jueves, 1 de septiembre de 2011

Por encima de toda realidad

A las once en punto el taxi llegó al aeropuerto. Luego de ayudarles a sacar las enormes maletas y bolsas de mano, el conductor se alejó de allí, dejando a la pareja de recién casados con todos los bultos desparramados por el suelo. Menos mal que encontraron uno de esos prácticos carritos con los que pudieron dirigirse hasta la correspondiente ventanilla, para recoger los billetes y facturar el equipaje. Afortunadamente todo iba saliendo bien, aunque al parecer el vuelo se iba a retrasar más de la cuenta.

En la sala de embarque alguien sacó una baraja de cartas y propuso echar una partida para ayudar a digerir mejor esas casi dos horas de retraso que se anunciaba en el panel informativo. Así que, sin importarles mucho el acabarse de conocer, César y Lola se apuntaron al grupo, formado por un matrimonio muy agradable y por un joven de aspecto deportista que dijo llamarse Braulio.
- ¿Os parece jugar al póker? –propuso el caballero, ya entrado en años y bastante calvo, que se presentó como Fernando.
- Sí, a lo que sea; total, para pasar el tiempo... –respondió su esposa.
- Pero nada de dinero, Menchu, que está muy feo. Es mejor con cuchipines y sulitrandas.
- Eso que es? –preguntó el joven, intrigado.
- Monedas ficticias, sin ningún valor en el mercado. Nosotros las usamos únicamente cuando jugamos a las cartas.
- Yo prefiero las sulitrandas –terció Lola, divertida.
- Podemos jugar con ambas, pero recordad que cincuenta cuchipines equivalen a una sulitranda.
La verdad es que eran simpáticos aquellos tipos. Y el otro joven parecía muy decidido y avispado.
Repartieron cartas. César las fue desplegando en su mano. Un ocho, una dama, un diez, un as, otro diez.
Puso sus cincuenta cuchipines de papel sobre el improvisado tapete. Tras el descarte, recibió otras tres: un ocho, un rey, un diez. Apostó fuerte con su trío, pero no tuvo suerte: Menchu llevaba escalera.
Comenzó otra partida, y César alcanzó esta vez dos damas, un nueve, una jota, un siete. Casi tenía un color, pero después no le salió la que faltaba y se quedó sin jugada. Esta vez ganó Braulio.
En la tercera no le fue mucho mejor. Primero dos sietes, y tras el descarte, dos ochos más. Pero ahora era Lola quien destapó un trío de jotas.
En la cuarta probó la escalera, aunque le faltó un peldaño y obtuvo dos ases.
En la quinta por fin hizo full, pero qué mala suerte: Braulio tenía color.
En la sexta... ya había perdido todas sus sulitrandas y tuvo que retirarse y mirar a los demás. Ganó Fernando con muy buena jugada.
Así siguieron jugando varias manos más, hasta que llegó una racha de siete partidas seguidas ganadas por el consorcio femenino, en vista de lo cual los hombres decidieron retirarse en bloque.
- ¿Cuánto has ganado, Lola?
- ¡Oh, una fruslería! Trescientas y pico sulitrandas.

Embarcaron, al fin. Desde sus asientos, se abría una buena panorámica. Seguro que durante el viaje podían disfrutar un montón de las vistas.
Una azafata morena pasó repartiendo auriculares y en seguida otra rubia ofreciendo caramelos.
- No gracias, -dijeron ellos, casi al unísono. Y es que, la verdad, bastante endulzados estaban en su recién estrenada luna de miel.
Sería quizá el embelesamiento, o tal vez que el avión iba medio vacío, lo cierto es que esta vez se les hizo muy corta la espera, y en seguida empezaron a rodar por la pista de despegue. Les llamó la atención que viajaran apenas unas treinta personas en un avión de tanta capacidad, y más aún en diciembre y con destino al Caribe; se ve que la crisis no respetaba ya ni a los destinos turísticos más clásicos.
- ¿Qué tal? Es tu primer vuelo...
- Ya, ya, no me lo recuerdes. Tengo una flojera en las piernas...
- Que no, cariño, que verás que en cuanto despeguemos ya vamos tranquilos todo el camino.
Y en efecto, pasados los primeros instantes, el avión pareció quedar suspendido en el aire y Lola pudo por fin respirar, aliviada. Ya había pasado el primer trago. Solo quedaba ya el aterrizaje, pero de momento se abrazó a su recién estrenado marido y fijó sus vista en las casas y campos, que cada vez se veían más lejos y más pequeñitos. Y casi sin darse cuenta se fue quedando dormida....



El cielo, a sus pies, empezó a cubrirse poco a poco de nubarrones grisáceos. Debía de estar cayendo una buena tormenta. Menos mal que el avión viajaba a la suficiente altura como para evitarse esos problemas meteorológicos. Lola seguía dormida, la pobre había tenido tanto ajetreo entre unas cosas y otras, que ahora había caído redonda de puro cansancio.
Incomprensiblemente empezaron a perder altura y se zambulleron en aquel mar de nubes oscuras. ¿Por qué hacían aquello? ¿No era más lógico seguir por encima de la tormenta? Lo cierto es que la visibilidad se redujo drásticamente y se vieron envueltos en el temporal. Un rayo dio un latigazo que hizo desestabilizarse el aparato. Las azafatas avisaron de que todo el mundo regresara a sus asientos y se abrochasen los cinturones. Pasaron por una especie de bache, que hasta hizo despertarse a Lola.
- Ay, cariño, qué miedo... Parece que esto se va a romper a trozos.
- Tranquila, ya verás cómo se pasa en seguida.
Algunos pasajeros empezaron a protestar. ¿Qué pasaba, por qué no iban por encima de las nubes, como hacía un rato? ¿Por qué no salían de allí?
Por megafonía hacían un llamamiento a la serenidad. Era una pequeña tormenta, sin mayor importancia. En unos minutos todo volvería a estar en calma.
La azafata rubia avanzó rápidamente por el pasillo, hacia la cabina de mando. Daba la sensación de que todo estaba absolutamente bajo control.
- Estas situaciones son muy frecuentes –le dijo a un pasajero que parecía algo nervioso.
- ¿Ah, sí? ¿Frecuentes? –protestaba el otro-, pues yo no me siento nada seguro aquí dentro.
- Repito que todo es normal. Pronto dejaremos atrás la tormenta.
- ¿Por qué no subimos? ¿Es que el piloto es imbécil? –quería saber otro pasajero.
- Por favor, controle sus nervios. Nadie le ha faltado al respeto para que hable así.
- Vaya, ha salido respondona la rubia de bote ésta -refunfuñó el pasajero, hecho una furia–. Pues pondré una queja a la compañía, ya lo creo que lo haré. Sigo diciendo que ese piloto es un inepto que no sabe lo que está haciendo.
- Mantengamos la calma, por favor –terciaba César, viendo que podía estallar una reyerta en cualquier momento-. Señorita, por favor, avise al piloto, o a quien sea, para que nos explique por qué se mete en pleno aguacero en lugar de volar por encima de la tormenta.
La azafata continuó hacia la cabina, muy excitada aún y rabiosa por no haber replicado al caballero que la había insultado. Seguramente puso de inmediato en conocimiento del comandante de la aeronave el incidente que acababa de suceder. Pero en cambio, no se les ofreció explicación oficial alguna. Solamente se escuchó por megafonía que todo iba bien y que permaneciesen en sus asientos hasta nuevo aviso.
Sin embargo, no debía ir muy bien, pues en ese momento el avión dio otro bandazo que conmocionó a varios pasajeros.
-¡Ah, socorro! –gritaba una señora mayor, histérica.
- ¡Esa señora ha sufrido un desmayo! –se quejaba a gritos Lola, mientras hacía esfuerzos ella misma por no desmayarse también.
Alguien ofreció a aquella pobre mujer un botellín de agua y una pastilla contra el mareo. Y mientras tanto, la tormenta no amainaba, y el avión parecía estar a merced de los elementos.
Fue entonces cuando se oyó una voz por megafonía, que les hizo guardar silencio:

- Les habla el comandante. Creo que ha llegado el momento de contarles la verdad, al fin y al cabo tarde o temprano iban a enterarse. No volamos hacia el Caribe; nuestro destino es otro muy diferente. El lugar concreto a donde nos dirigimos no puedo decírselo aún, ya lo sabrán más adelante. No se preocupen, no somos piratas ni secuestradores. Si permanecen en sus asientos no tiene por qué temer, pero si tratan de agredirnos o de armar desórdenes, nos veremos forzados a tomar medidas muy desagradables.

Estas palabras cayeron como una bomba entre los viajeros, y como es lógico solo consiguieron que se organizase un enorme revuelo y que aflorasen los nervios y la histeria.
- Pero, ¿qué dice? ¿Cómo que no volamos hacia Santo Domingo? –preguntaba uno, confuso.
- ¡Son musulmanes, nos han secuestrado! –chillaba una anciana.
- Pero, ¿qué es lo que quieren de nosotros?
- ¿Qué van a querer? Dinero, nada más que dinero. Esta gente es siempre igual.
Sea como fuere, lo cierto es que a partir de ese momento ya nadie fue capaz de permanecer en sus asientos. César abrazó a su esposa, que ya no podía más de nervios, sin comprender la situación.
- Cariño, ¿qué nos va a pasar?
- No lo sé, corazón. Pero no hay derecho a esto. No son más que gentuza –respondía César, tratando de reprimir su ira.
Braulio, haciendo caso omiso de las instrucciones para casos de emergencia, se puso en pie en medio del pasillo, y agitó los brazos para llamar la atención de los otros pasajeros.
- ¡Escúchenme, por favor! A ver si podemos guardar silencio –pero un trueno rasgó el aire casi inmediatamente después de decir esta frase, lo que hizo imposible que el resto de viajeros pudiera ya prestarle atención, de forma que su pequeña alocución se perdió entre el griterío y la histeria colectiva–. Tenemos que hacer algo, han de explicarnos claramente y sin rodeos a dónde vamos y qué pretenden.
Y en vista de que cada cual estaba pendiente de combatir su propio pánico, añadió, completamente desmoralizado:
- Es mejor que conservemos la serenidad, no creo que tengan nada en contra nuestro, debe tratarse sólo de una reivindicación política, una medida de presión hacia algún gobierno.
Otro trueno sacudió sus oídos y convulsionó la aeronave, que dio un nuevo bandazo. Los nervios, muy crispados hasta ese momento, se tornaron incontrolables. La histeria se apoderó definitivamente de los viajeros, y las azafatas llevaban demasiado tiempo sin salir de la cabina. Y para colmo, la mujer mayor se vio aquejada de un nuevo desmayo.
César era de los pocos que aún conservaba un ápice de sangre fría; no así Lola, que se sumaba al coro de los que ya estaban desquiciados de los nervios. Ya no les importaba tanto recibir una explicación a todo aquello, sino, de momento, que concluyera la horrorosa tormenta. César le cogió la mano a su esposa, la protegió pasándole el brazo por el hombro, y, abrazados, cerraron los ojos con la esperanza de que todo fuese una pesadilla, un mal sueño. El caos y el griterío ya era total entre sus compañeros de viaje. Y la puerta que daba acceso a la sala de mandos permanecía cerrada, impasible. Tenían que estar oyendo los chillidos y maldiciones de aquella pobre gente, y no hacían nada por aclarar la situación. Era indignante. Y era muy extraño.
- Prométeme que no te separarás de mí si nos pasa algo –suplicaba Lola a su marido, en un estado muy próximo al shock.
- Pero, cariño, si no va a pasar nada, ya lo verás –la verdad es que ni César creía lo que estaba diciendo-. Dentro de poco saldrá alguien y nos traerá buenas noticias –la besó, cerrando los ojos- Y si no fuera así, ten por seguro que en ningún instante te abandonaré.
“De todas formas, -pensó- ya es mala suerte, la pobre, la primera vez que sube a un avión y tener que enfrentarse a esto...”
- Me dijiste que el avión era seguro y rápido –las palabras de Lola apenas se distinguían con claridad mezcladas con el hipo y el llanto. Sonaban ahora a reproche, como si el pobre César tuviese la culpa de algo.
Miró de reojo al reloj. ¿Cómo podía ser que llevasen ya allí dentro cerca de doce horas? No podía ser, y sin embargo, el reloj no estaba roto: eran las dos de la madrugada. Ya tendrían que haber llegado de sobra a Santo Domingo.
La señora mayor parecía ahora como muerta, a pesar de los esfuerzos de su hija por hacerla recobrar la consciencia. La cosa pintaba muy mal.
-¡Un médico, un médico! –reclamaba la joven, sin que su voz se lograse escuchar más allá de su propio asiento.
- ¡Ayúdeme! –oyó César detrás de sí. Era Braulio, que parecía ahora dispuesto a todo-. Hay que actuar. Hemos perdido la cobertura del teléfono móvil y tampoco tenemos Internet ni forma alguna de comunicar con el exterior. No sé lo que va a ser de nosotros, pero no me pienso quedar de brazos cruzados esperando a que nos acribillen a tiros. Lo primero es saber si somos considerados rehenes o pasajeros, y en todo caso, qué van a hacer con nosotros. Acompáñeme a la cabina de mando; es preciso aclarar esta situación. Y si hay que morir, que sea pronto y sin esta tortura psicológica. Pero no se van a dejar amedrentar, y es seguro que irán armados –sus palabras apenas se escucharon en medio de aquella histeria colectiva.
César se levantó y arrastró del brazo a Lola. Había prometido no dejarla ni un segundo. A duras penas llegaron hasta la puerta de la cabina, que como era de suponer estaba cerrada herméticamente. Empujaron con los hombros, pero no cedía.
- Así es inútil, no hay manera de echarla abajo. Vamos a necesitar una palanqueta para entrar –César se desesperaba, empujando la puerta con más rabia que eficacia.
Varios miembros del pasaje, al ver lo que trataban de hacer, optaron por unirse a ellos; en esos momentos era más provechoso ayudar que lamentarse.
La tormenta había ido cediendo paulatinamente y ya no llovía. Aún viajaban por entre las nubes, mas ahora no se sentían tan perdidos en las alturas. Su única preocupación era poder hablar con el piloto, saber qué iba a ser de ellos, y en el mejor de los casos, tratar de llegar a un acuerdo para que los depositasen en tierra firme. Tarde o temprano el avión tendría que llegar a alguna parte.
Continuaron aporreando la puerta en vano: no se resentía de las embestidas que le propinaban. Alguien llamó a gritos, pero con amabilidad, a los oficiales, con el fin de negociar la situación. Pero dentro, en la cabina, no se apreciaba el más mínimo signo de actividad; obviamente iban a hacer oídos sordos a las llamadas de auxilio. El personal de vuelo al completo, refugiado allí, estaría planeando alguna estrategia o simplemente esperando alguna respuesta de las autoridades de sabe Dios qué país. Y por más que los pasajeros pegaban la oreja a la puerta, solo se oía el rumor sordo de las máquinas, únicamente el ruido de las máquinas.
La situación apenas varió durante las siguientes horas, y eso fue lo peor, que el avión continuó su rumbo incierto sin que azafata alguna, y no digamos ya piloto o autoridad a bordo saliera a dar explicaciones. Santo Domingo quedaba ya muy lejos, imposible de alcanzar. Volaban hacia lo desconocido, y además de ser noche cerrada, la reserva de combustible debía ser muy escasa después de tantas horas de vuelo. Lo que más indignaba ahora era la incomunicación, la falta de noticias desde la cabina, el olvido de que eran víctimas.
Braulio y César llevaban desde el principio la voz cantante en el grupo, y eran quienes daban las instrucciones al resto de los viajeros.
- Hay que tirar abajo la maldita puerta como sea -sentenciaba César-. Necesitamos un hacha, una barra de acero, lo que sea. No podemos seguir así.
Ahora permanecían sentados en los asientos delanteros, muy juntos, pensando en cómo resolver el problema del aislamiento. También el hambre empezaba a ser preocupante: se agotaban las exiguas provisiones que cada cual había podido llevar en el equipaje de mano. El porvenir no era muy halagüeño.
Tras lo que pareció una eternidad empezó a atisbarse un tímido sol por el horizonte, que se colaba por las ventanillas del avión. La tormenta había quedado definitivamente atrás, y por tanto era para ellos una preocupación menos. Aunque todo aquel revuelo ya se había cobrado una víctima: la anciana, efectivamente, había sufrido un colapso y su corazón no lo había podido resistir.
Y de repente, como si alguien lo hubiese hecho desde el otro lado, la puerta de la cabina se abrió de forma milagrosa. Al hacerlo, los pasajeros fueron invadidos por una especie de parálisis, y permanecieron inmóviles, sin atreverse a dar un paso, temiendo una masacre.
- Bueno, ¿a qué esperamos? – dijo Braulio al fin.
Se fueron aproximando con cautela hacia la puerta. Con un toque suave la abrieron del todo, esperando encontrarse cara a cara con sus secuestradores, pistola o metralleta en mano. Pero ante su estupor, la cabina estaba vacía, ni rastro del piloto, ni de las azafatas, ni de nadie. El avión estaba volando de forma automática, y nadie se explicaba por dónde podían haber huido, ya que la puerta que acababan de atravesar era presuntamente la única que comunicaba la cabina con el resto del aparato.
- Tiene que existir otra puerta secreta –comentó un pasajero desconcertado-. No pueden haberse esfumado por arte de magia.
Se buscó la posible salida alternativa, pero no se dio con ella. Y no obstante, la realidad era que los tripulantes habían abandonado la aeronave, dejándoles solos en pleno vuelo.
Fue la chica joven, la nieta de la anciana la fallecida, la que encontró en un rincón de la cabina un pequeño sobre en cuyo exterior podía leerse: “Instrucciones para los pasajeros del vuelo 666”. Y debajo: “Firmado: El comandante.”
Lo abrieron ansiosamente. Allí debía estar sin duda la explicación que estaban esperando. La joven leyó con voz temblorosa las breves y escuetas líneas que llenaban la hoja:

Lamentamos haberles abandonado de esta manera. Este avión no se dirige a ninguna parte, o mejor dicho, va directo hacia la muerte, hacia el infierno. El final está ya muy próximo. Es inútil que intenten nada, porque nada puede salvarles: ustedes han sido los elegidos por Satanás y muy pronto descansarán en el fuego eterno. Dispensen las molestias que hayamos podido causarles”.

El tiempo no dio para más. La explosión fue violentísima, y el artefacto se descompuso en millones de partículas, desparramadas por el límpido cielo azul.

© Juan Ballester

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