jueves, 2 de septiembre de 2010

El hombre que fue otro

Cuando el autobús hizo su aparición, Maxi tuvo la sensación de que ya viajaba dentro de él, e incluso pudo verse aguardando en la parada con cara de cansancio.
Mientras subía el último escalón y enseñaba la tarjeta al conductor, se fijó en sí mismo desde el asiento ubicado junto a la puerta de salida. Avanzó por el pasillo con cierto aturdimiento, pasó de largo por el asiento desde donde se había visto subir, ocupado por una joven, y se acomodó en el fondo. A esa hora solamente viajaban tres pasajeros más, así que podía controlarlos a todos desde su estratégica ubicación. Concentró nuevamente su atención en la joven, que ahora doblaba la cabeza hacia atrás, alarmada sin duda por la expresión de los ojos del recién llegado, y Maxi se vio de nuevo a sí mismo sentado en el último asiento, sin quitarle ojo.
Llegaron a paradas más populosas, y entró más gente. Al pagar su billete no se le escapó la atenta mirada del chico sentado atrás del todo, pero se instaló en una de las primeras filas. Maxi estaba cada vez más confundido; aunque ocupaba el último asiento, sentía que avanzaba por el pasillo central mirándose a sí mismo. Parecía asustado o quizá enfermo a juzgar por su cara, lívida como la cal. Uno de los pasajeros le cambió el asiento por otro con ventanilla móvil. Se sintió muy aliviado al recibir el aire fresco, aunque Maxi no dejaba de clavar sus ojos en ese joven con tan mal aspecto; en realidad eran muchos los que estaban pendientes de él y por supuesto él también se miraba desde todos los asientos, mientras deseaba que le tragase la tierra y que terminase de una vez aquella extraña sensación.
No podía aguantar más. Decidió finalmente apearse y continuar el viaje a pie; al menos de esta forma pasaría desapercibido y le dejarían tranquilo. Pudo verse sin embargo descender los tres peldaños y echar a andar calle abajo, mucho más aliviado. Mientras recobraba el ritmo normal de la respiración, su vista se posó sin querer en un edificio alto a su derecha, en donde una mujer estaba asomada a la ventana, y se vio andando allí abajo, insignificante en medio del trasiego callejero. Se adentró en un pequeño parque, desplomándose en un banco de piedra semioculto por los árboles, en donde era difícil que nadie pudiera fijarse en él. Y en seguida empezó a meditar, a darle vueltas a lo mismo de siempre.


Es cierto que al principio, varios años atrás, era una sensación que le agradaba: podía pasar de ser Maximiliano a ser alguien viendo a Maximiliano, y esto le permitía jugar con otros aunque estuviera solo; únicamente tenía que imaginarse la forma en que lo veían y oían los demás. Es cierto que le gustaba por ejemplo mirarse desde dentro del espejo o desde el retrato colgado en la pared del salón, o desde la jaula del pájaro. Pero con el paso de los años, el juego se le tornó fastidioso e inoportuno en muchos casos, pues tenía que compartir sus cosas con otro u otros, que en realidad también formaban parte de Maxi, porque Maxi era un poquito de todos aquellos que alguna vez le habían mirado. Y lo peor es que en los últimos meses la situación había empeorado, porque ya no era solamente una cuestión de verse a través de los ojos de los demás, sino que incluso se descubría a sí mismo aun estando solo, por ejemplo desde la bombilla, desde el jarrón, desde la barra de pan, desde cualquier lado.
Le fastidiaba mucho también cuando conseguía una noche de intimidad con alguna amiga, le fastidiaba ver cómo aquel tipo, que no era otro que Maxi, se acostaba con ella, y le ponía nervioso saberse observado desde algún punto indeterminado de su habitación.
Por supuesto, de todo este lío no había dicho ni una palabra a nadie, ni a sus padres, ni a sus amigos ni a sus compañeros de Facultad. Ya se sabe que en seguida le tildan a uno de chiflado y le mandan a un psicólogo, que en seguida organiza un mundo de cualquier pequeñez. Mas el hecho de sentirse como si fuera muchas personas y a la vez ninguna le ocupaba en reflexiones diurnas y nocturnas y le hacía cuestionarse su identidad. Cómo podía afirmar que era Maxi si al momento se veía unos metros delante o detrás de sí mismo, cómo explicar que todo el mundo tuviera su yo menos él, cómo hacerse a la idea de que era otro ... En principio, parecía razonable que se pudiera ser un observador neutral y no alguien en concreto, pero le resultaba desconcertante ser yo y no serlo de manera incontrolada.
Le vino a la mente el desagradable incidente ocurrido el día que tuvo que desarrollar una ponencia en la Facultad, con todos sus compañeros pendientes de él; todos creyeron que su mutismo se debía a los nervios, a la responsabilidad de hablar en público y cosas así, pero ni por un momento llegaron a sospechar que se trataba de verse a sí mismo desde doscientos pares de ojos simultáneamente.
Y sin embargo, no siempre que le miraban se veía a sí mismo, algunas veces no le sucedía. Y no lograba explicarse el origen del fenómeno, no tenía ni la más remota idea de por qué abandonaba de esa forma su cuerpo y se trasladaba al cuerpo de otro, ni qué hacía su cuerpo cuando la mente se alejaba de él, ni muchas otras cosas.
Unos pasos acercándose le sacaron de su ensimismamiento momentáneo. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años. Maxi se levantó y le abordó, con modales un tanto agresivos y fuera de tono. El hombre tal vez pensó que el chico estaba borracho o drogado, y aunque trató de alejarse de él, Maxi no le dejaba marchar, provocándole, insultándole incluso. Así que no tuvo más remedio que quitárselo de encima con violencia. Entonces Maxi pudo ver cómo se golpeaba a sí mismo, es decir, vio su rostro abofeteado por su propia mano, y a pesar de la fuerza empleada, no sintió ningún dolor, mientras el tipo que le había agredido se alejaba rápidamente. Él era consciente de lo que había acontecido, de cómo se había trasladado hasta el cuerpo del otro hombre, justo en el momento de alargar el brazo, y de cómo no había sentido el golpe en la cara, sino más bien en la mano.Ciertamente, todo esto le hubiese resultado útil si hubiera podido controlar la periodicidad y la duración de sus migraciones mentales, pero Maxi no sabía nunca cuándo, dónde ni hasta cuándo iba a sucederle. De otra forma, le hubiese sido fácil trasladarse hasta el interior de una persona recién comida para saciar su hambre, o hasta el cuerpo de alguien dormido para aplacar su sueño.
Además, comprendía que cada vez que su mente, su espíritu o lo que fuera pasaba a otra persona, animal o cosa, o al propio aire, en ese momento la realidad de Maximiliano dejaba de existir. Tenía, eso sí, materialidad física, cuerpo, pero en ningún caso consciencia ni espíritu. Y tal vez ese Maxi sin mente podría perdurar horas y horas seguidas, incapaz de pensar, de sentir frío o calor, o vergüenza, o amor. Mientras su mente no volvía, el Maxi que se movía por las calles y plazas, por las aulas y habitaciones, era simplemente un muñeco, un robot, incapaz incluso de hablar. Y le asustaba plantearse qué sucedería si se marchaba su mente y no regresaba nunca más.
De vuelta a su casa, encontró una carta de su amigo Toni, de viaje por Sudamérica. Simplemente con cogerla, su voluntad marchó rauda en busca del remitente, y al llegar a él se imaginó a Maxi escribiéndola en su mesa de caoba. Por eso Maxi no necesitó leerla, le bastó con imaginarse a Toni para saber lo que decía.
Había quedado en reunirse con una amiga aquella misma tarde a las ocho. Tomó el coche, mientras su cabeza seguía dando vueltas en torno al tema que le tenía obsesionado. Se detuvo en un semáforo en rojo, y su mente voló a la de un niño que cruzaba por delante. El niño vio allí a Maxi, aunque Maxi también se vio al volante de su automóvil. Fue entonces cuando el coche blanco, que venía lanzado, se le echó encima y le volteó por el aire. Maxi asistió horrorizado al espectáculo de las ruedas resbalando y frenando demasiado tarde, sobre su propio cuerpo. Cayó al suelo y sólo entonces Maxi se dio cuenta de que estaba dentro del vehículo y no tendido en el asfalto.
La impresión le duró bastantes días, durante los cuales estuvo más taciturno y nervioso si cabe, sin poder alejar de sí la imagen del cadáver, que era un poco su propia imagen. En cierta manera, aunque solo fuera unos segundos, había estado muerto dentro de aquel cuerpo infantil.
Desde luego, él no había muerto, pero precisamente eso era lo que más le desconcertaba, porque él había sido también atropellado, había volado por los aires y había caído sobre el asfalto; había sentido el desgarrón interior y el desvanecimiento posterior, y sin embargo había resultado ileso.
No estaba muy seguro de querer hacerlo, mas sentía la necesidad de acabar de una vez para siempre. Su vida no era vida, en continuo cambio de un cuerpo a otro, sin poder saber siquiera si el que ocupaba habitualmente le pertenecía o no. ¿Cómo tener la certeza de que la mente, el alma que poseía era totalmente suya? Quizá su auténtica esencia hubiese desaparecido mucho antes, tal vez su actual mente fuese la de otro alojada en su cuerpo.
Abrió el cajón de las medicinas y bebió un largo trago del frasco con la etiqueta roja. Maxi pudo verse tumbado sobre la cama, con un rictus de dolor, retorciéndose allá abajo, mientras su mente se elevaba hacia las alturas en busca de otra persona de ánimo débil para apoderarse de su mente y suplantarla.
© Juan Ballester

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