jueves, 18 de agosto de 2011

Relojes en hora

Me gusta pasar la sobremesa en la salita de la entrada, porque allí siempre son las cinco, y a esa hora mamá suele tomar café con alguna de sus amigas, charlando de mil cosas, a veces simples conversaciones de mujeres, pero en ocasiones de temas más profundos, como filosofía, política o literatura. Yo me escabullo de mis obligaciones y me las ingenio para quedarme en un rincón, sentado en la butaca que hay pegada a la ventana, y las escucho con toda la atención que es capaz de poner un niño de diez años. Y eso que hablan en voz bastante baja, sobre todo cuando abordan asuntos espinosos, y me miran de soslayo, disimulando, empleando claves secretas, gestos previamente establecidos entre ellas cuando yo no estoy, y códigos de signos que reemplazan a las palabras o expresiones tabú. Yo hago como que no me doy cuenta, enfrascado aparentemente en uno de aquellos tebeos con las tapas duras, o con los ojos entrecerrados como cuando se está a punto de caer en los abismos del sueño.
Porque no nos engañemos: cuando no se tienen hermanos con los que jugar, ni amigos en el colegio con los que compartir carreras, meriendas o gamberradas, no queda otro remedio que quedarse en casa. Soy bastante aplicado, así que los deberes los liquido pronto, me resultan asequibles y hasta entretenidos. De forma que puedo estar todo el tiempo que quiera en esa habitación, confortablemente instalado, tomando galletas y absorto en las historietas de Tintín, de Dan Defensor, del Jabato o de Mortadelo y Filemón, mientras ellas conversan.
Pero la verdad es que al final soy yo quien acaba renunciando a tan grata compañía; lamentablemente en una casa hay siempre mil tareas que hacer, cuando no es fregar los cacharros es recoger la ropa tendida o dar de comer a las tortugas, o bajar al supermercado a comprar las cuatro cosas que hacen falta. De forma que me ausento con no poca tristeza, porque sé que ese es el mejor momento del día, y además porque para salir de la salita debo escurrirme entre las piernas de mi madre y de sus amigas, molestarlas, interrumpir su conversación, sentir ese silencio tenso a la espera de que yo abandone definitivamente aquel cuarto y salga al pasillo.
En el pasillo me invade una mezcla de vacío y de alivio, quizá porque es un lugar neutral. De hecho, es el único espacio de la casa en donde puedo respirar tranquilo y transitar libremente y sin preocuparme, pues allí no hay relojes y la vida transcurre a su ritmo normal, alternando los días y las noches, los inviernos y los veranos, los laborables y los festivos. Pero claro, aquel tubo con puertas a ambos lados no da mucho de sí, apenas hay espacio para una silla, un pequeño aparador y un par de cuadros; algo totalmente insuficiente en el caso de que me plantease hacer vida allí. También un enchufe, sí, y el espejo de la entrada, y la lámpara en el techo, y la alfombra persa, pero poco más. Es simplemente el cordón umbilical que me comunica con el mundo exterior, con la ciudad, con la vida, con el ir y venir de la gente, con los que nacen y mueren, con los que trabajan y con los que descansan.
Bien es cierto que apenas salgo a la calle, y cuando lo hago, es para comprrar las cuatro cosas que necesito, y últimamente ni eso siquiera, porque las encargo por teléfono y me las traen a casa. Así que la actividad que realizo en el pasillo es insignificante en comparación con el tiempo que permanezco en las otras habitaciones.
Al lado de la salita queda mi dormitorio. Es curioso, pero siempre entro en él de puntillas y quitándome antes los zapatos o las zapatillas en el umbral de la puerta, porque mi madre tiene un oído muy fino y a buen seguro al día siguiente me reprenderá por haber llegado a las cuatro de la madrugada, hora completamente impropia para una persona de setenta años. Y eso que en el dormitorio transcurre buena parte de mi tiempo. Aparte de la cama para dormir, tenemos una televisión pequeña que me acompaña muchas noches durante mis insomnios, y también hay media docena de libros apilados sobre la mesita. Los pobres ya están que se caen de puro viejo, de tanto leerlos y releerlos, pues un poco por vaguería y otro poco por el repelús que me recorre el cuerpo sólo de pensar en entrar en la biblioteca, lo cierto es que no los he sustituido por otros después que los leí por vez primera, y ahí siguen por tanto desde hace muchísimos años. El dormitorio, dicho sea de paso, tiene unas hermosas vistas al parque, pero de nada me sirve puesto que mi actividad en esa habitación es siempre nocturna, y por más que me asomo a la ventana, sólo distingo el contorno de unos árboles, el rumor de una cascada, y algunas noches en que tengo suerte, el piar de algún pájaro despistado.
Con el tiempo se llena uno de achaques. A mí lo que me falla es la próstata, que me produce incontinencia urinaria… En fin, cosas de la edad. El caso es que he comprado un orinal y lo meto debajo de la cama, para que me resulte más cómodo, a pesar de que ello produce malos olores y que, debido a mi mal pulso, puedo derramar sin querer parte de su contenido por el suelo. Y eso que, en realidad, el cuarto de baño está puerta con puerta pegado a mi dormitorio, y no tendría mayores problemas en llegarme hasta él en caso de urgencia fisiológica, pero en el cuarto de baño son siempre las siete de la madrugada, y a esa hora ya me toca ducharme y realizar mi aseo personal, tarea en la que empleo más de media hora pero que obviamente sirve entre otras cosas para espabilarme, por lo que no tendría sentido regresar después a la cama.

La cocina da al otro lado, al patio, y tiene ese encanto de antes de comer, ese olor especial de la una y media, cuando el estómago reclama algo sólido. Mamá, la pobre, siempre está allí metida, entre pucheros y utensilios diversos, y apenas entro yo, me entretiene con un trozo de pan esponjoso y crujiente, recién arrancado de la barra, y me siento en el taburete blanco a comérmelo, a saborearlo, porque la verdad es que sabe lo mismo que si lo hubiera amasado ella con sus propias manos. A mis dieciseis años, además, yo soy una verdadera lima, y no es raro que después de ese primer trozo de pan continúe con otro y otro hasta dar buena cuenta de la barra, sin que ello me haga perder el apetito. Ella siempre me dice que es una gloria verme comer; claro, a todas las madres les gusta ver crecer sanos y fuertes a sus hijos.
Tenemos la costumbre ancestral de almorzar en la cocina, incluso los domingos, quizá porque es lo bastante amplia para moverse por ella con total libertad. Recuerdo que al principio, los días de fiesta lo hacíamos en la sala grande y con la vajilla de la bisabuela, pero a raíz de la desaparición de papá, mamá creyó más oportuno hacerlo en la propia cocina. Ya para entonces, como si se tratase de una premonición, aquella estancia parecía estar maldita, y poco a poco empezó a quedar abandonada, a llenarse de soledad y de malos recuerdos, a emponzoñarse con esa atmósfera irrespirable del ataúd abierto y el cuerpo rígido de mamá envuelto en la mortaja, mientras suenan y suenan eternamente, como una música llegada de ultratumba, las diez campanadas en el viejo reloj de pared. Cada vez que necesito entrar en esa habitación, circunstancia que evito la mayor parte de las veces, procuro no mirar hacia donde yace mamá muerta, a pesar de que los ojos se me van detrás de aquel trozo de madera de pino en cuyo interior asoma su rostro inexpresivo. A mis cuarenta años, no puedo evitar echarme a llorar cada vez que tengo que atravesar el umbral de ese aposento. Y es una verdadera lástima, porque allí se han quedado casi todos los libros, y la colección de llaves antiguas, y los manteles, y las cuberterías buenas, y porque solamente a través de esa pieza se accede a la amplia terraza, a la que apenas doy uso, y menos a esas horas de la noche y en tan tristes circunstancias.
No es fácil organizar mi tiempo para equilibrar las mañanas, las tardes y las noches dentro de la casa, aunque ello me suponga pasar bruscamente de la infancia a la senectud o de la madurez a la adolescencia. Hay quien pensará que debería mudarme a otro lugar, a otro barrio, pero cómo abandonar ese mundo en el que paso y he de pasar aún una eternidad, cómo renunciar a mi pasado y a mi futuro… Cada pared, cada mueble, cada cuadro tienen para mí tantos recuerdos, tantos momentos intensos, tanta fascinación, están tan llenos de vida y a la vez tan llenos de muerte, que no me sería posible ya renunciar a ello y mudarme a otro piso o a otro apartamento más acorde con mis posibilidades económicas y mis necesidades vitales. Así que procuro tenerlo todo organizado para no tener que cambiar de habitación salvo cuando resulte estrictamente necesario. Y por supuesto, no me puedo permitir el lujo de recibir visitas, pues la presencia de seres extraños merodeando por las habitaciones podría traer consecuencias funestas para ellos y para mí mismo, alterando el equilibrio de esta casa.
Y de esta forma, cada reloj va marcando un instante de mi vida. Así, cuando quiero volver a la infancia, me basta con adentrarme en la salita; si deseo ser un muchacho lleno de vitalidad, me acerco a la cocina donde mamá siempre tiene alguna sorpresilla para saciar mi apetito; si necesito retornar a mis años de madurez, los más tristes sin duda, hago de tripas corazón y me introduzco en el salón, evitando siempre, eso sí, que mis ojos se dirijan hacia la caja de madera rodeada de candelabros en donde yace mamá…; y si me siento cansado o me dejo vencer por el sueño, me voy a la cama arrastrando mis setenta años, mis achaques prematuros, mi soledad que no tiene principio ni fin.
Pero hay aún otra pieza en la casa, un lugar no por angosto menos aterrador. Yo la llamo el cuarto oscuro, y aunque cueste creerlo -sólo Dios sabe la de noches y noches de pesadillas, la de tardes y tardes de cavilaciones, la de horas y horas que he pasado con la oreja pegada a ese trozo de madera pintado de blanco-, aunque cueste creerlo, repito, nunca he sido capaz de traspasar esa puerta maldita, semioculta en el fondo de la cocina, que podría haber sido una despensa o un trastero, delante de la que acabé por colocar el frigorífico, para evitar tentaciones, esa habitación en la que al parecer siempre son las siete de la tarde, y en donde no hay ventanas ni bombillas, en donde únicamente hay sitio para unos anaqueles vacíos, para unos plásticos arrugados, para una banqueta derribada en el suelo y para una soga de la que espera colgando pacientemente mi cuerpo casi centenario.

© Juan Ballester


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