jueves, 30 de diciembre de 2010

Títeres con cabeza

Debo advertir que esta historia está basada en un sueño real, si es que cabe hablar de sueños reales. No es extraño pues que en él aparezcan datos contradictorios, momentos oscuros o personajes poco definidos. Pero, ¿acaso podemos pedirle a un sueño que sea coherente?
Todo empieza por un paseo al atardecer por una calle sin asfaltar de no sé qué ciudad, con edificios ruinosos a ambos lados. El sol se está ocultando, aunque aún queda algo de luz.
Alguien me acompaña, podría ser mi hermana, o tal vez se trate de otra persona. En cualquier caso da lo mismo ahora, lo importante es que el camino está lleno de desniveles, piedras y surcos por donde discurre el agua cuando llueve. Estamos ascendiendo ligeramente, lo que nos produce cierta fatiga. A mano derecha vemos aparecer poco a poco una larga valla de cemento, de un metro y medio de altura aproximadamente. Junto a ella hay aparcado un enorme coche, casi gigantesco, como esos que nos muestran las películas americanas, negro y siniestro. Puede surgir un gángster o un cadáver en cualquier momento, pero en principio todo se muestra solitario y tranquilo.
De todas formas, el vehículo presenta un aspecto desolador: los faros delanteros están arrancados de cuajo, dando la sensación de ser un ciego; tampoco tiene matrícula, e incluso una de sus ruedas está pinchada.
La calle, lo repito una vez más, aparece desierta. Solamente mi hermana y yo transitamos por ella, si bien a nuestra izquierda me ha parecido descubrir unas sombras, unos cuerpos moviéndose dentro de un cobertizo, en una especie de garaje.
Repentinamente, el automóvil abandonado se va llenando de gente, surgida como por arte de magia de sus entrañas, y en seguida salen y se encaminan hacia un caserón inmediatamente anterior a la extensa valla de cemento.
Reparamos en el edificio, y lo reconocemos de inmediato aun sin haberlo visto nunca antes. Ese es nuestro objetivo también, el motivo por el que estamos allí. Se da la circunstancia de que un pariente lejano -en concreto una tía de la que jamás antes había oído hablar-, me ha dejado al morir la propiedad de un inmueble, que es exactamente el mismo al que entra toda aquella gente surgida de las entrañas del automóvil.
La fachada es pequeña, aunque el edificio tiene mucho fondo. Desde nuestra posición sólo podemos ver una parte. Una breve escalera da acceso a la entrada principal. Los individuos salidos del coche han subido por ella y se han perdido en el interior. Una atmósfera enrarecida lo cubre todo, y el silencio resulta casi tétrico. Además, esos seres parecían como hipnotizados, como mutantes, rígidos, mudos. Sus facciones no eran humanas, más bien nos han parecido locos o seres venidos de ultratumba. Es difícil encontrar una colección tan amplia y surtida de alienados, de hombrecillos, como la que ha desfilado ante nuestros ojos. Me he sentido muy impresionado.
Decidimos entrar en la casa cuando ya todos los extraños seres han penetrado en ella. Subimos los pocos escalones que conducen hasta la puerta y la abrimos con una llave que mi propia hermana lleva en el bolsillo.
Nos hallamos en un vestíbulo de dimensiones inciertas, muy pequeño y a la vez muy grande (no hay que olvidar que no es más que un sueño; en los sueños suceden estas cosas), con varias puertas y una ventana, que no deja pasar la luz porque está cegada con un armazón de madera.
Como nos hemos colado de un modo subrepticio, casi como delincuentes, tememos que nos encuentren en aquel lugar. Alguien podría pensar que somos espías de vete a saber dónde, y ello podría ser motivo de que trataran de eliminarnos y transformarnos también en pobres seres.
Nos refugiamos, con infinita imprudencia por nuestra parte, tras la primera puerta que hallamos, con grave riesgo de topar en la nueva habitación con más personas hipnotizadas. Oímos ruido en la pieza que acabamos de dejar (por ese motivo hemos salido de ella), y al instante nos llega con toda nitidez el acento español de un hombre. No me paro a pensar en el hecho del idioma, resulta natural que hable el mismo que nosotros, aunque el paisaje y el tipo de construcciones en absoluto se asemejan a España, pero tratándose de un sueño cualquier cosa sería posible.
No hay mucho tiempo para pensar, sin embargo. Mi hermana tira de mi brazo y me arrastra hacia unas escaleras que parten de esa habitación. La escalera sube hacia los pisos superiores pero también baja hacia el sótano. Por supuesto, tomamos rumbo ascendente. Pisamos con cautela, para no hacer ruido, pero los peldaños deben ser muy antiguos y sus maderas crujen demasiado. El hombre de la voz ha sentido nuestra presencia, y abre la puerta que comunica con esta habitación. Da orden de capturarnos, y al instante aparecen dos sujetos vestidos de blanco que tratan de detenernos. A pesar de su oposición, logramos abrir un hueco entre ellos y la barandilla, y nos escurrimos de nuevo escaleras arriba.
Aunque subimos, vamos a parar al sótano, oscuro y frío. Unos bancos de madera llenan la estancia, y varias antorchas penden de altas vigas redondas. Mi hermana me acompaña todavía, aunque muy pronto va a desaparecer. Dos gigantones vestidos de blanco nos dan por fin caza y nos llevan como detenidos, o por lo menos vigilados, hasta uno de los bancos, y nos colocan junto a unas viejas vestidas de gris. Somos informados de que una de las viejas (nos señalan una) es pariente nuestra, en concreto es la dueña del caserón en que nos encontramos. No acabo de salir de mi asombro al tener ante mí a la responsable de que yo sea ahora casi rico. Sí, porque la buena señora me ha instituido heredero, pese a no haber muerto aún. Ella tampoco me reconoce, ni cree haber tenido jamás sobrinos. En fin, durante todo ese tiempo yo no hago otra cosa que cavilar acerca del destino que puedo darle al edificio y al coche de la entrada.
El sótano recuerda mucho a una iglesia oscura, pues los bancos apuntan hacia una especie de altar de mármol, ricamente engalanado y con unos focos que dejan a oscuras el resto. Mi hermana ya no está conmigo; cuando voy a preguntar dónde la han llevado, se hace el silencio y aparece el hombre de la voz que hemos visto al llegar. Francamente, solamente a él y a los gigantones les puedo entender correctamente; los hombres hipnotizados o mutantes, o lo que sean, se limitan a gruñir y a escupir torpemente sílabas sin sentido. El hombre de la voz viste de blanco, e imagino que será el sacerdote de la misa que va a dar comienzo.
No obstante mis suposiciones, avanza hasta mi asiento y me invita a salir a la luz de la mesa pétrea iluminada por las velas y focos. Hace mi presentación a la concurrencia, y al hablar de mí -cito literalmente- me califica de "ilustre señor", "nuevo propietario" y "nos congratulamos de su presencia". El resto del discurso no lo entiendo, un poco aturdido por las luces y por el suave rumor de cientos de gargantas respirando al unísono. Nada más terminar su alocución empieza a llover inexplicablemente (pues es un local cerrado, y hasta se adivinan las vigas del techo a través de la penumbra). Es una lluvia fina, pulverizada, que cae con insistencia. Noto que solamente yo me mojo; los otros, sentados en sus bancos, mirándome, están completamente secos. Después, un espectador que tiene la boca abierta y babea, se pone a aplaudir, y los demás, igual que si fueran ganado, le imitan.
Me siento bastante enojado. Quiero protestar, hacer valer mi autoridad, pero el hombre de blanco me empuja al centro del chorro de agua, también con una sonrisa en los labios. Trato de pedir auxilio a mi hermana, por alguna parte debe estar, pero el agua me embota los sentidos, como una espada gélida y pesada, y pronto me desmayo.


No recuerdo qué ha acontecido después. Al abrir los ojos me encuentro en una cama dentro de una habitación sin adornos y llena de luz. No puedo moverme, pues me han atado los brazos a la espalda. Seguro que nos han hecho prisioneros y ahora nos vaciarán el cerebro hasta quedar convertidos en muñecos vivos. Entra un gigantón, vestido de blanco, y también el hombre de la voz, que parecen ignorar mi presencia. Dan unos pasos y llegan a la ventana, protegida con rejas verticales y horizontales, formando una tupida red. Tras comprobar su firmeza y seguridad, salen de allí.
No cabe duda, ésa es mi celda, acaban de asegurarse de que los barrotes son sólidos, imposibles para escapar. También a mi hermana la tendrán presa en otro compartimento como el mío.
En seguida llega hasta mí una conversación a través de la puerta. Mi hermana -la reconozco de inmediato- habla con el hombre de la voz, y yo soy su tema de conversación. Dice el hombre que no se preocupe, que estaré bien atendido aquí dentro, y que tal vez algún día pueda recobrar el juicio. Además, me van a permitir visitas una vez por semana.
Entonces acierto a comprender cuanto ha sucedido, y el solo hecho de pensarlo me pone los pelos de punta. Me consideran un loco y me han traído a un manicomio; por eso mi hermana no ha tenido miedo al entrar, por eso los extraños seres que lo habitan, por eso me han recibido con una ducha de agua helada, por eso me encuentro aislado en este cuarto, maniatado por la camisa de fuerza y con las ventanas enrejadas.
Llamo a mi hermana, desesperado, pidiendo que me saque de allí y termine de una vez esta absurda broma, pero nadie viene a socorrerme. Me incorporo del lecho con muchísimo esfuerzo y trato de derribar la puerta. Todo resulta baldío: no puedo servirme de los brazos, presos en la espalda, y con la boca tampoco logro mover la manivela. Además, está cerrada con llave.
Me abalanzo sobre la ventana y veo la calle. No la calle sucia y destartalada por la que hemos llegado, sino una limpia y asfaltada. Mi hermana sale ahora del edificio y sube al coche antiguo aparcado en la acera. Lo último que recuerdo es el estruendo del motor alejándose a toda velocidad, y luego me desmorono sobre la alfombra.
Así llevo encerrado toda una vida en esta casa de locos, y resulta que el hombre de la voz es un médico, y los gigantones sus ayudantes. A veces me dejan salir un rato a pasear por el jardín, pero me vigilan porque dicen que soy peligroso. Suelo hablar con mi tía, que nunca acaba de morirse, y cuando estoy en mi habitación me entretengo haciendo figuritas de mimbre o escribiendo incongruencias en un papel.
Cada mañana creo que voy por fin a levantarme en mi auténtica cama, y que todo ha sido una pesadilla abominable, pero intuyo que no puede ser, estoy loco y cada segundo aumenta mi locura, transformado en un manojo de músculos sin voluntad propia, dejándome guiar como si fuera una oveja más del gran rebaño.
Por este motivo he escrito cuanto antecede en mis intervalos lúcidos, con la esperanza de despertar de todo esto entre mis muebles, entre mi gente; con la esperanza de que sólo sea un mal sueño que poder relatar a mis nietos cuando sea viejo, sentado al calor de una chimenea y con una pipa entre los labios.

© Juan Ballester

No hay comentarios:

Publicar un comentario