jueves, 24 de febrero de 2011

Viaje en metro

El hombre, vestido con un simple traje de color gris y una gabardina, se encamina hacia la taquilla y paga su billete. Ya al bajar por las escaleras mecánicas nota que la estación de metro está casi vacía, pero no le da demasiada importancia, pues es una hora en la que por lo general apenas hay gente, aparte de que se trata de una estación poco importante. En el andén ve aproximarse el tren, que empieza a frenar haciendo retumbar todo el suelo y creando una corriente de aire que suele ser bastante peligrosa para los que, como él, padecen propensión a constiparse.
Al abrirse las puertas se instala en un compartimento donde curiosamente viaja él solo, y se extraña de nuevo ante el escaso número de pasajeros. Elige un asiento de cara a la máquina, que ya se sumerge en el túnel produciendo un ruido ensordecedor que apenas le permite oírse a sí mismo. Mientras trata de mirar hacia la espesura a través del cristal, no puede evitar el ver su imagen reflejada en la ventanilla, y entonces le da por pensar en la situación tan insólita en que se encuentra, viajando en un vagón absolutamente vacío, a su entera disposición, y llega a sentir una apabullante soledad que le causa cierto malestar, cierta ansiedad por estar ya en su lugar de destino, en medio de bullicio.



Y es precisamente esta ansiedad la que se encarga de que los segundos se tornen eternos, interminables, de que la siguiente parada no llegue todo lo pronto que él hubiera deseado. Por otro lado, el desagradable estruendo de las ruedas deslizándose por las vías le cala hasta lo más profundo del cerebro, le pone más nervioso si cabe.
El tren prosigue su camino a velocidad de vértigo y no frena, lo que significa que todavía no se acerca la siguiente estación. Claro que el hombre sabe de sobra que entre una y otra hay más de dos minutos de túnel negro, de estrépito monótono. Tiene la impresión, sin embargo, de que ese día la duración es mayor que nunca, y empieza a dar paseos a lo largo del vagón para tratar de descargar su tensión nerviosa.
Debido a la velocidad, en uno de los vaivenes es arrojado contra la puerta que comunica con la cabina del conductor. Le parece buena idea ir a hablar con él, al menos dejará de estar solo. Aunque forcejea con la manivela y empuja con el hombro, no consigue abrirla, está cerrada con llave. Golpea con los nudillos, con la palma de la mano extendida, con todo el brazo, y tampoco recibe respuesta. Decidido a abrirla, toma impulso retirándose cuatro o cinco metros, y se abalanza de nuevo con el pie presto a violentar la cerradura. Al cabo de tres embestidas el cierre cede y la puerta se abre.
Pero es ahora cuando comienza la auténtica pesadilla. Observa con estupor que la cabina está vacía y que la máquina se mueve automáticamente, como guiada por control remoto, a través del túnel inmenso y negro. Intenta manipular los botones y palancas, mas no logra nada, no advierte cambios. Se siente enloquecer, ya que no logra ver claridad al final del tétrico intestino. Tan solo un pequeño foco de luz arrojado sobre los raíles le permite apreciar la gran velocidad a la que marcha y el enorme riesgo de colisionar.
El hombre, aturdido, espantado, retrocede corriendo y trata de tirar de la palanca de alarma, que tampoco funciona, que tampoco logra detener el tren. Entonces, su instinto le lleva a buscar compañía en los vagones traseros, donde seguramente encontrará a alguien con el que, si no poner remedio, al menos podrá servirle de compañía y ayuda.
A través de la portezuela consigue acceder al segundo coche, pero igualmente aparece vacío, y lo mismo el tercero, el cuarto, los cinco de que se compone el convoy. Tira una y otra vez de la alarma, de todas las alarmas, mas en vano: no disminuye la velocidad, no se siente frenazo alguno. Retorna al vagón de cabeza, con enorme riesgo de caer. Pierde la chaqueta y a punto está de resbalar al tratar de recuperarla. Logra por fin conquistar la cabeza del tren, que alumbra los raíles mientras serpentea hacia la imposible salida, y el hombre, fascinado y a la vez desesperado, abre la última puerta, la que no conduce ya a ninguna parte, y salta al vacío, dejando que las ruedas metálicas le aplasten hasta convertirle en una masa informe que se retuerce en el oscuro pasadizo.

© Juan Ballester

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