Sin embargo parece relativamente sencillo comenzar. En algunos manuales y talleres de escritura aconsejan para estos casos ir llenando la página de palabras, de pequeñas palabras negras engarzadas por un frágil hilo, y de esta forma puede surgir algo. Es cierto que no siempre funciona, pero al menos se vence el temor al vacío, a la hoja en blanco. Basta ir amontonando palabras al tuntún, quien sabe si en una de ellas encontraremos la chispa de inspiración, una idea que nos abra la puerta y nos permita desarrollarla luego.
Y he intentado este ejercicio de autodisciplina cientos de veces, he desahogado esa especie de necesidad interior a base de emborronar renglones horizontales con palabras sin sentido y sin aparente relación como matriarcado, pis, alubias, cenicero, inútil, Bagdad, esfeniode, ratel, sacacorchos, sopa Juliana, alcayata, vuelta, carromato, empeine, basta, torpe, torta, desde, grimpeur, órbita, chaleco, chapuza, campanilla, flor, té, auxilio, majadería, Rafael, chasco, esperanto, obviamente, anacardo, estólido, finolis, lupanar, correoso, indigesto, lúdico, alpiste, marrana, sonido, camafeo, regordeta, anís, úvula, pez, sin, sementera, Ignacio, cayado, letanía, aguanta, calientamanos, pasamanos, rodapié, apoyabrazos, rompecabezas, guiño, sed, origen, absurdo, abedul, amargo, atenazar, ahorrativo, agüero, abrelatas, alción, azogue, armero, aterido, amapola, abeja, añagaza, alimentación, estrepitosamente, insonorizado, reja, seminario, florido, culto, sarao, tentador, fleco, caliente, ropaje, territorio, abasto, libro, cuna, Cuenca, López, gemir, maratón, moratón, mercenario, mercancía, meretriz, médico, incunable, austero, ocurrencia, varapalo, sinsabor, encerado, croata, terrible, ay, ja, oh, zas, chim, pum, plas, toc, tururú, etcétera, inveterado, invertebrado, cuña, cuñada, melón, fagocito, lustre, lastre.
Pero no aparece nada, ni una sola idea, ni una sola frase. Me pregunto lo que opinaría un psicoanalista de todo esto, por qué las palabras fluyen en mi mente como una cascada sin lograr en cambio hilvanar ni una frase. A lo mejor hay que insistir más, o mezclar sustantivos con adjetivos, como marca bestial, cazo espantoso, lunar feliz, sobre torcido, bicicleta recalcitrante, serpiente incómoda, rey capcioso, rana temeraria, cojín alterado, rizoma suspendido, aula vituperada, mesa trémula, océano impaciente, cenicero descabellado, atún familiar, cacerola opulenta, sifón oculto, pila desinflada, jarabe simpático, cola loca, remedio prudente, bolígrafo severo, ocarina repelente, nariz achicharrada, piltrafa endémica, reloj mordido, vejez resentida, música altruista, cigarrillo mentecato, taparrabos feroz, agua destinada, madera rimbombante, tirachinas espeso, árbol fulgurante, ocaso ocasional, tumba preferida, ojos medicinales, savia sabia, occipital pálido, ladrillo palurdo, albóndiga escarmentada, capitel archiconocido, mecánico atascado, tontería luminosa, auricular zalamero, lápiz emplumado, cacharro sincero, órbita desconectada, tráfico doblegado, merienda turbulenta, secador triple, barriga pedigüeña, pozo repartido, escupido lánguido, cabello ceremonioso, subfusil peliagudo, ombligo espumoso, mirilla tuberculosa, notificación purulenta, heredero gordo, macarrón enquistado, lluvia radiante, risa pervertida, humillación equivocada, deseo azul, preferencia ilimitada, capilla trifásica, embudo genial, tren freático, zoológico ilógico, caperuza mordaz, senador hermético, liebre estreñida y no sé cuántas combinaciones por el estilo, pero así tampoco da resultado.
También he probado con series más largas, añadiendo verbos y artículos, e incluso números, siempre inútilmente. Y mi editor estará haciendo cálculos, he sido tan incauto de prometerle tener finalizada la novela para la próxima semana. Lo mejor será aclarar la situación de una vez por todas, reconocer mi incapacidad actual para escribir ni un sólo renglón, aunque se lo tome a mal. Al fin y al cabo, es problema mío, no suyo.
Coloco las yemas de los dedos sobre las teclas. Quizá apretando alguna al azar pueda delimitar el campo de posibles variantes. Por ejemplo, si me decidiese por la U podría escribir frases que comiencen por esa letra: Una mañana recibí la visita de..., Últimamente vengo observando que...., Usted dirá en qué puedo servirle, caballero... y cosas así, aunque desde luego la L y la E tienen más posibilidades: La tarde oscurecía sobre las colinas de Mildway..., El camino se adentraba unos doscientos metros..., Los que me conocen afirman que soy un tipo con suerte..., Expertos de más de sesenta países no pudieron determinar la causa de..., etc. Pero ya probé ayer con esas letras. Quizá opte por la P, también es una buena letra para comenzar: Pasaban de largo sin mirarme siquiera..., Por casualidad tomé la tercera desviación..., Puede que no se lo crean, pero..., Para la abuela era un cumpleaños más..., Pérez y Asociados estaba situada en la segunda planta del número diecisiete de la calle Sagasta..., aunque ¿qué se puede esperar de un libro que comenzase de semejante forma?
He escrito una O. Me decidí finalmente por la P, pero el dedo resbaló hasta la tecla de al lado. Así que debo pensar frases que comiencen con O: Otra vez espiando a hurtadillas - me reprendió la vieja criada..., Oigan mi historia, por favor..., O viene con nosotros o le rajo aquí mismo - dijo el coronel Maroto..., Olía a jazmines y azahar a lo largo de toda la callejuela..., Olegario se despertó súbitamente.... no, no sirve. Si corrijo la letra y la transformo en Q sería más sencillo.
Ya está la Q. Esto me simplifica mucho las cosas porque me permite avanzar y añadir forzosamente una U a continuación, y después tengo sólo dos opciones, la I (Quizá tuve que haberlo pensado antes..., ¡Quítate de en medio, payaso! - exclamó Ángel...), o la E (Querida Srta. Ojos Tristes..., Quedamos en que pasaría a recogerme a las siete en punto...). Mejor la E. Q-u-e. Ya tengo una palabra completa, ya tengo una referencia por la que guiarme: Que. Ahora me toca decidir si le pongo o no acento: Qué largo..., Qué día..., Qué ocurrencia..., Que un perro atraviese a nado el estrecho de Gibraltar..., Que pase - le dijo Dorothy al mayordomo cuando le anunció la visita de la señorita O'Flaherty.
Pero si sigo así no acabaré nunca, o mejor dicho, no empezaré nunca. Con lo fácil que resultaba antes, con lo sencillo que era escribir con fluidez folios y folios, y en cambio ahora nada funciona, ni un truco, ni las más elementales recomendaciones sobre la materia. Y es que de nada sirve la palabrería cuando la mente está huérfana de ideas.
He tratado de comenzar otra vez. Lo más importante es continuar intentándolo, no rendirse nunca. Tal vez hagan falta millones de combinaciones de palabras para que surja la idea, por eso es necesario agotar el mayor número posible de ellas: un hombre se come su motocicleta y sale corriendo a más de ciento cincuenta kilómetros por hora; un tipo que vive junto a la estación sueña cada noche que es un tren, hasta que un inspector descubre que viaja sin billete y le multa con un millón de glóbulos rojos; una mujer espera en una gasolinera la llegada de alguien que no sabe quién es, durante cerca de un mes, pues el telegrama que ha recibido dice que no se mueva de allí bajo ningún concepto hasta que llegue el propio remitente ...
Pero todas esas ideas ya las he intentado un par de semanas atrás, y no he conseguido alargar la historia más allá de dos páginas. Quizá lo mejor sea dejarlo definitivamente, telefonear a mi editor y darle cualquier explicación, que la otra novela se la robé a un tipo de Carolina del Norte, o que la copié de un libro de recetas de cocina o qué se yo.
También podría probar a escribir precisamente sobre el difícil problema de tener que escribir cuando no se sabe qué decir, aunque para algunos esto no debe ser ningún problema. De hecho, la inmensa mayoría de los políticos y muchos que se autoproclaman escritores son capaces de llenar decenas de páginas con incongruencias o pronunciar conferencias y discursos basados únicamente en asuntos vacíos de contenido, como "Los aspectos volitivos del subconsciente", "Código deontológico frente a libertad de expresión", "La semiótica valorativa como instrumento de la hermenéutica tradicional" o cosas así.
Vuelvo a mirar la hoja de papel. Escribo: q-u-e. Q-u-e. Q-u-é. Queridos contertulios; ejem, que-queridos con-contertulios. Es para mí un placer estar aquí esta noche compartiendo este tiempo con todos ustedes. Francamente no tengo nada de que hablar, y de eso precisamente va a tratar mi conferencia, del hablar sin tener nada que decir. Vivimos en la era de las telecomunicaciones, ¿no? ¿Cuántas veces al día nos encontramos llamando por teléfono sin tener nada concreto que decirle a la otra persona, o hablando con una voz pre-grabada que nos dice "Deje su mensaje al oír la señal", o "Son las catorce horas cincuenta y siete minutos"? Pues yo también voy a impartir una pequeña disertación con voz enlatada y cansina. Si lo desean, pueden dormirse en sus butacas; al final les repartirán copias de lo que se va a exponer aquí, o para ser más exactos, de lo que no voy a decir, porque ya ven que las páginas están absolutamente en blanco, como mi mente...

Qué casualidad. Me ha salido una voz al otro lado del teléfono: "Deje su mensaje al oír la señal". Quizá es esa la pista definitiva para mi novela, escribir sobre alguien que deja mensajes a otra persona, tal vez mensajes amenazadores o molestos, quizá de tipo erótico (pero no, eso ya está muy visto). Tal vez alguien que en lugar de dejar un mensaje se pone a ladrar al auricular como si fuese un perro, o por qué no, que se trate en realidad de un perro que deja mensajes ladrados en el contestador: ¡Guau, guau! ¡Guau, guau! Aquí Riski o Trinqui o como me llame, que nunca sé de verdad el nombre que me han puesto mis dueños. Exijo de inmediato un buen plato de carne guisada con zanahorias o de lo contrario empezaré a arañar los muebles del salón. ¡Guau, guau!
Lo malo es a ver cómo salgo de este atolladero, porque esta historia no aguantaría más allá de cinco o seis páginas, y se supone que tengo que escribir una novela, se supone que tiene que ser algo serio y lleno de personajes.
Voy a bajar a dar un paseo por el parque, para ver si consigo atrapar alguna idea, algún chispazo que ponga en funcionamiento la máquina de mi cerebro. No ha dejado de llover en toda la mañana y seguramente los caminos estarán embarrados, pero tal vez sea eso lo que necesito, ponerme perdido de agua y fango, bajar hasta los infiernos a buscar la inspiración. De paso, compraré un periódico, allí podría encontrar la clave, la solución a este callejón sin salida en el que estoy metido.
Ahora ya estoy de vuelta. Calado hasta los huesos, con un cabreo de consideración, pero con el problema sin resolver. Sigo sin encontrar nada. A-b-s-o-l-u-t-a-m-e-n-t-e nada. Atentados en el Líbano, terremoto en Afganistán, bajada de los tipos de interés en un cuarto de punto, Salón Internacional de la Moda, victoria del Barcelona en el Molinón... Lo mismo de siempre.
Vuelvo a la máquina de escribir. La miro con envidia, lo reconozco. Allí, en ese puñadito de teclas apiñadas en tres pisos está toda la literatura que se ha escrito y toda la que se escribirá en el futuro, todas las combinaciones posibles de palabras, incluso las de mi segunda novela, la que aún no tiene argumento ni título ni nada. En veintisiete letras únicamente se concentran todas las posibilidades teóricas, pero yo no soy capaz de trenzar dos palabras seguidas.
Languidecía la tarde a través de la hilera de chopos que conducía a la residencia del embajador... Un, dos, tres, cuatro, cinco y me levanto de un brinco... La-la-lá tarí-tarí... Otra vez como antes, dando vueltas en la ruleta de la fortuna, haciendo el ridículo más espantoso delante de una página casi en blanco. Otra vez probando nombres, personajes, títulos, situaciones: Los días de la noche; El vuelo de la tortuga; Cien malas tardes las tiene cualquiera... Eso es, cualquiera, yo mismo sin ir más lejos. Pero pronto pasará, son sólo cien tardes, cien malas tardes únicamente... Pronto pasará esta mala racha, cualquier día de estos me levanto y lo veo todo más claro. Cualquier día... Más claro...
© Juan Ballester
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