jueves, 15 de julio de 2010

El espectador

Hacia las cuatro de la tarde, minuto más, minuto menos, dependiendo de lo que se alargase el diario de noticias, entrábamos en antena. Programa en riguroso directo, de lunes a viernes, emitido desde unos estudios a las afueras de la capital, realizado con los precarios medios técnicos y humanos que una televisión local podía permitirse en base al escaso presu­puesto con el que contábamos. Pero tampoco pretendíamos más. No se trataba de com­petir con los grandes monstruos de la comunicación, con las grandes cadenas respal­dadas econó­mi­camente por verdaderas multinacionales.
Lo cierto es que al principio todo resultó un verdadero desastre. Cuando no fallaban los micrófonos, era que titubeábamos al hablar, o que la cámara estaba descuadrada, e incluso, las tardes en que por un milagro todo parecía ir sobre ruedas, nos enterábamos de que había problemas con la señal y que por tanto las imágenes o la voz no llegaban hasta los receptores domésticos. Era verdaderamente desco­ra­zonador; eso, sin contar que no cobrábamos ni un duro por todo aquello; los ejecu­tivos alegaban que bastante teníamos con darnos a conocer, con que nuestras caras fueran resul­tando familiares para los telespectadores, porque eso nos iba a abrir mu­chas puertas en el futuro.
Lo malo de los programas en directo es que no puedes dar marcha atrás y repetir las secuencias. Lo que haces y lo que dices, ahí queda, sin posibilidad de rectifi­cación. Y a mí, la verdad sea dicha, me costaba mucho entrar en situación porque detrás de las cámaras que me enfocaban, en el lugar desde donde presuntamente nos miraba el ojo del espectador, se divisaba un horrible muro de ladrillo o a lo sumo un trozo de sábana blanca. Así que era lo más parecido a hablarle a una pared, mientras soltaba un rollo mal aprendido acerca de las mariposas de Mada­gascar o sobre los vestigios del arte romá­nico en los pueblos de nuestra comarca, o sobre lo que se terciase.
- ¿Qué tal hoy? -solía preguntar al acabar, una hora más tarde.
- Bah, no sabes vocalizar. No se te entiende nada -me contestaba cualquier ope­rario de los que deam­bu­laban por los alrededores.
- ¿Y la audiencia?
- Lo de siempre, más o menos… Unos cincuenta.
Bueno, cincuenta receptores en una ciudad de unos doscientos mil habitantes no era para tirar cohetes, precisamente, pero entraba dentro de lo razonable. Y es que a la misma hora, por la otras cadenas, pro­yectaban nada menos que “Corazón tardío”, el culebrón de moda que arrasaba en medio mundo; “Goles son amores”, la tertulia futbo­lera para energúmenos, o “Como lo oyes”, con los últimos cotilleos nau­sea­bundos sobre los artistillas de moda. Nosotros en cambio, éramos ‘pobres pero hon­rados’ (ese era el lema de nuestra cadena) y no buscábamos como digo audien­cias millonarias, sino culturizar un poco al per­sonal y entretener de otra forma, aun­que sabíamos que la guerra estaba perdida de antemano.
Paula era la chica que me echaba una mano con los comentarios cuando me quedaba en blanco, lo que poco o mucho me solía suceder todas las tardes. A pesar de mi buena voluntad, aquello no era lo mío, no me sentía demasiado a gusto ha­blando delante de un micrófono. Si me había embarcado en semejante aventura fue sólo por conocer una experiencia más, por hacer un favor a unos colegas, rellenando un hueco maldito en la programación a una hora en la que todo el país estaba pendiente de las desventuras de Clorinda, de los fichajes del Sporting o de los recientes escándalos de la Cifuentes o la Campuzano.


A las tres semanas de emisión el panorama se tornó aún más desolador: Nues­tros sis­­temas han detectado hoy 38 aparatos conectados… Hoy han sido 35… Hemos bajado a 23… La escasa audiencia parecía abandonarnos despacio pero de forma inexorable. Sólo el programa que dedicamos a las momias egipcias consiguió cambiar algo esta tendencia, pero de nuevo al día siguiente, con el reportaje sobre el aprendizaje y entrenamiento de los paracaidistas, caímos en picado: 6 espectadores.
Paula hacía lo que podía, y me asesinaba con la mirada cada vez que me tras­ta­bi­llaba con alguna palabra o repetía alguna de mis molestas muletillas verbales. Pero la nuestra era una cadena modesta, lo vuelvo a repetir, y no se trataba de robarle cuota de audiencia a Clorinda o al Sporting o a la Campuzano. Y además, para recu­pe­rarnos nos hubiera bastado con llenar media pantalla con anuncios de líneas calientes o de tarot, o con haber introducido cortes publicitarios cada cinco minutos para anunciar as­­pira­doras, centros de musculación o cosméticos milagrosos. O simple­mente con haber exa­­gerado nuestros escotes o habernos ataviado con vistosas mini­faldas y sentarnos so­bre el borde las mesas. Pero no, íbamos a seguir siendo ‘pobres pero honradas’ y a con­ti­nuar con la misma filosofía que hasta ahora, a pesar de que el naufragio era ya irre­ver­sible. De hecho, Paula vaticinó tras el reportaje de los coco­drilos enanos, que en quince días más a lo sumo retirarían nuestro espacio de la progra­mación, y yo sé que de no ser por mi enchufe hubiéramos tenido más que palabras, porque a pesar de mis tor­pezas una mano invisible me mantenía aún delante de la cámara mientras que ella, mucho más com­­petente y preparada para el puesto, seguía siendo poco más que la chica de los cafés.
Por fin una tarde llegó la tan esperada noticia. El subdirector de la cadena, con cara de circunstancias, se acercó al terminar la emisión: Chicas, hoy hemos tenido sola­mente un espectador…
Dimos por hecho que al día siguiente a las 9 de la mañana estaríamos en las colas del paro, pero para nuestra sorpresa, hacia las 10 recibí una llamada de teléfono de mi cuñado, director de la cadena de televisión, convocándome a una reunión urgente con el Consejo de Administración de la entidad. Hablé con Paula, a la que también habían solicitado su asistencia, y nos pusimos de acuerdo para llegar juntas, por aquello de sentirnos un poco más arropadas en tan desagradable trance.
- Señorita Orellana, señorita Palomeque… tengan la bondad de tomar asiento –más que una invitación, las palabras del Presidente del Consejo parecían una amenaza… El silencio era tenso, nadie sabía cómo empezar. Mi compañera y yo éramos además las únicas mujeres en medio de aquella jauría de lobos hambrientos.
- Caballeros, señoritas, supongo que no hará falta que les explique el motivo de esta reunión de urgencia. Creo que los datos de la última semana son bastante elo­cuentes…
Yo no me atrevía ni a levantar la vista de la lejana baldosa en donde me había concentrado, y cuando lo hacía, tímidamente, era para contar mentalmente el número de lamas de que se componía la persiana. El chaparrón que caía fuera no era nada con el agua­cero que descargaba sobre nuestras cabezas en forma de discurso. Caras largas, miradas evasivas y necesidad de cortar cabezas. La mía, sin embargo, al parecer estaba por el momento a salvo.
Tras cerca de hora y media se decidió concedernos una moratoria, un plazo de dos semanas para tratar de enmendar el rumbo. Nuestro programa era sin duda el que peor cuota de pantalla tenía de todos los que la cadena emitía, a pesar de estar dentro de la franja diurna. Y por mucha competencia que tuviésemos con Clorinda, con el Sporting o con la Campuzano, había que espabilar para tratar de mantenernos en los niveles más o menos aceptables de las primeras semanas de emisión.
Dos días después supe que la situación había llegado a un punto sin re­tor­no. No ganábamos ni un espectador, seguíamos con la raquítica cifra de un tele­vi­dente, y eso que los programas habían mejorado bastante en cuanto a diná­mica y hasta ha­bíamos redecorado el plató para hacerlo más moderno y atrac­tivo. Pero es que tu­vimos la mala suerte de que ello coincidiera con el anuncio de la boda de Clo­rinda con Serafín, su tío materno, y con la clasificación del Sporting para los cuartos de fi­nal de la Copa Inter­na­cional de Clubes y hasta con el sonado topless de la Cifuentes en una pla­ya de las Antillas, y todo eso era mucho para un proyecto mo­desto como el nuestro.
Recuerdo con una extraña tristeza los programas dedicados a la reproducción de las pirañas, al Guernica de Picasso y al teatro Bolshoi de Moscú. Aunque mi amor pro­pio me había llevado a tomar clases particulares de dicción para aprender a voca­lizar y a hablar pausadamente, el hecho de saber que nada de aquello trascendía más allá de nues­tros estudios, salvo en un receptor anónimo en algún punto indefinido de la ciudad, me sumía en una apatía cercana a la depresión. Yo creo que el pro­grama ya no hubiera fun­cionado ni siquiera aunque Paula y yo hubiéramos prota­go­nizado un strip-tease en directo; todo el país estaba sin respiración ante las amenazas de muerte de doña Asun­ción a Clorinda para evitar su casamiento, o de la rodilla de delantero centro del Sporting, o de las notas de la hija mayor de la Cam­pu­zano, que había traído ocho sus­pensos este trimestre. No había nada que hacer. Todo estaba perdido.


La policía encontró el cadáver de Leonardo Almeida en avanzado estado de descomposición. Llevaba muerto más de tres semanas, según determinó la autopsia. El anciano vivía solo y por eso nadie le había echado en falta hasta entonces. Según todos los indicios, murió asfixiado por las emanaciones de un brasero mientras veía un documental emitido en una cadena local de televisión.

© Juan Ballester

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