jueves, 27 de octubre de 2011

La otra historia de Caperucita


Caperucita era una hermosa niña de 18 años (entonces -me dirán- de niña ya no tenía nada), que habitaba en un bosque muy tranquilo, donde apenas se turbaba la paz en todo el día si exceptuamos las treinta o cuarenta motocicletas de los macarras que iban allí a hacer el bestia. Su cabello, rubio y largo, le caía graciosamente sobre los hombros, rizado y sucio. Traía locos a todos los muchachos de los alrededores y a ella le gustaba hacerlos rabiar y coquetear (no confundir con "croquetear", que es freír croquetas).
Todas las tardes, a eso de las seis, se veía forzada a visitar a su abuela en el otro extremo del bosque. Caperucita pensaba que era muy aburrido pasarse las horas en compañía de una vieja, comiendo galletas y tomando el malísimo té que la abuela preparaba. Por eso, cada vez que tenía ocasión, la dejaba plantada e iba a divertirse por ahí con gente de su edad (de la edad de Caperucita, of course, como dirían hoy los pedantes con su pestilente jerga). Tenía también su moto que le permitía desplazarse con rapidez y, por qué no decirlo, hacer igualmente el bestia junto a sus amigos.
Pero, se preguntarán, ¿dónde está el lobo en esta historia? Ahora es cuando aparece. Se trata de un pobre leñador que conocía a Caperucita desde que ésta era un diablillo que no levantaba dos palmos del suelo. Este leñador la quería como a una hija (sí, lo reconozco, en realidad era su padre, pero a ella siempre se lo había ocultado), y sentía un poco de rabia viéndola frecuentar esos ambientes y rodeada de tanta gentuza. Siempre que la encontraba, procuraba convencerla con toda clase de argumentos de que lo que hacía estaba mal, y le pedía por favor que volviese con su abuela donde, si bien es cierto que no se divertía, al menos aprendía cosas de provecho.
Caperucita no hacía caso de las palabras del tío paleto aquél, y vivía haciendo siempre lo que le venía en gana. Fumaba, decía palabrotas e incluso se había vuelto comunista (la llamaban ya Caperucita la Roja), y se comentaba que era un poquito alegre de cascos, si bien no existían pruebas concluyentes de que hubiese hecho nada malo. Y todo por empeñarse en vivir sola.
Una tarde se encontró en el camino con el leñador.
- ¿A dónde vas, Caperucita? ¿A casa de tu abuelita? -le preguntó.
- A ti qué te importa? -respondió ella con descaro.
- Ya sabes que la pobrecilla está sola. Deberías ir a cuidarla.
- ¡Anda, déjame, pesado! -concluyó Caperucita.
Y ya se disponía a montarse en la moto de nuevo, cuando el leñador se arrojó contra ella y, tras darle unos extrajo su hacha del cinto y la clavó con fuerza en el pecho de Caperucita, dándose a continuación a la fuga mientras emitía extraños aullidos.

© Juan Ballester

No hay comentarios:

Publicar un comentario