jueves, 16 de junio de 2011

Lea instrucciones en el interior

Hacía unos ocho meses que colaboraba con ellos, ocho meses desde que encontré el anuncio en el periódico ofreciendo buenos ingresos y trabajo cómodo ... Yo estaba entonces en el paro, sin perspectivas claras, y no tenía mucha opción de elegir, me conformaba con cualquier cosa para ir tirando. Escribí al apartado de correos, con remotas esperanzas, es la verdad, pero para mi sorpresa fui seleccionado y a los pocos días recibí una cassette en la cual un hombre que decía llamarse Max me daba la bienvenida y me explicaba sucintamente en qué consistiría mi trabajo. Por sus palabras parecía deducirse que yo sería una especie de mensajero, si bien las primeras veces que me mandaron actuar ya presentí algo turbio, porque nunca me enviaban a lugares normales, ni debía hablar con nadie. Me limitaba a viajar hasta el destino que me asignaban, recoger el envío donde me indicaban, y depositarlo luego en otro lugar, sin poder abrirlo ni conocer su contenido. Me pagaban bien y en ese sentido no me podía quejar. Las únicas obligaciones que asumía eran cerrar bien el pico y avisar a un número telefónico si algo salía mal alguna vez, pero no sabía siquiera cuándo salía mal, porque ignoraba por ejemplo si me tenían que seguir o no, o si tenía que comprobar que alguien lo recibía; en suma, no conocía la clase de negocio que se traían entre manos. Bueno, algo sí, había oído hablar de cierta gorda, y también me habían prevenido contra un tal Duff. Pero nada había podido averiguar acerca de esos sujetos, ni siquiera si eran de los nuestros. No dejaban hacer preguntas.
Mi contacto como digo se llamaba Max, aunque tampoco lo había visto nunca. Solía comunicarse conmigo utilizando una grabadora, y me dejaba la cinta magnetofónica en el buzón. No le gustaba nada repetir las cosas, así que hablaba con concreción y con cierta agresividad. Aunque siempre me dio la impresión de que no era un mal tipo.
Cuando recibía un mensaje, me ponía en marcha inmediatamente. Debía utilizar el vehículo, que ellos mismos me proporcionaban, esas eran las reglas, y dar algunos rodeos antes de llegar al punto de destino, procurando averiguar si alguien me seguía, supongo que en clara alusión a Duff. Luego, con rapidez, recogía el paquete de su escondite -generalmente en los servicios de los bares y sitios así- y emprendía de inmediato la marcha hacia el lugar donde debía depositarlo. Por el camino, lo guardaba en el bolsillo interior de mi chaqueta, sin abrirlo, sin mirarlo, pendiente sólo del retrovisor y de las aceras, por si aparecía alguien sospechoso, hasta que llegaba al otro lugar y lo escondía en otro water de otro bar, donde imagino que estaría el destinatario esperando que yo me fuese para recogerlo. Ahí terminaba mi trabajo, y pocos días después un presunto cartero introducía por debajo de la puerta de mi casa, siempre cuando yo no estaba, un dinero ya fijado de antemano.
En realidad, mi curiosidad me tentaba a menudo a indagar a fondo en aquella extraña organización, en aquel absurdo negocio, pero no era fácil, era un mundo hermético y arriesgado, si me inmiscuía podía acabar mal; aquello olía a podrido desde el primer día. Podría haber intentado buscar algún otro trabajo más honrado y olvidarme de ellos para siempre, pero ya digo que ganaba lo suficiente como para no preocuparme demasiado por el tipo de negocio que se ocultaba tras aquella máscara. Además, ya estaba enredado en la espiral, ya no podía irme sin más; sabía o creía saber algunas cosas -pocas en realidad-, conocía algunos nombres que, aunque fueran falsos, podrían comprometerles llegado el caso. Seguramente ese Duff sería un vigilante de mis movimientos, una especie de agente inspector. O a lo peor no, a lo peor era de una banda enemiga (pero, ¿acaso se trataba de un asunto de bandas enemigas? ¿no sería esto producto de mi imaginación?). Sea lo que fuere, debía cuidarme mucho de él, me habían advertido contra él claramente.
También pensé a veces en llamar a la policía, pero imaginé que habrían intervenido mi receptor, supuse que en seguida lo sabrían. No, lo mejor era estarse quieto si quería conservar el pellejo.

Recibí otra comunicación. Como siempre, era la voz enlatada de Max: tenía que recoger algo en una calle muy céntrica, lo encontraría detrás de un cubo de basura negro marcado con el número 10. Había que actuar deprisa, pues cabía la posibilidad de que alguien lo localizase antes, y entonces sabe Dios lo que hubiera pasado.
Encontré el paquete donde me habían indicado y lo guardé en mi gabardina. Casi sin querer, mis ojos se posaron en el exterior del sobre, en el que estaba escrito lo siguiente: "Lea instrucciones en el interior". Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Miré a mi alrededor y nadie parecía seguirme ni espiarme. Dentro del coche, con el pulso tembloroso, me decidí a abrirlo, el diablo sabe por qué, aunque con ello infringía una de las normas más severas, pero no podía perder la oportunidad de informarme sobre el particular. No detuve el auto para no levantar sospechas, pues estaba seguro que me observaban desde alguna ventana o desde cualquier esquina.
Rasgué el sobre. Dentro había un papel de color amarillo, que contenía una serie de números colocados aleatoriamente, sin orden alguno, aunque agrupados en varias columnas. Así que eso era todo el misterio, así que me pagaban por transportar papelitos llenos de números de un lugar a otro. Yo no soy un tipo muy inteligente que digamos y lo cierto es que no entendí su significado. Desde luego era una clave, pero me resultaba imposible descifrarlo. Guardé como pude el papel dentro del sobre, visiblemente destrozado, y lo puse de nuevo en mi bolsillo. Me apuré para llegar a tiempo a la plaza donde tenía que entregarlo, pensando para mis adentros en lo que me diría Max la próxima vez por haber abierto la mercancía indebidamente (eso, contando con que hubiera próxima vez). Me entró mucho miedo, empecé a temer por mi vida, y al llegar al semáforo lo arrojé por la ventanilla hacia el portal, tal como se me había ordenado. Volví a casa tan pronto como pude.
Al día siguiente Max me envió una nueva grabación. Se le notaba muy enfurecido conmigo, me amenazó con hacerme desaparecer si volvía a desobedecer. Me dijo que la Gorda no estaba dispuesta a correr riesgos, y si se me concedía una nueva oportunidad era sólo gracias a su intercesión. Dejó bien claro que no admitirían más errores, pero no me dio trabajo, no me dio ningún encargo; sólo me señaló que tendría noticias suyas.
Efectivamente volvió a ponerse en contacto conmigo tres días después. Tras reiterar sus amenazas, me dio las instrucciones habituales. Volvían a confiar en mí, al parecer, aunque noté en su voz un tono más frío y severo si cabe que habitualmente, lo cual me pareció hasta cierto punto lógico, pues él era en parte responsable de mi comportamiento.
Debía recoger la mercancía (llamémoslo así, aunque casi siempre eran sobres más bien pequeños escritos a máquina) en un cine, oculto debajo de una de las butacas, y debía entregarlo en un barrio alejadísimo y muy despoblado. Me fastidió tener que ir tan lejos, a una zona que no conocía, sin duda era un castigo, o a lo mejor una trampa para liquidarme, pero ahora me vigilarían más que nunca, así que era mejor seguir el juego y que fuese lo que Dios quisiera. Recogí el paquete y ni lo miré siquiera; lo guardé en mi bolsillo y partí rumbo a las afueras, a depositarlo en el solar abandonado que debía encontrar a unos quince metros de una farmacia. Pero a última hora el diablo volvió a actuar y me decidí a cambiar los planes de nuevo. Tras cumplir con mi misión, me quedé semioculto dentro de mi vehículo, sin perder de vista mi objetivo, a la espera de acontecimientos. Necesitaba ya descubrir alguna cara, alguna matrícula o qué sé yo, algo que me permitiese comprender el complicado engranaje que gravitaba sobre mi cabeza. Pero me equivoqué, no sé lo que esperaba, mas lo cierto es que tras cuatro interminables horas llenas de angustia, decidí abandonar porque allí no se había movido ni una hoja, nadie se había acercado por los alrededores. Regresé, más confuso y decepcionado que nunca, y lo peor, ellos sabrían que había estado tratando de averiguar algo.
Me consta que la gente de la organización (o lo que fuese) actuaba con firmeza y conociendo en todo momento el terreno que pisaba. Cada detalle y cada eslabón debía estar matemáticamente calculado. Incluso el coche, que como ya dije antes ellos mismos me facilitaban para mis desplazamientos, se renovaba periódicamente para evitar que pudiese ser identificado, y siempre cambiaban el color y la marca. Tal vez los iban pasando de un colaborador a otro (es casi seguro que existían más tipos como yo por la ciudad, dando vueltas absurdamente trayendo y llevando mensajes en clave). No sé lo que pensarían mis vecinos y conocidos al verme cambiar tan a menudo de automóvil, pero yo me cuidaba mucho de contarles el motivo.
Los domingos eran días libres para mí. Max solía darme descanso, cosa que yo aprovechaba para divertirme con mis amigos, en especial con Moris y Ferguson. A decir verdad, cada vez los veía menos, aunque sí conservaba la ancestral costumbre de pasar con ellos las mañanas en el hipódromo, cuando era temporada, y las tardes en los locales de baile a la caza de mujeres. Los caballos y las mujeres han sido siempre mis dos pasiones favoritas, pero he llegado a la conclusión de que no entiendo ni de unos ni de otras. En el hipódromo, siempre hago las apuestas basándome en datos tan nimios como el nombre del caballo o el color (me encantan los de pelaje rojizo), y por lo general no acierto casi nunca.
Recuerdo perfectamente que era el seis de mayo, día de mi cumpleaños, cuando sucedió un incidente que precipitó en parte mi destino, porque descubrí los primeros datos verdaderamente significativos de las actividades de la banda. Había un caballo en la primera carrera que me llamó la atención, tanto por su nombre ("Verrugoso") como por el hecho de no contar en los pronósticos, pues resultaba totalmente desconocido. Nadie parecía tenerle en cuenta; de hecho, su palmarés confirmaba que jamás había ganado ninguna prueba importante. Sin embargo, no sé si tuve una corazonada o si me dio pena, lo cierto es que aposté por él. Vicky y Moris casi se mueren de risa cuando se enteraron que había puesto mi dinero en aquel jaco; ellos habían depositado su confianza en una yegua fabulosa que últimamente lo ganaba todo, hasta el punto de que no se oía otro comentario en la grada.
Se inició la carrera, y los competidores se mezclaron en nutrido pelotón al afrontar la primera curva. Yo no veía nada, el público se había levantado de sus asientos gritando y animando a sus favoritos. Cuando me puse en pie, prismáticos en mano, busqué al número nueve, al mío, empezando por detrás, sorprendido de que todavía no fuese el último. Seguí con la mirada uno a uno y no lo veía, no lo veía, hasta que descubrí con cierto orgullo que mandaba la carrera. Me latía fuerte el corazón, ese "Verrugoso" marchaba el primero, y ya estaban en la recta de en frente. Entonces se produjo una caída masiva, el caballo que transitaba en segunda posición tropezó y arrastró consigo a muchos otros, y prácticamente todos perdieron la opción a ganar, dejando a "Verrugoso" solo en cabeza, con ventaja suficiente para darle la victoria, entre el desencanto del público. Yo me sentía henchido de gozo al haber acertado la primera combinación de mi boleto, y empecé a soñar con una millonada si las otras carreras iban bien. Pero no tuve suerte, los "Atila", "Strawberry juice" y compañía no pudieron con los favoritos, así que me quedé sin cobrar y algo desilusionado.
Cuando salíamos fuera por el vomitorio que conducía a las ventanillas de apuestas, (Moris y Vicky se habían adelantado para evitar las aglomeraciones, y Ferguson marchaba detrás de mí, luchando por encender un cigarrillo) sorprendí una conversación de dos aficionados que decían tener un boleto acertante de quíntuple, cosa que al parecer ya tenían prevista, y comentaban que les iba a corresponder un buen pellizco. Me fijé en ellos, y como les conocía de vista, me acerqué a felicitarlos, pero se mostraron bastante reservados y antipáticos. Había algo en su aspecto que me desagradaba, tal vez su indumentaria, su corte de pelo o qué se yo. No volví a acordarme de ellos hasta que estuve dentro del coche, y entonces relacioné la voz de uno, del más alto, con la de Max. No podía ser otro que Max. Entonces me vino un hilo de inspiración, empecé a pensar en una red dedicada al juego, sobornando de alguna forma a jinetes sin escrúpulos para provocar accidentes "casuales" que les asegurasen buenos dividendos. Me vino a la memoria otra accidentada carrera un par de meses antes que había motivado que se pagasen cifras astronómicas, y tuve la certeza casi absoluta de que la gorda y sus muchachos andaban de por medio.
Ya no supe qué hacer. No podía denunciarlos si estimaba en algo mi vida, aparte de que sería difícil probar nada, y además ellos sabían que yo sabía quiénes eran. Pero si lo dejaba estar, me convertía en encubridor, en un colaborador más de su red fraudulenta. Tampoco sabía si su campo de operaciones era más amplio, aunque suponía que sí, pues la hípica no da lo suficiente para organizar y mantener un sistema tan complejo como aquél.
A raíz de mi descubrimiento no volví a saber nada de Max, es fácil suponer que fue puesto fuera de circulación (seguramente a los que iban con él también los quitaron de en medio, pero ellos no significaban nada para mí). A partir de entonces mi interlocutor pasó a ser uno llamado Goll. Me sentía en parte responsable de la desaparición de Max, de no haber sido por mi intromisión aún seguiría con vida, pero al menos tuve la certeza absoluta de que sí que fue a él a quien vi y escuché en el hipódromo, de que sus manipulaciones abarcaban por lo menos el campo de la hípica. Quizá debí entonces poner el tema en manos de la policía, o haber tratado de huir para siempre, pero el miedo era más fuerte que el sentido del deber.
Entre tanto, mi colaboración con la organización iba decreciendo paulatinamente, pese a que yo deseaba que no fuese así; debieron darse cuenta de que yo era un elemento rebelde y decidieron apartarme. Lo que más me preocupaba era el futuro, esa gente no me dejaría libre sin más. Esperaba a cada instante una visita de la gorda en persona o de alguno de sus subordinados. Sin embargo, no estaba completamente al margen, de tarde en tarde me encomendaban un trabajillo. Sabían que abría los paquetes y que leía las instrucciones del interior, de ahí que me destinasen a misiones intrascendentes, a recoger mensajes falsos, hasta que tuvieran una buena ocasión de acabar conmigo. Me vigilaban desde la casa de en frente, a menudo veía sus siluetas recortándose tras las cortinas, que se cerraban con disimulo apenas yo salía al balcón; o desde la esquina, donde había siempre un hombre sentado haciendo que leía el periódico.
Y recibí otra grabación; me mandaban a recoger un paquete en una estación de metro. Era un asunto muy peligroso, según me dijo Goll, así que intuí que se trataría de una trampa, del último acto, del momento elegido, porque era demasiado descarado escoger a un renegado, a un traidor, para aquella misión. Ellos querían que fuese, y sabían también que yo no iba a ir, así que la emboscada tenía que estar en otro sitio, quizá una bomba en el ascensor o en el automóvil, o tal vez un sicario camuflado en el hueco de la escalera.
Tenía que intentar salvarme a toda costa, tratar de llegar a casa de Moris y contárselo todo, pedirle refugio por unos días hasta que pudiera partir hacia el extranjero. Seguro que Moris me acogería, nos unía una gran amistad, y si no, recurriría a Ferguson o a cualquier otro que me escondiera de las garras de esa mafia.
La principal dificultad que tuve que vencer fue la salida del edificio, pensé que lo tendrían rodeado, vigilado por los cuatro costados. Traté de disfrazarme con la vieja barba postiza que guardaba de aquella fiesta de carnaval, y me calé también las gafas de sol. Pero me seguía pareciendo bastante todavía y se darían cuenta. Invadido por el pánico, la única escapatoria que hallé factible fue la de salir aprovechando un momento de confusión, así que había que crear confusión. Me acordé de la lata de gasolina que tenía en el cuarto de las herramientas, y de paso eché mano de una llave inglesa que me podría ser de mucha utilidad. Organicé un pequeño fuego, de manera que fuese visible desde el exterior, y llamé a los bomberos. Apilé un montón de ropa vieja, unas cortinas y varios periódicos. Empezó todo a arder rápidamente y produjo bastante humo.
Esperé aún unos minutos antes de salir, mientras guardaba en mi bolsillo la llave del portal de Moris, y me refugié en las escaleras, con el fin de no morir asfixiado. Repasé mentalmente el recorrido más corto y seguro hasta casa de mi amigo: correr hasta la primera bocacalle a la derecha, seguir recto dos manzanas, torcer hacia la derecha nuevamente, cruzar por el subterráneo y en seguida colarme en su portal.
Al oír las sirenas de los bomberos, puse en marcha mi plan de fuga. Por una vez todo se desarrolló conforme a lo esperado. No me detuve a ver si me seguían, sólo corrí y corrí, temiendo a cada momento sentir el balazo en la espalda o en la cabeza. Crucé el umbral de su escalera, me precipité al ascensor pensando en mi salvación, ya no tan imposible. Llamé al timbre, abrieron y entré. El apartamento de Moris estaba lleno de gente, como si estuvieran dando una fiesta. Apenas estuve dentro, me derrumbé, mitad producto de la fatiga y mitad por la angustia pasada, y Vicky me pidió que me tranquilizara, ahora ya había pasado el peligro, e insistió en presentarme a los invitados. Entonces comprendí que todo había salido mal, cuando me habló de la gorda, que al parecer también estaba en el piso. La famosa gorda resultó ser una simple denominación de su mafia, no era persona (pero ya me daba igual, porque sabía que iba a morir, que me encontraba atrapado en su propia red, porque Moris también era de los suyos, y Vicky, y Ferguson, y tantos otros); y en cuanto a Duff, ya sé por qué me advirtieron contra él, ya sé por que había que temerle: Duff era la marca del revólver que utilizó el tipo que me disparó.

© Juan Ballester

No hay comentarios:

Publicar un comentario