jueves, 1 de diciembre de 2011

¡Muera el Rey!

Un día, aquello apareció escrito con spray de color rojo en una de las fachadas de Palacio.

“¡Muera el Rey”!

Pero, ¿cómo era posible? Hubo movilización general, y por supuesto, se organizó una cuadrilla de limpieza con el fin de evitar que semejante ultraje llegase a oídos del monarca. Afortunadamente, en apenas diez minutos ya no quedaba ni rastro de tan execrable atentado, y la Familia Real no fue informada del suceso, hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
El responsable de seguridad mandó patrullar por los jardines y sobre todo por el bosquecillo aledaño a la residencia de sus Majestades, y ordenó inspeccionar todos y cada uno de los aposentos del Palacio -salvo, claro está, los de carácter privado, reservados única y exclusivamente al rey, a su esposa y a sus dos hijas-, y convocó una reunión secreta de urgencia, a la que asistió, además del Monarca, toda la plana mayor, tanto de estamentos civiles como militares, incluido el Ministro del Interior. La presencia de un intruso irrumpiendo de no se sabe qué forma en el recinto y burlando todas las medidas de seguridad habidas y por haber, era algo intolerable y que, sin perjuicio de abrir la correspondiente investigación, no se podía volver a repetir.
Aunque la gravedad de los hechos hubiera aconsejado ceses y dimisiones, de momento la depuración de responsabilidades quedó aplazada hasta que las pesquisas iniciadas pudieran arrojar alguna luz sobre la forma en que se había producido lo que dieron en llamar “el incidente”.
Pero ni los perros, ni la policía científica ni ninguno de los medios materiales y humanos empleados en esclarecer los hechos y hallar a los culpables dieron resultado de ninguna clase. Quien quiera que fuese el autor de la pintada, había actuado con una pericia tal que, lamentablemente, había conseguido entrar y salir del recinto de Palacio sin ser visto y sin dejar ni rastro, dejando en evidencia la seguridad de la residencia real y, por ende, del propio Estado.
Así que se acordó duplicar los efectivos de vigilancia, tanto a pie como por medios aéreos.
El rey había recibido la noticia con gesto grave y con honda y lógica preocupación, no tanto por el contenido de aquella escandalosa pintada -que al fin y al cabo, ya estaba acostumbrado a recibir tanto vítores como silbidos a lo largo de sus quince años al frente de la Jefatura del Estado-, sino por lo que podría haber sucedido si el autor de aquel acto hubiera llevado intenciones mucho menos “inocentes”.



Lo malo fue cuando al día siguiente se repitió “el incidente”, y además casi en el mismo sitio que la víspera. Otra vez alguien había conseguido burlar las cámaras de seguridad y las patrullas y había llegado hasta la mismísima pared de mármol, estampando en ella de nuevo su sucio mensaje antimonárquico, esta vez más largo y explícito incluso que el primer día:

¡Muera el Rey! ¡Viva la República!

De nuevo se movilizó a todo el personal disponible, tanto para la limpieza como para la investigación de ese incidente, que iba adquiriendo unas dimensiones verdaderamente preocupantes. Y todo parecía haberse desarrollado de la misma forma que la noche anterior: la misma letra, la misma tinta, el mismo lugar y más o menos la misma hora, según establecieron los peritos. Ya no quedaba duda de que el responsable debía ser algún empleado, alguien de la casa, pero ¿quién?, y sobre todo ¿para qué? A cualquiera le caerían unos cuantos añitos de cárcel por una tontería así, y además, todo el personal al servicio de Su Majestad y todos los militares y funcionarios civiles adscritos a la casa del Rey eran seleccionados escrupulosamente para asegurar su honradez, lealtad y honestidad hacia la Corona.
Hubo ceses fulminantes y dimisiones forzadas, aunque la noticia no trascendió más allá de los propios muros del recinto de palacio; no se informó a la opinión pública por no crear mal ambiente y polémica entre los ciudadanos. Hay cosas que pertenecen a los secretos de Estado y sobre las que es mejor guardar silencio oficial.




Lo de la tercera mañana ya rebasaba todo lo imaginable. La audacia del loco o del anarquista o lo que fuese parecía no tener límite:

¡El Rey es un tontorrón! ¡Muera el Rey! ¡Viva la República!

Esta vez, se convocó personalmente al Presidente del Gobierno, a no sé cuántos Ministros y a toda la Corte Celestial. Aquello era una burla contra la máxima institución estatal, aparte de dejar en entredicho la labor de las fuerzas de seguridad del Estado. Si se divulgaba la noticia, el pitorreo iba a ser mayúsculo entre los gobiernos de todas las naciones, y la imagen del país podía sufrir daños irreparables.
Y el Rey, mientras tanto, mantenía la serenidad habitual, aunque no podía negarse un gesto de preocupación en su rostro. Otra cosa era por dentro. ¡Qué bien se lo estaba pasando! No se había divertido tanto en su vida como durante esas tres noches en las que, furtivamente y spray en mano, y luego de desconectar las alarmas y cámaras de seguridad por unos instantes, se había deslizado por una de las ventanas hasta el exterior del Palacio y había pintarrajeado en el muro esos improperios dirigidos contra sí mismo.

© Juan Ballester

No hay comentarios:

Publicar un comentario