.
Lo más glorioso sin duda de esa noche fue el paseo enlo­que­cido por las calles de la ciudad. Subimos a su moto (obviamente yo no tenía vehículo, mi patrimonio por entonces apenas si daba para divertirme un poco los fines de semana) y me senté en la par­te de atrás, sujetándome a su cintura con los brazos, ro­de­ando de esta forma su preciosa anatomía, mientras mi boca ro­zaba su abundante cabellera. Durante algunos minutos no dijimos nada, nos limitábamos a sentir el frescor de la noche, el viento soplando sobre nuestras cabezas. Hubiera sido difícil, de todas formas, poder hablarnos debido a la velocidad con que atrave­sá­bamos las avenidas y al ruido del motor. El contacto con su blusa, que dejaba adivinar debajo sus tentadoras carnes, me sumía en un estado de excitación que no me permitía ocuparme de nada más.
Pronto comprendí que no íbamos a ninguna parte en concreto, porque tras dar muchas vueltas volvimos al punto de partida, y sin detenernos, iniciamos un nuevo recorrido. Así seguimos du­rante una media hora deslizándonos por el asfalto, rebasando los límites de velocidad, hablando ‑ahora sí‑ de cualquier cosa, aun­que la mayor parte de las palabras se las llevaba el viento. Sentí una especie de orgullo al darme cuenta de que ella me había elegido a mí, al presuntamente más insignificante de todos. ¡La cara que pondrían los otros cuando lo supiesen!
Sabía que en algún momento tendríamos que separarnos, y no tenía nada claro cómo comportarme en aquella situación. Me parecía de bastante mal gusto tratar de meterle mano allí mismo, yo no soy de esa clase de gente, y además quienes lo habían in­tentado antes con ella habían salido mal parados. Lo cierto es que finalmente nos detuvimos en una zona relativamente tranquila y estuvimos hasta altísimas horas de la madrugada tomando copas al aire libre, hablando (más bien monologando, pues yo prefiero escuchar y además me hallaba ya bajo los efectos de una into­xi­cación etílica) de cientos de cosas intrascendentes y maravi­llosas, y por último se brindó a llevarme a casa.
Nos despedimos al llegar a mi portal. Tenía su dirección y nú­mero de teléfono, así que la llamé al día siguiente, pero no estaba en casa, y seguí insistiendo durante toda aquella semana, pero ya se había ido de vacaciones. Lo volví a intentar tiempo después con cierta frecuencia, pero al parecer se había marchado al extran­jero para hacer un curso de especialización. Me dije que era de nuevo esa especie de maldición que me ha venido persiguiendo a lo largo de tanto tiempo lo que me separaba de ella, como antes me había separado de tantas otras.
Hasta que, un par de años más tarde, cuando Eva ya sólo representaba una página más en el libro de mis recuerdos, a alguien se le ocurrió reunir a todos los compañeros de promoción para evocar los viejos tiempos. Recibí la amable invitación con sorpresa, y en seguida pensé que sería una buena ocasión para comprobar hasta qué punto el tiempo puede más que los senti­mientos. Y efectivamente, la noche de la fiesta, apenas mis ojos la localizaron entre la multitud, supe que nada había cambiado, que simplemente la pasión había estado aletargada a la espera de una oportunidad así.


Y allí estaba yo, bailando junto a Eva después de todo, en un local repleto de gente ruidosa y de luces asesinas, tratando de que la avalancha humana no nos separase. Fue ella quien sacó a relucir el episodio de la moto (¡no lo había olvidado!) y me co­mentó como de pasada que la tenía aparcada fuera, en la acera. Pero adiviné su mirada de complicidad, como dando a entender que le gustaría repetirlo.
Nos encaminamos hacia la salida, aunque para ello tuvimos que deshacernos primeramente de un par de jóvenes que querían llevársela hacia dentro de nuevo. Arrancamos con un rugido, y muy pronto estuvimos rodando por el bullicio de la noche, sor­te­ando coches, dejando atrás luces y sombras, hasta que llegamos a un parque hermoso y solitario.
Mi corazón latía con fuerza. Presentía importantes acon­te­cimientos, y una corriente eléctrica parecía concentrarse a nues­tro alrededor. Decidimos caminar un poco, hablando de lo que ha­bía sido nuestra vida durante aquella ausencia de dos años. Para entonces ya íbamos cogidos por la cintura, como si lo hubiéramos acordado tácitamente nada más iniciar nuestra escapada, y al lle­gar a unos columpios nos besamos. Aunque parezca increíble era la primera mujer a la que besaba de aquella manera, y por mi mente pasaron de repente cientos de imágenes que eran al mismo tiempo cientos de frustraciones, cientos de pesadillas arrojadas fuera de mi cabeza.
‑ Me gustaste la primera vez que te vi ‑me confesó, mientras reanudábamos la marcha por entre los árboles, rumbo hacia nin­guna parte o quién sabe si rumbo hacia todas partes.
© Juan Ballester
Ilustración de Ana Mª Álvarez

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