jueves, 14 de julio de 2011

La última guardia

El soldado se encarama hasta la atalaya, subiendo pesadamente los escalones que conducen hasta ella. Una vez arriba, mientras contempla alejarse el relevo, coloca la munición en su fusil. Recuerda bien las órdenes recibidas: que no se acerque nadie, que no se tomen fotografías, que no se produzcan peleas en los alrededores; en definitiva, abrir bien los ojos y vigilar.
Sabe que ha de permanecer en su puesto varias horas, y por eso ha venido preparado, armado de paciencia. Durante muchísimo tiempo no sucede nada, tan sólo un gato se ha dejado ver, husmeando un resto de basura. Es de noche y comienza a sentirse el frío y el sueño, y el centinela se aburre de la inmovilidad y silencio que le circundan.
Más tarde, y para paliar la soledad, se atreve a encender un cigarrillo, aunque está prohibido. Fuma con cautela, y se siente mucho mejor cuando da las primeras chupadas, incluso le ha desaparecido el sueño. Consigue de este modo que los siguientes minutos sean más llevaderos.
A lo lejos hay una carretera, y de cuando en cuando escucha el motor de un coche y siente los faros creando un tenue resplandor. La torre desde la que vigila es pequeña y empinada, con las paredes blancas. Los compañeros que la ocuparon antes han ido dejando sus huellas en ellas, escribiendo infinidad de cosas, algunas bastante groseras, pero otras muy ingeniosas. Va leyéndolas con calma, sin prisa, sin descuidar en todo caso la vigilancia y deseoso de que aparezca tras la tapia el centinela que le sustituirá.
Se da cuanta de que tiene la boca seca y está cansado de la postura tan incómoda que se ve forzado a adoptar, de pie pero encorvado y en tensión. Le da entonces por pensar en sus asuntos, en su mísera vida que se consume entre guardias y jornadas llenas de penosos trabajos.
Instintivamente se lleva a los labios otro pitillo y le prende fuego. Esta vez le duele la garganta al aspirar el humo, y sus tripas crujen reclamando alimento. Desearía tener un reloj y poder mirar la hora, ya que pese a todo el rato que lleva no hay trazas de que amanezca, y sin embargo está harto de tener que proteger aquel trozo de tapia. Sin darse cuenta, se ha puesto a cantar en voz baja una larga canción que le ha venido a la memoria, y sólo de ese modo consigue vencer al sueño que le ataca desde todos lados.
No tarda en fumarse el tercero y último de los cigarrillos que le quedaban, más para calentarse los dedos que por el hecho en sí de fumar. Los pies no le aguantan, los ojos le van a vencer definitivamente y ya no logra discurrir nada que le sirva para espabilarse. Al fin se sienta en el suelo, aun a sabiendas de que se expone a que le sorprendan así, y suelta el arma, que apoya contra la pared, y se deja envolver por el sueño, sin importarle las consecuencias que pueda esto ocasionarle.
Cuando despierta tiene la impresión de que ha transcurrido muchísimo tiempo, aunque sigue siendo noche cerrada. Inmediatamente advierte que el panorama ha cambiado: su piel se ha llenado de arrugas y su pelo ha encanecido; el cuartel ya no existe, ni la lejana carretera, ni el muro que debía controlar. Sin embargo, aún conserva el fusil junto a sí. Descubre en su pecho una herida todavía sangrante, que le debería producir mucho dolor, y que en cambio no siente. Resignado, se incorpora, y continúa con su vigilancia, sabiendo que probablemente nunca llegará el relevo, que probablemente aquélla habrá sido su última guardia.

© Juan Ballester

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