
El hombre llega a su casa a eso de las tres de la tarde. Besa a la mujer, que le espera como siempre con una sonrisa. Cuelga la gabardina de la percha y se dispone a comer. Va al cuarto de baño a lavarse las manos, y al mirar al espejo ve su cara de asesino reflejada en él. Se asusta del aspecto tan horrible que ofrece, de la expresión terrorífica de sus brillantes ojos. Mientras el agua brota del grifo, él se ha quedado como una estatua, mirándose, recordando quizá los crímenes que ha perpetrado a lo largo de su vida, el último de ellos tan solo unas horas antes. Tiene un momento de debilidad, y un amago de lágrima asoma a sus ojos. Un segundo después se escucha un disparo, y el hombre se lleva las manos a la cabeza, de cuya frente escapa un hilo de sangre que salpica en todas direcciones, también en dirección al espejo, en donde la imagen del asesino, pistola en mano, exhibe ahora una risita maliciosa y desde luego tan horripilante como antes de que disparara sobre ese individuo incauto que había cometido la imprudencia de asomarse al espejo.
© Juan Ballester
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