jueves, 30 de junio de 2011

Grandeza y miseria de los trenes

Las manecillas marcan ya las siete menos diez y el taxi apenas ha avanzado tres manzanas en los últimos minutos. Y lo que es más preocupante, el atasco parece extenderse hasta los confines de la ciudad. Seguramente ya no llegará a tiempo a la estación ni aunque tuviera a su disposición un helicóptero.
Mas qué otra cosa puede hacer sino esperar a que se produzca el milagro, esperar que por "cuestiones técnicas" (como se denominan oficialmente los retrasos) el tren salga después de la hora prevista. Y si lo pierde, quizá pueda conseguir que le devuelvan parte del importe de su billete, o canjearlo por otro para el próximo tren. En cualquier caso, es más que probable que se perderá la primera jornada del simposium. Tanto trabajo redactando su ponencia para nada, para caer víctima de un embotellamiento.
Por un momento parece que la situación se alivia, porque el taxista logra recorrer tres manzanas de un tirón y se mete por una bocacalle menos saturada, pero por lo visto la mala suerte se quiere cebar en él, porque de repente se encuentran detrás de una furgoneta que está descargando una serie de bultos.
Entonces su furia se desata por completo y comienza a increpar al transportista para que la mueva de allí, pero el tipo no está dispuesto a darse prisa ni a cooperar. A punto está de bajarse del taxi y liarse a puñetazos con él, pero ello en nada hubiera contribuido a lograr su objetivo.
Cuando al fin el hombre de la furgoneta termina su tarea y arranca el vehículo, el reloj de Quiroga señala las siete y cinco. Se imagina al tren, repleto de viajeros, empezando a deslizarse por la vía con lentitud pero inexorablemente. Se imagina un asiento vacío, el suyo, quizá aprovechado por algún viajero previsor que en el último momento habrá encontrado plaza. Y, en fin, no le queda más remedio que esperar a que el taxi le vaya acercando metro a metro, semáforo a semáforo, hasta la estación. Ahora es muy fácil lamentarse por no haber optado por el automóvil, es muy cómodo echar pestes del caos circulatorio.
Y lo peor es la imagen que va a dar. A un hombre de su categoría, de su posición, se le supone lo suficientemente entrenado como para coger el coche y meterse cerca de ochocientos kilómetros en una noche, aunque eso le obligue a mantenerse en tensión durante todo ese tiempo. Aunque Quiroga tiene su propio punto de vista a ese respecto y prefiere viajar confortablemente en coche-cama, sin preocuparse del tráfico. Además, así podría dar los últimos retoques a su trabajo: es un perfeccionista, y nunca se siente plenamente satisfecho de los resultados. A menudo lo rehace todo de nuevo precipitadamente, y luego no le resulta nada fácil poner orden en ese galimatías de borrones, palabras interlineadas y notas a pie de página.
Mientras el taxi consigue alcanzar el carril lateral y avanza unos doscientos metros sin llegar a pararse, extrae su teléfono portátil del bolsillo interior de la americana y busca en su agenda el número de la Central.
- Por favor, señorita, póngame con Herreros -le dice a la recepcionista-. De parte de Quiroga.
Hay una pausa, amenizada con una incalificable versión de la serenata nocturna de Mozart en arreglos de sintetizador.
- ¿Paco? Oye, estoy en un atasco y he perdido el tren, chico ... Sí, el de las siete. Voy a ver si encuentro billete para el próximo ... Creo que a la una de la madrugada, imagínate ... Ya, ya, más lo siento yo ...
El tono de la conversación empieza a agriarse.
- Y ¿qué quieres que haga ahora? ... Bueno, déjate de monsergas y vamos a tratar de arreglarlo ... ¿Qué dices? ... ¿Por fax? ... No sé si en la estación tendrán fax, y aunque lo tuvieran tampoco lo mandaría. Lo lógico es que exponga el tema alguien que se lo haya preparado, ten en cuenta que luego hay coloquio y estarán allí todas las eminencias extranjeras ... Y dale, ése no tiene ni idea, hombre. Además, que no quiero, nadie va a leer mi ponencia, olvídate de eso ... Claro que a mano, y llena de tachones, y aún me gustaría hacer algunas correcciones ... Pues tú me dirás, como no encuentres a alguien que acepte adelantar su conferencia ... ¿Quién? ¿Cassier? Sí, hombre, cómo no voy a conocer a Cassier, hemos coincidido varias veces; la última en Boston el año pasado. Coméntaselo, pero no le digas el verdadero motivo de mi ausencia ... Porque no, coño, que luego empiezan los comentarios ... Dile lo que te dé la gana, que se ha puesto peor mi suegra o que se me ha roto el coche ... ¿Qué? ... No digas bobadas, cómo me voy a ir hasta el aeropuerto ... Vale, no empieces otra vez ... Nos vemos mañana: ya te llamaré cuando llegue.
A lo lejos se distingue ya la cúpula inconfundible de la estación y resuena en el ambiente el molesto roce de las ruedas de los trenes al deslizarse por las vías. Quiroga mira una vez más la hora. ¡Qué desastre! Son más de las siete y cuarto.

* * *

"El Reposo del Ángel", entrañable local mezcla de café y biblioteca, abre sus puertas a las cinco en punto. Es uno de esos lugares donde el tiempo no pasa, donde el ciudadano de a pie puede encontrar unos minutos de tranquilidad en medio del trasiego de la gran ciudad. A pesar de estar ubicado muy cerca de la estación de ferrocarril, se respira una extraña calma en su interior. Todo el mundo parece respetar la imagen del ángel que preside la entrada, tanto quienes acuden allí a tomar un pequeño refrigerio, como quienes optan por echar mano de uno de los cientos de libros o revistas que se distribuyen por las estanterías, y siempre por un módico precio, como es norma de la casa.
Para Núñez el lugar no resulta nuevo en absoluto; antes al contrario, es su refugio predilecto desde que lo descubrió por vez primera un año antes. Desde entonces, no hay semana que no dedique al menos un par de horas a ponerse al día en las últimas novedades bibliográficas: a veces un periódico, otras el último numero de las más prestigiosas revistas literarias, y siempre, además, cualquiera de los suculentos ejemplares de filosofía o novela que recubren la mayor parte del espacio disponible en los anaqueles.
Y aparte del interés meramente cultural, también tiene Núñez otra buena razón para pasar allí todas sus horas libres. La relación que mantiene con la dueña es lo bastante importante para él, hasta el punto de que, sin llegar a considerarse novios ni nada por el estilo, sí son en cambio algo más que buenos amigos.
Normalmente los viernes no falta nunca, puesto que dispone de toda la tarde libre. Incluso ha convenido tácitamente con Ana, la dueña, que le reserve una pequeña mesa junto a la ventana en donde Núñez gusta de desplegar sus folios y ponerse a redactar sus ensayos literarios.
Pero ese día Núñez no vendrá, su mesa permanecerá vacía durante casi toda la noche, porque con el impacto emocional sufrido en las últimas horas no ha tenido ocasión de comentar con nadie, y tampoco con Ana, la mala noticia que le obliga a emprender precipitadamente viaje fuera de la ciudad. A buen seguro ella atribuirá su ausencia a un malestar pasajero, o a otro compromiso ineludible, porque será la primera vez en mucho tiempo que no acude los viernes por la tarde a su local.
Y es que a él mismo la enfermedad de su padre le ha sorprendido no sólo por su gravedad sino también por lo inesperado. Bien es cierto que con ochenta y muchos años cualquiera puede abandonar este mundo a la menor complicación, pero no lo es menos que la salud de su padre, su vitalidad y su lucidez mental hacían prever que viviría eternamente. Y sin embargo, una angina de pecho le ha derrumbado de forma contundente y posiblemente no saldrá de ésta.
Núñez se ha puesto en camino inmediatamente, apenas ha recibido la noticia. Piensa que no le será difícil encontrar billete para el primer tren, pero al llegar a la estación su decepción es enorme puesto que está todo reservado con antelación y no quedan asientos disponibles. Habla con el encargado, le explica que se trata de una emergencia, de una situación excepcional, creyendo que así le resolverán el problema, pero el funcionario no puede ayudarle. Tendrá que esperar hasta la salida del tren, y si tiene suerte y algún pasajero con reserva no se presenta a tiempo, podrá ocupar plaza. Pero ya le advierten que es muy improbable, no pueden asegurarle nada. Menos mal que falta sólo un cuarto de hora.
Se acerca hasta el andén y distingue el enorme tren envuelto en un considerable ajetreo de despedidas y traslado de equipajes. Está sólo medio lleno, porque muchos viajeros están paseando por los alrededores, fumando o charlando con los que han acudido a despedirles. Opta también por encender un cigarrillo para aligerar de alguna forma la preocupación en que está sumido y la tensión por no haber encontrado billete, lo que le retrasará más de la cuenta. Todavía faltan diez minutos, amén del retraso que se suele acumular en las salidas.
Poco a poco se van arremolinando junto al tren más y más personas; casi todos los asientos están ya ocupados, y los pasajeros se asoman a las ventanillas para seguir la conversación con los que han quedado en el andén, interrumpida apenas unos segundos antes, o para dar las últimas consignas a los que emprenden viaje.
Núñez permanece de pie, viendo con desesperación cómo se llena cada uno de los coches, y no puede evitar ser testigo del siguiente diálogo entre una madre y su hijo:
- ¡Ten cuidado, hijo mío, no te roben el equipaje!
- Sí, mamá, no te preocupes.
- Y llámanos en cuanto llegues.
- Que sí, mamá, que ya lo sé ...
- Y no te fíes de nadie, que hay muchos sinvergüenzas ...
- No te preocupes, ya me lo has dicho cuatro veces.
- ¿Has puesto en la maleta las mudas que te dejé limpias esta mañana?
- ¡No hables tan alto, que te van a oír todos! Sí, las he cogido...
Al fin Núñez se decide por subir al tren, es uno de los últimos en hacerlo. Lleva en la mano una maleta no muy pesada mientras avanza por el pasillo buscando un asiento vacío. Nada en este vagón. Tendrá que cruzar por la portezuela que comunica con el siguiente. Allí echa otra rápida ojeada, y lo mismo, todo completo. En el tercero, en cambio, tiene más suerte. Parece que queda un asiento sin ocupar. Tras preguntar con cortesía al del asiento contiguo, se instala en él, colocando su maleta en el portaequipajes.
Ya son más de las siete y aún no se mueven. Núñez teme que con esa ligera demora aparezca el legítimo ocupante de su asiento, ese pasajero rezagado que a última hora eche por tierra sus planes. Pero los pocos que llegan por el pasillo siguen de largo y se pierden a sus espaldas. Deben ir buscando los aseos.
El tren comienza a deslizarse imperceptiblemente a lo largo de los raíles, y sólo entonces un rayo de esperanza se apodera de él. Ya está en marcha, y aunque apareciese ahora el viajero perdido y le hiciesen desalojar el sitio, podría convencer al revisor para que le dejase ir de pie en la plataforma o incluso en el pasillo. Pero gracias a Dios no tiene necesidad de pasar por ese trago siempre desagradable, y pronto se inclina sobre el reposacabezas y se deja adormecer por el traqueteo del tren, a la espera de que venga el cobrador, mientras fija su vista en un punto lejano, a través de la ventanilla.

* * *


Quiroga llega al vestíbulo corriendo, congestionado, con la pesada maleta arrastrando de su brazo derecho y el pequeño maletín en la izquierda. Resulta cómico así, y está a punto de perder el equilibrio a causa del peso. Y por si fuera poco sus prisas no sirven de nada: ya ha partido el tren. Derrotado, se dirige a una ventanilla con el fin de obtener, si es posible, la devolución del importe de su billete.
- Es imposible, señor, lo lamentamos muchísimo ... -le explica amablemente la encargada.
Sí, por supuesto, las normas son las normas. El tren ha salido incluso después de la hora prevista. La compañía no tiene la culpa.
En fin, de nada sirve sofocarse. Adquiere un nuevo billete para el próximo tren, cuya salida está prevista a la una de la madrugada. Casi seis horas de espera, todo un mundo cuando no hay nada que hacer excepto morderse las uñas. Por lo menos podrá poner en orden sus apuntes, si es que finalmente van a servir para algo.
La cafetería de la estación es muy ruidosa y sórdida, con unas sillas de plástico francamente incómodas. Allí no hay quien trabaje. Lo mejor será dejar el equipaje en consigna y buscar un lugar tranquilo por los alrededores. Pregunta a una especie de conserje y éste le indica con farragosas explicaciones dónde puede hallar un sitio agradable y acogedor. Quiroga toma esa dirección, y casi por casualidad va a desembocar frente al escaparate repleto de libros y el ángel suspendido del techo en posición de reposo. Parece un lugar interesante.
En seguida se da cuenta de la extraña atmósfera que impera en el interior de aquel café, lo agradable de la música de fondo, que no molesta en absoluto y que en cambio relaja e invita a la meditación, el ambiente selecto de la clientela, todo en definitiva. Echa un rápido vistazo y descubre con desencanto que todas las mesas están ocupadas. Mejor dicho, hay todavía una libre, junto a la ventana.
Se sienta allí y de inmediato se le acerca una mujer relativamente joven. Piensa al principio que es una camarera, eso se llama eficacia, mas por la forma en que se dirige a él y le aborda, se figura que es la encargada del negocio.
- Disculpe, caballero, esta mesa está reservada ...
Ah, vaya, ya le extrañaba a Quiroga tanta suerte. Se dispone a levantarse, y de repente se le ocurre una idea. Se quedará allí hasta que venga el cliente que hizo la reserva. A lo mejor para entonces ya hay otro sitio disponible.
Ana, la dueña, no está segura de si debe aceptar la propuesta. Núñez es tan especial, tan tímido, que a lo mejor se lo toma a mal si encuentra ocupado su sitio predilecto. Y por otra parte, el recién llegado tiene aspecto de persona importante, tan bien vestido y con esa forma de hablar. Finalmente, le permite quedarse, pero sólo hasta que llegue Núñez.
- Compréndalo, es casi de la casa. No falta un solo día. Hoy le ha debido de entretener algo importante, porque a estas horas ya suele estar aquí.
Quiroga pide un café y se distrae unos segundos mirando los libros de las estanterías cercanas. Gracias a Dios tiene una vista de lince, y distingue aún a leer los lomos de los libros desde un par de metros de distancia, sin necesidad de moverse.
-Un sitio curioso -se dice, al tiempo que extrae de su portafolios el enésimo borrador de su ponencia.

* * *

Núñez ha conseguido dormirse al fin. El inspector le toca suavemente en el hombro, tratando de que se despierte.
- Billetes, por favor ... - pregona de forma genérica, aunque refiriéndose a él de modo particular.
Le explica lo sucedido, lo que le dijeron en la estación, que podría sacar el billete por el camino, y se disculpa por no haberse puesto en contacto con él nada más ponerse en marcha. El inspector le observa detenidamente, podría imponerle una sanción aplicando estrictamente el reglamento, pero el infractor parece buena persona y por esta vez se olvida del incidente. Núñez no tendrá que pagar recargo.
Cuando vuelve la calma, piensa que ha tenido suerte en encontrar asiento, aun a costa de un pasajero poco previsor. Esas horas ganadas, los minutos incluso, pueden ser cruciales en el estado de salud de su padre. Según la conversación telefónica con su hermana, era cuestión de un par de días como máximo. Sería terrible para él no estar presente en un trance tan lamentable. Y la verdad es que había estado a punto de quedarse en tierra, de perder ocho o diez horas valiosísimas sentado estúpidamente en la estación. Bueno, en realidad se hubiera acercado hasta "El Reposo del Ángel" a hacer compañía a Ana, aunque en semejante situación no le apetecía contagiar su preocupación a nadie. Era una vergüenza, de todas formas, que justo cuando comienza la huelga de autobuses de línea, cuando se celebra una conferencia internacional y cuando se juega un importante partido de fútbol que puede sentenciar el campeonato, la compañía de ferrocarril no haya previsto reforzar el servicio. Y gracias que tiene resuelto el tema del alojamiento, que si no, imposible.
Se detienen en una estación de cierta importancia. Cinco minutos según anuncian por megafonía. Si se da prisa le dará tiempo a llamar a su hermana y también a Ana, para contarle las malas noticias. Seguramente estará preocupada por él.
Le espera un largo viaje. No llegarán a su destino hasta la mañana siguiente. Una vez retorna a su asiento, trata de echar otra cabezada porque más tarde va a tener que velar al enfermo, pero la preocupación le impide descansar como debería, y más bien le invaden oscuros pensamientos.

* * *

Quiroga sigue con sus interminables correcciones a la ponencia. Esta vez parece que le satisface cómo va quedando. Aunque no tendrá tiempo de pasarla a máquina por culpa del maldito tren que ha perdido. Ya es mala suerte, para una vez que se decide a dejar el coche le sucede un imprevisto y se va a perder la sesión inaugural, lo más importante del simposium. Trata de telefonear a Herreros, con el fin de saber si monsieur Cassier ha aceptado cambiar el orden de su intervención, porque de lo contrario ... adiós al trabajo de semanas, adiós a su prestigio, adiós a la posibilidad de lucirse.
Ahora no lo cogen. Ya son más de las nueve y posiblemente no quede nadie en las oficinas. Si al menos tuviera la certeza de que va a poder dar su conferencia, se sentiría aliviado, merecería la pena terminar sus notas. Pero a lo mejor se pega un palizón de tren para ni siquiera poder intervenir.
Ana, la dueña del local, se le acerca hacia las diez para comunicarle que el señor Núñez no va a venir esa noche, según ha sabido por la llamada telefónica que acaba de recibir. Ha tenido que emprender viaje repentinamente y estará ausente tres o cuatro días como mínimo. Así que Quiroga se puede quedar allí todo el rato que quiera. Es curioso, piensa, porque ese tipo ha partido precisamente rumbo hacia donde él tenía que ir, y quien sabe si habrá ocupado el asiento del propio Quiroga. Bueno, eso sí estaría bien: el otro, viajando en su asiento, y él, ocupando su silla en el café-biblioteca. Son las paradojas del destino, las cosas que tiene la diosa fortuna. Maldita la gracia que le habrá hecho a ese tal Núñez tener que irse de viaje precipitadamente, y por su parte a Quiroga no le ha supuesto menor perjuicio el tener que estar allí anclado, por muy confortable que resulte el local. Menos mal que su conferencia está prácticamente acabada, y esta vez parece que definitivamente.

* * *

Núñez no tiene tiempo de reaccionar siquiera. Todo sucede tan bruscamente, de forma tan inesperada y absurda, que cuando logra salir de su estado letárgico ya ha salido despedido hacia adelante. Es apenas un segundo, lo suficiente para recobrar la consciencia y darse cuenta de que va disparado hacia la estructura metálica que protege lateralmente los vagones. después, nada, ya no es capaz de escuchar los gritos de pánico y de dolor del resto de los pasajeros, ni poco después las sirenas de la policía y de los bomberos que con alguna dificultad se han ido acercando al lugar del siniestro. Ni puede ya sentir otra cosa que no sea el vacío, la nada, la eterna calma que se alcanza solamente una vez. Y es que Núñez ha muerto.

* * *

Quiroga sigue mirando su reloj, fastidiado a pesar de todo porque la espera le está resultando interminable. Recoge al fin el montón de folios desparramados por la mesa, llenos de tachones y de palabras intercaladas, y piensa que ni la más eficiente mecanógrafa será capaz de pasar a limpio semejante galimatías en el poco tiempo del que va a disponer. Se tendrá que conformar con llevarlo en esas condiciones y leerlo tal cual está, eso suponiendo que él mismo pueda descifrar el laberinto de signos y llamadas de los márgenes.
Cuando todos los folios han quedado ordenados y guardados en el fondo de la cartera, oye una conversación en una mesa que acaban de ocupar unos recién llegados que vienen de la estación. Por lo visto ha ocurrido un accidente ferroviario grave no sé dónde, y ello le parece un mal presagio justamente ahora que él se dispone a tomar el tren.
Tras pagar la cuenta, abandona el lugar (con la esperanza de volver en alguna otra ocasión) y mira el reloj de nuevo. Ya sólo faltan veinte minutos. Al entrar en la estación nota una gran excitación, una calma tensa, probablemente a causa de lo del accidente. Se entera, por los comentarios de unos empleados, que ha sucedido precisamente en el tren que él ha perdido pocas horas antes. Ha sido arrollado por detrás por una locomotora que no ha respetado un semáforo. Y según dicen, hay un muerto, un hombre que había encontrado billete a última hora, por ausencia de un pasajero que no llegó a tiempo.
Quiroga se queda mirando al infinito, avanza unos cuantos pasos tambaleándose hasta alcanzar un asiento de plástico naranja, deja caer pesadamente su cartera contra el suelo y, cubriéndose el rostro con las manos, comienza a llorar copiosamente.

© Juan Ballester

No hay comentarios:

Publicar un comentario