Ahora ya no hay nadie, nadie en el asiento derecho del coche, nadie en las calles, nadie al otro lado del teléfono. No hay nadie paseando al perro, nadie en el puesto de helados, nadie en las librerías que tantas veces nos dieron cobijo; ya no hay más ruido que el de mis propios pasos desgastando el suelo frío y sin vida de este planeta, desgastando las circunvoluciones de mi cerebro.
Ahora ya no hay nadie, ya no está ella, ni están los demás tampoco, porque los demás también eran ella, todos eran ella, hasta el gato de angora y el orangután de trapo, hasta el empleado de la gasolinera y el funcionario del registro, hasta el vendedor de periódicos y la joven oriental que ofrecía rosas en los locales nocturnos.
Ahora ya no hay nada, ya no existe el teleférico, ni las salas de cine, ni el restaurante típico a cuarenta kilómetros de la ciudad; no existe el parque de atracciones ni el viejo café en donde charlábamos sobre cualquier cosa hasta altas horas de la madrugada. Sólo queda el silencio, un silencio que dice más que todas las conversaciones no mantenidas, más que cualquier canción que ya no escucho en el radio cassette.
Ahora ya no hay nada, ni siquiera esas páginas escritas entre lágrima y lágrima, ni siquiera esos versos malditos que trataban inútilmente de retenerla, ni siquiera unas cuantas fotografías en brillo que yacen sepultadas en el fondo de uno de los cajones del armario.
Ahora ya no hay nada, ahora todos se han marchado. Se han marchado los arcanos mayores, y las notas sugerentes de la música de las estrellas, y los rizos negros que adornaban su frente. Se han marchado los cuentos, y el incienso, y los anocheceres al borde del estanque.
Ahora ya no hay nada. Ni siquiera quedan los recuerdos que pasan por mi mente como una película muda, que pasean indiferentes como gastados a fuerza de repetirse. Y ni me miran siquiera, solamente se burlan con una mueca cruel sin detener su marcha. Ya no hay nada en ellos, son sólo trozos de cartón con colores que se mueven a impulsos del desconsuelo.
Ahora no queda nada. Los meses transcurridos se amontonan iguales, formando una masa rugosa y triste, barridos por un soplo de aire contaminado que corre por mis venas, y pienso que esta sensación es como estar muerto, pero no, no estoy muerto, no estoy ni muerto siquiera.
© Juan Ballester
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