Había una vez un dibujo infantil en el que aparecía un pueblo. Era un pueblecito muy pequeño en la ladera de una montaña, en el cual todas las casas eran blancas. Tenía muy pocos habitantes; casi todos eran niños y viejos. Había también un pastor que guardaba un rebaño de ovejas hecho de merengue, y se veía también una fuente que no tenía agua.
El alcalde y el señor cura eran los más importantes vecinos; ambos cuidaban de la exigua población: el cura cuidaba las almas y el alcalde de las cosas terrenales. Tenían también un maestro y, sobre todo, viejas de pelo blanco y cara arrugada que hacían punto a la puerta de sus casas, sentadas en sillas o en mecedoras.
El pueblo tenía un campo de fútbol, una iglesia y un bar. El campo de fútbol siempre estaba lleno de chiquillos; la iglesia, llena de mujeres, y el bar lleno de hombres. Los tres eran muy pequeños, como todo en la aldea.
Muy cerca pasaba un río. Ese río era poco ancho y muy profundo, y en él se criaban diversas especies de peces, sobre todo latas y zapatos. Se cruzaba por un puentecillo de madera que conducía a los campos del tío Cándido y al cementerio.
Vivía en el pueblo un niño llamado Pablito. Bueno, había más niños, pero a nosotros nos interesa éste especialmente porque era muy malo. Los otros eran normales, alguna picia sí hacían, la verdad, pero poco importantes. En cambio, Pablito era malo de verdad, todos le temían, hasta los mayores, y se apartaban de él por miedo a que les rompiese algo. Por lo tanto, andaba casi siempre solo y, como no tenía con quien jugar, se iba a pasear o a sentarse bajo un nogal en los campos del tío Cándido, que, dicho sea de paso, era su padre.
Sentado a la sombra del árbol sacaba la navaja de su bolsillo y se dedicaba a destrozar la corteza escribiendo con la cortante punta, o bien se entretenía matando pájaros con su tirachinas, y los pájaros, que eran de cristal, caían al suelo y se rompían. Después llegaba su padre y le tiraba de las orejas en castigo, pero a Pablito eso no le hacía cambiar, seguía igual de travieso.
También solía ir a robar cerezas cuando era época. Se subía a un árbol y lo "pelaba", dándose luego el atracón. Pero como las cerezas eran de cera, inmediatamente le empezaba a doler la tripa y se tenía que volver a casa, donde el palo le aguardaba de nuevo.
A diario le pegaban, porque a diario aparecía algo roto o se echaba de menos alguna cosa, y Pablito cargaba con las consecuencias. Le zurraban una y mil veces, sin lograr que se volviese bueno.
A menudo el cura, don Cristóbal, le seguía hasta el campo y trataba de convencerle de que los niños deben de ser buenos y no enfadar a sus padres. Le señalaba un montón de cosas que podía hacer en favor de los demás, las cosas útiles y de provecho que existen. Y Pablito, en lugar de escuchar las palabras de aquel buen hombre, se distraía inventando nuevas pillerías.
Como es natural, Pablito nunca asistía a clase. Iba a la escuela, pero se quedaba merodeando por los alrededores, haciendo ruido para molestar, y tirando piedras contra los cristales, que uno a uno fue rompiendo hasta no dejar ni un trocito entero. Cuando ya no hubo más cristales que romper, se divertía colando cosas por la ventana, y en alguna ocasión hirió a los que estaban dentro. Su padre le pegaba al llegar a casa ...
Otros días salía donde el pastor y molestaba a las ovejas y al perro, les tiraba palos y ramitas, les retorcía las orejas y barbaridades similares. Como eran de merengue, cada vez se llevaba un pedacito de ellas entre los dedos, y cada vez las dejaba más pequeñas. El pastor huía temiendo que la emprendiese también con él.
Una tarde estaba Pablito sentado bajo el nogal contemplando el campo, y vio unas golondrinas de cristal posadas en los cables de la luz que por allí pasaban. Llenó sus bolsillos de guijarros y probó su puntería contra ellas. Fueron sucumbiendo rápidamente, sorprendidas por la destreza del muchacho, y pronto no quedaron más que unas pocas, atemorizadas, inmóviles en el cable. Pablito lanzó entonces una piedra más grande, con tanta fuerza, que pasó de largo como una flecha y siguió subiendo por el aire, hasta chocar contra el sol, situado en aquellas latitudes.
- ¡Ay! -dijo entonces el astro.
- ¿Quién grita? -preguntó el niño, sorprendido.
- Te ordeno que dejes de lanzar objetos -aulló el sol, muy enojado.
- ¡No quiero! ¡No me da la gana! -repuso el chico-. Y para que aprendas, ¡toma!
Y le lanzó una piedra mayor aún, que también fue a estrellarse contra la cara del sol.
- ¡Ay, ay, ay! ¡Socorro, que me matan! -clamaba la estrella.
Pablito, divertido con el nuevo juego, siguió disparando hacia allí sus proyectiles, olvidándose ya de las golondrinas. El sol pedía clemencia y lloraba ante la lluvia de piedras que recibía.
- ¡Basta, basta, por piedad! -suplicaba.
En el pueblo oían los gritos y supusieron que se trataba de otra gamberrada de Pablito. Bajaron a ayudar al sol, armados con palos y estacas. El niño continuaba lanzando mil objetos hacia lo alto, divertido. Una nube de goma espuma llegó a socorrer al astro rey, cubriéndolo con su cuerpo, de tal modo que las piedras ahora rebotaban en la nube y volvían a caer sobre la cabeza del niño. Éste se hizo daño y dejó de tirar. En ese momento llegó su padre y le atizó una terrible paliza que a punto estuvo de acabar con él para siempre.
Pero los niños malos son fuertes, y una simple descarga de golpes no es suficiente para mandarlos al otro mundo. Lo llevaron a casa, herido, y acabó curando al cabo de cuatro semanas de guardar cama. Fue aquél el mes más feliz de la historia del pueblecito: sin el travieso Pablo, la vida volvió a la normalidad, las gallinas volvieron a poner sus huevos de madera, los cristales de la escuela se arreglaron, los pájaros vinieron de nuevo a posarse en los árboles ...
Mas un buen día sanó, y su larga convalecencia no le sirvió para enmendarse, sino todo lo contrario, fue un simple descanso para recuperar fuerzas y volver al ataque. La gente llegó a temerle más que antes si cabe, y a los cuatro días de su recuperación los cristales de la escuela estaban hechos añicos de nuevo, y los árboles sin un fruto y los campos sin un pájaro.
Todo volvió a ser triste; incluso el sol, acordándose del mal rato pasado, optaba por no salir la mayoría de las veces, y cuando lo hacía, era escoltado por nubes de goma espuma. Las gallinas tampoco pusieron ya huevos, y la vaca dejó de dar leche.
En el pueblo había también un gato de regaliz, al que Pablito odiaba puesto que era lo único que no podía alcanzar en sus fechorías, tan escurridizo era. Nunca lograba derribarlo de los tejados por más que lo intentaba, de forma que el animalito campaba a sus anchas por las alturas.
Una noche, estando Pablito acostado, le oyó merodeando por encima de su tejado, buscando alimento. El niño se agachó con cautela, cogió un objeto duro del suelo de su habitación y saliendo al balcón, lo lanzó con fuerza contra el animal. De repente, se produjo un estrépito, como si una porcelana se hubiese roto, y se dio cuenta de que a la luna le faltaba la mitad de la derecha. Se encendieron algunas luces y varios vecinos salieron a la calle. ¡Qué tristeza cuando vieron el trozo de luna hecho pedazos! Comprendieron en seguida que aquello era obra de Pablito, y poco a poco fueron concentrándose todos a la puerta de la casa del tío Cándido.
¿Hará falta que os explique de qué modo terminó ese incidente? Ya os habréis supuesto que Pablito volvió a la cama con las orejas coloradas y llorando. Y no sólo era eso, sino que el pobre tío Cándido no ganaba para pagar todos los estropicios causados por su hijo, y cada vez vivían con más pobreza.
Y un buen día, el dibujo en donde todo esto sucedía sufrió una transformación. Alguien borró a Pablito de él. Su madre encontró vacía la cama al levantarse, y aunque buscó y buscó, no dio con el chico. Miró por las callejuelas del pueblo y tampoco estaba. Cada habitante registró su casa, se recorrió el río, los campos, la iglesia, siempre infructuosamente. Esto llenó de alegría a la población, porque significaba que sus sufrimientos y preocupaciones se habían terminado. Sólo los padres de Pablito y su hermanita lamentaron su desaparición, pues en el fondo le querían mucho. Y de este modo, el pequeño pueblecito del dibujo con sus casitas blancas hechas de miga de pan, con sus ovejas de merengue, su gato de regaliz, sus pajaritos de cristal y su luna rota, vivió en paz y tranquilidad el resto de sus días.
© Juan Ballester
No hay comentarios:
Publicar un comentario