jueves, 8 de abril de 2010

Realidad virtual

Durante la sobremesa, mientras las madres abrían los regalos, alguien propuso que fuéramos al parque de atracciones con los ni­ños. El tiempo había mejorado durante la última semana de abril, y los días ya eran lo suficientemente largos como para que no se nos hiciese de noche allí dentro.
Confieso que no había vuelto al parque de atracciones desde mi más tierna infancia, y de hecho no hubiera sabido llegar allí de no ser porque nos acompañaba mi hermano. Sacamos unos vales que permiten utilizar todas las atracciones cuantas veces se quie­ra, aunque yo no estaba dispuesto a arriesgar mi integridad fí­sica en esos monstruosos artefactos que te elevan y te dejan sus­pendido en el vacío boca abajo; prefería sensaciones más tran­quilas, más acordes con mis cuarenta años. Visitamos la Casa del Terror, un lugar bastante desangelado en el que sólo cuatro his­téricas se asustarían con las previsibles apariciones de per­so­nas dis­frazadas de esqueleto, jorobado, destripador, momia y co­sas por el estilo.
Mis sobrinos tenían mucho interés en montar en uno de esos in­fernales aparatos que provocan el vómito y el mareo, de modo que les dejé en la cola con mi esposa y mis cuñados, y decidí dar­me una vuelta por mi cuenta y reunirnos más tarde en la glo­rieta principal. Mi idea era dar un paseo, recorrer aquella ina­ca­bable extensión repleta de gente y observar el funcionamiento de las distintas atracciones.
En uno de los límites del parque encontré una serie de cabinas circundadas por una hilera de luces de diferentes colores. En pro­­porción el lugar estaba menos abarrotado que otras zonas más céntricas, y casi no había cola para entrar. Me llamó la atención un cartel relativamente visible en donde se explicaba en qué con­sistía aquella diversión. Se trataba de conocer sensaciones fuer­tes sin moverse del asiento, pero sin riesgo de accidentes ni de fallos mecánicos. Yo había oído hablar antes de la realidad vir­tual, y me pareció interesante probar hasta qué punto puede uno sentir que cae con paracaídas o que es perseguido por un oso.
Al parecer aquella atracción no estaba incluida en el precio de la entrada, de forma que tuve que pagar para poder probarlo. Ape­nas crucé por el torniquete y elegí una cabina libre, se me arri­mó un empleado para ayudarme a colocar correctamente el cinturón de seguridad, el protector de amianto y el casco para la cabeza. Me pareció llevar el asunto demasiado lejos, pero le seguí la corriente y accedí a ataviarme con tan extraño atuendo.
Me senté en un habitáculo no muy cómodo, en cuya parte fron­tal se distribuían una serie de botones y palancas. Era un si­mu­lador de pilotaje. Cada uno de los botones de la izquierda re­presentaba el nombre de un circuito de automovilismo, y el ope­ra­rio me dijo que podía elegir el que quisiera. Pulsé al azar uno que decía "Imola", y aquel invento se puso en funcionamiento. A mi alrededor las cuatro paredes de cristal que constituían el re­du­cido cubículo se llenaron de repente de imágenes: pude ver a los mecánicos que ultimaban los detalles, a un público enfervo­ri­zado, al director de carrera encaramado a un pedestal enar­bo­lando su bandera, y delante de mí podía percibir la parte trasera de otro bólido. Alguien me estaba dando instrucciones en ese mo­mento, aunque apenas podía oírle. Hacía mucho calor allí dentro, me hubiera gustado poder quitarme el casco, pero no podía mo­verme. Sentí un rugido ensordecedor cuando el semáforo se puso verde, y sin saber muy bien cómo me lancé hacia la pista, si­guien­do la estela de coche rojo. Cuando miré el cuenta­kiló­metros des­cubrí con sorpresa que circulaba a más de doscientos por hora. Era fascinante, era como si de verdad estuviera par­ticipando en una carrera de Fórmula I.
Me preguntaba cuánto rato durarían las quinientas pesetas que ha­bía tenido que dejar en taquilla, mientras iba de sobresalto en so­bresalto viendo la velocidad con que tomaba las curvas. De nada servía apretar el freno postizo, o reducir la marcha con la pa­lanca de cambios, la sensación de vértigo era cada vez mayor. Noté que a mi paso una parte del público agitaba sus banderas ver­des y amarillas para darme ánimo. Al pasar por la recta de tri­bunas alguien me mostró un cartelito en donde decía que la dife­rencia de Senna con Schumacher, que iba por delante, era de 23 se­gundos, y comprendí que yo viajaba en el coche de Ayrton Senna.
Había que forzar la máquina si quería recortar esa distancia. Y en efecto, el monoplaza empezó a moverse más rápido si cabe. Mi cabeza empezaba a sentir un extraño hormigueo, producto de la aceleración, y sudaba por todo el cuerpo. Hice un par de ade­lan­tamientos escalofriantes a pilotos con vuelta perdida, y en uno de ellos estuve a punto de salirme al arcén. En el siguiente paso por meta me informaron que ahora la desventaja era sólo de 18 segundos. Aunque el ruido del motor me impedía oír nada, me pa­reció entender que por megafonía anunciaban mi vuelta rápida.

Apenas tuve tiempo de darme cuenta cuando el coche se salió de la pista. Fue una fracción de segundo, lo suficiente para com­prender que rodaba por la arena directo hacia el paredón de cemento. Después, nada, el silencio más absoluto, la oscuridad a mi alrededor, la sensación de salir de la cabina flaqueándome las pier­nas a causa del esfuerzo físico realizado y de la tensión emo­cional, el deambular entre la gente sin comprender muy bien lo su­cedido, aturdido ante lo que parecía ser una pesadilla.
Mis pies me llevaron hacia una amplia plazoleta. De inmediato me abordaron dos niños, colgándose materialmente de mis bra­zos, y en seguida se me acercaron sus padres. Debían confun­dir­me con otra persona, pero estaba demasiado confuso como para intentar sacarles de su error. Comentaban lo bien que lo es­taban pasando, y se empeñaron en que les acompañase hacia la noria. No opuse resistencia, en realidad estaba tratando de com­prender qué hacía yo en aquel estúpido parque de atrac­ciones, quién era aque­lla mujer que me cogía de la mano, dónde estaban mis mecá­ni­cos, mi coche, mis compañeros. A mi lado pasó un gru­po de jó­ve­nes con una pequeña radio, y me quedé petri­fi­cado cuan­do escu­ché la noticia del trágico accidente en el cir­cuito de San Marino, que al parecer había ocasionado la muerte de Ayrton Senna, mi propia muerte.

© Juan Ballester

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