jueves, 10 de marzo de 2011

Vivir desde cero

Fue precisamente Elvira, su hija, quien me dio la noticia. Yo había estado desde primera hora de la mañana trabajando en un recurso que debía quedar terminado en un par de días, cuando sonó el teléfono móvil. Al descolgar escuché tan sólo una cascada de llanto, una voz desesperada, y entre medias logré entender palabras aisladas que no era difícil relacionar. Así es como supe que Carlos había muerto la noche anterior, que lo habían encontrado en un callejón, al parecer con un fuerte golpe en la nuca. Petrificado, sin saber qué hacer ni qué decir, de pie en medio del despacho, solo fui capaz de reaccionar pasados unos segundos, y me marché rápidamente luego de pedirle permiso al jefe.
Me dirigí directamente al tanatorio, aunque el cuerpo estaba aún en el anatómico-forense, a la espera de la autopsia. Encontré a Lydia llorando, destrozada, y al verme cayó presa de un ataque de nervios. Entre Elvira y yo la sujetamos justo a tiempo de evitar que se golpease contra el suelo, y poco a poco me fueron poniendo al corriente del horrible crimen. Mientras las escuchaba, entre hipos y sílabas entrecortadas, me sentía como envuelto en una pesadilla. Era demasiado, después de lo de Esther, apenas un año antes, volver a abrir las heridas, tener que revivir de nuevo el mismo calvario y el mismo dolor incomprensible. Pero esta vez no teníamos a Carlos para servirnos de apoyo, sino que era el propio Carlos el que nos dejaba huérfanos de todo, quizá ahora para siempre. Y otra vez me negaba a admitir que la fatalidad se cruzase en nuestro camino, que se cebase de nuevo con quienes habíamos tenido que soportar ya la pérdida irreparable de un ser querido. ¿Cómo podía haberle sucedido algo así precisamente a él, a un esposo y padre ejemplar, a un hombre con un corazón tan grande y generoso que no le cabía en el pecho? No, las personas como él no podían morirse nunca, y menos de esa forma tan espantosa, tirado en plena calle como un trasto viejo. Y por si fuera poco, sin habernos recuperado aún de lo de Esther. Era una vuelta a empezar, otro terremoto que desmoronaba mi vida, nuestras vidas, porque Carlos y yo éramos sinónimos desde la infancia y siempre habíamos estado juntos: el mismo colegio, las mismas aficiones, el mismo equipo de fútbol (los únicos del Atleti en toda la clase), el servicio militar en Cáceres, en el mismo regimiento, luego nuestras novias, Esther y Lydia, dos hermanas gemelas, las bodas el mismo día, el mismo dolor tras la pérdida de Esther, y ahora de repente él ya no estaba, se había ido para siempre, muerto como un perro en un callejón oscuro, y sin haber podido estar a su lado.
Aún tardaron unas horas en trasladar el cadáver; la espera se nos hizo interminable. Y cuando por fin pudimos verlo a través del cristal, fui incapaz de contener el llanto ante aquel rostro sin expresión alguna, ante aquella rigidez amarillenta fruto de la embalsamación. De verdad, aquel trozo de carne sin vida no parecía Carlos, el Carlos que de niño dejaba que le marcase goles en el patio del colegio, el que me enseñaba a copiar en los exámenes, el que me daba la mitad de su bocadillo a cambio de un puñado de canicas o de cromos, el Carlos de tantas tardes en el fútbol con su bufanda de rayas rojas y blancas, el de los paseos al atardecer por los jardines del Retiro, el que corregía los versos que yo escribía para la pobre Esther, el que trató en vano de hacerme olvidar que fue una distracción mía al volante lo que provocó el accidente y dejó a Esther atrapada entre un amasijo de hierros del coche.
Lydia se hundió en el sofá de aquel sórdido habitáculo, sin poder asimilar apenas la realidad. Pero lejos de calmarse, la paulatina llegada de parientes, compañeros de trabajo, amigos y conocidos, iba reavivando cada vez la llama de la desesperación. Oír hablar de Carlos en aquellos momentos era para nosotros como llenarse el alma de puñales.
Y es que, además, todas las circunstancias de su muerte resultaban desconcertantes y extrañas.
Para empezar, su presencia en la calle a las doce de la noche y en aquel callejón. Él terminó de trabajar hacia las siete y se fue derecho a casa. Luego estuvo en la mía -vivimos a dos manzanas de distancia- ayudándome a montar un par de estanterías que acababa de comprar, pero a las nueve ya habíamos terminado y se marchó. Esta fue la razón de que Lydia no se preocupase por su tardanza, creyendo que aún estaría conmigo. El caso es que a partir de ese momento se perdía su rastro. Era muy improbable que por el camino hubiera decidido ir a tomarse algo él solo, y menos aún al centro, pudiendo hacerlo en su propia casa; además, no era bebedor habitual. Es cierto que antes de la muerte de Esther solíamos ir los cuatro a tomar una copa de vez en cuando, pero desde el fatal accidente, era muy raro que saliéramos y menos aún entre semana. Por eso resultaba inexplicable cómo pudo irse hasta aquella zona de copas tan alejada de nuestro barrio.
Por otro lado, no parecía existir móvil del crimen. Se había descartado el robo, porque cuando fue encontrado el cuerpo, llevaba su cartera en el bolsillo interior de la chaqueta, y no le faltaba ni dinero ni tarjetas de crédito ni nada parecido. Y también conservaba el reloj de oro y la alianza. De manera que debía forzosamente responder a un motivo diferente.
Durante toda la noche del velatorio, y durante el entierro, a la mañana siguiente, me seguía machacando una y otra vez la misma pregunta: ¿por qué no volvió directamente a casa? ¿qué fue lo que le llevó tan repentinamente hasta el fatídico callejón?



Terminó la ceremonia; la multitud se fue dispersando, y ahora tocaba lo peor: la miseria, la soledad, el aprender a vivir otra vez desde cero, sin Carlos, al igual que un año antes tuvimos que aprender a hacerlo sin Esther.
Pasó la tarde y llegó la noche. Lydia y Elvira estarían compartiendo su dolor y su ausencia, arropándose mutuamente en un imposible empeño por renacer de las cenizas; pero yo había sufrido una especie de mutilación anímica que habría de hundirme definitivamente. Ahí estaba la botella de J&B, tentándome en silencio, llamándome con sus cantos de sirena, como tantas otras veces, pero ahora dispuesta a hacerme olvidar. O quizá a recordar.
No sé qué fue exactamente lo que me impulsó a lanzarme a la calle, a tomar un autobús hasta el centro, a visitar el lugar maldito donde un desalmado había terminado con la vida de Carlos y con la de todos los que de alguna forma girábamos a su alrededor. El caso es que allí estaba, vagando como un alma en pena, comprobando cómo la oscuridad y el misterio seguían envolviéndolo todo, arrastrándome hasta un garito infame y apurando el tercer Bacardi con coca-cola de la noche antes de emprender el regreso a casa, abatido, obnubilado, sin poder quitarme de encima esa sensación de vacío espantoso, semejante a la pérdida de una pierna o una mano, o quizá peor, mucho peor, porque Carlos lo era todo.
¿Cuánto duró aquella oscuridad, aquel viaje hacia ninguna parte? Lo ignoro: solo recuerdo mi rostro congestionado por el alcohol reflejado en la ventanilla de un autobús semivacío, rodando frenético por una ciudad fantasma, el frenazo brusco, las puertas que casi me guillotinan el alma, la vomitona en plena acera, el gesto de buscar la llave del portal, el agente de policía esperándome, el coche patrulla en el que me meten a empujones.
Y es entonces cuando se hace la luz, cuando empiezan a surgir entre las sombras de mi mente lugares, palabras, circunstancias, cuando todo se repite, como una horrible pesadilla, cuando vuelvo a la noche del martes, a eso de las once, cuando oigo a Carlos suplicándome que no beba más, que volvamos a casa, que ya es muy tarde, cuando veo cómo me saca a rastras de un garito infame y lo insulto y lo golpeo en la cabeza y cae al suelo como un muñeco roto, cuando me alejo de allí como un animal herido rumbo a ninguna parte, y tomo el autobús y veo mi rostro desencajado por el horror y el alcohol reflejado en el cristal, cuando siento un frenazo brusco y una puerta que casi me guillotina el alma, cuando vomito en plena acera y llego a casa y no puedo dormir pensando que mañana vamos a enterrar a Carlos.

© Juan Ballester

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