jueves, 8 de diciembre de 2011

Y tu vejez será larga

Debí quedarme dormida al volante, porque a partir de ahí mis recuerdos son muy confusos, como envueltos en una nebulosa. Sólo pasadas unas horas recobré en parte la consciencia, y para entonces la situación había cambiado sustancialmente.
En primer lugar, me encontraba tendida boca arriba en una especie de armazón de madera muy incómodo a pesar de estar recubierto interiormente de tela. La habitación era pequeña, fría y silenciosa, y no tenía ventilación alguna, sólo un cristal blindado al frente y una pequeña puerta camuflada a mi espalda constituían mi única comunicación con el mundo exterior. A los pies de tan extraño lecho podía distinguir las crestas multicolores de un montón de flores, que dejaban un peculiar olor en mi habitáculo.
Intenté moverme, pero los músculos no me respondieron. Ni siquiera pude abrir los párpados, pese a lo cual veía perfectamente. Mis miembros habían adquirido rigidez de plomo y mi voz se quebraba antes de salir de la garganta.
Era muy aburrido estar así, inerme, sin otra cosa que hacer que esperar; menos mal que a través del cristal veía desfilar a una serie de personas que aliviaban en parte la sensación de soledad en que me hallaba sumida. Era curioso porque aparecían con unas caras terribles, y se quedaban allí delante unos minutos, comentando entre ellos. Me tenían que estar viendo, porque ya digo que en la habitación no había otra cosa de interés, y no disimulaban en absoluto su curiosidad. Algunas caras me eran conocidas, aunque no era capaz de identificarlas. En cualquier caso, nadie o casi nadie se atrevía a mirarme abiertamente, todo lo más echaban una fugaz ojeada hacia mi receptáculo y cuchicheaban por lo bajo.
A fuerza de repetirse esta maniobra llegué al convencimiento de que el hombre calvo y con gafas debía jugar un importante papel en aquel asunto, puesto que era el que con más frecuencia se asomaba tras el cristal, y cada vez lo hacía acompañado de alguien diferente. También aparecían mucho un par de chicos jóvenes, ella rubia y alta y él guapo y pulcramente vestido con un traje oscuro. Éstos acudieron una media docena de veces a su punto de observación, y daba la impresión de que les costaba reprimir las lágrimas.
No dejaba de tener gracia ese singular desfile, lleno de personajes con aspecto triste que se recostaban los unos en los otros, o se tocaban el hombro o se abrazaban llenos de congoja. No podía oírlos, encerrada en mi burbuja, pero fácilmente podía adivinar que la otra habitación estaba bastante concurrida.
Me sorprendió el ruido del cerrojo al abrirse. ¡Qué alivio! Era insoportable el silencio que me rodeaba. Pude ver de soslayo a un desconocido que se acercaba hasta mí con cuidado y depositaba a los pies de mi lecho un macizo de flores en donde podía leerse: "De tus compañeros y amigos". Era un detalle, la verdad, que alguien se acordara de mí en semejante trance, aunque bien pensado, si tanto se acordaban no sé por qué no venían a visitarme, por qué no trataban de sacarme de allí.
Tus compañeros y amigos. En realidad no podía recordar a ninguno de ellos; de hecho me era difícil recordar nada de mí, ni siquiera mi nombre. Sabía, sí, que una horas (¿o quizá unos días?) antes había estado viajando en automóvil hacia alguna parte, y ahí acababa todo. Luego, el despertar en este lugar tan inhóspito, el inútil esfuerzo por moverme o por articular sonidos, y ni siquiera el hombre uniformado que había entrado se había preocupado por mí ni me había dado explicaciones.
Con gran esfuerzo conseguí dirigir la mirada hacia otro de los ornamentos florales que me rodeaban: "Tu esposo e hijos no te olvidan", rezaba la cinta. Esto me llenó de desazón; quizá algún golpe me había provocado amnesia, pues ciertamente no era capaz de discernir nada concerniente a mi vida pasada, y menos aún el haber estado casada. Podía tratarse de un error; de haber tenido familia lo hubiese recordado, y lo más importante, estarían conmigo en esos momentos tan delicados.
Traté de nuevo de incorporarme, pero seguía poseída por esa pesadez incomprensible. Sólo mis ojos parecían reaccionar a los dictados del cerebro, y se paseaban de un lado a otro de la habitación huérfana de mobiliario, de ese escenario que no era hospital ni casa ni ninguno de los lugares que podía conjeturar, con un cristal al frente en donde, como una película, aparecían y desaparecían una multitud de personajes, tan amplia que era incapaz de retenerlos a todos en mi mente.
Bueno, a algunos sí, al hombre calvo y de gafas que se asomaba constantemente, a fuerza de repetirlo, ya lo conocía en cierta manera, y lo mismo cabía decir de los dos jóvenes que debían ser sus hijos a juzgar por el parecido de sus rasgos físicos.
Ni siquiera tenía sueño, seguramente había dormido durante demasiadas horas seguidas. No me quedaba más remedio que permanecer despierta, soportando el lento desgranarse del tiempo, sin saber si era de día o de noche, aunque francamente eso empezaba a no preocuparme en absoluto. A cada segundo parecía envolverme una extraña paz y me importaba menos el estar allí sola.
El desfile de curiosos era casi constante, y me llamó la atención su aspecto desolador. Ahora podía advertir a un grupo de unos seis o siete hombres y mujeres ataviados con diferente atuendo, con ropajes llenos de colores verdes e incluso rojos.



Fue entonces cuando creí percibir un paulatino destello luminoso que se iba apoderando de la estancia, como si de repente hubiera entrado una nube por alguna rendija de la puerta. Todo se volvió más claro y blanco, y a partir de ahí la situación se tornó diferente. Me incorporé del lecho con una agilidad sorprendente; ya podía moverme y me notaba muy ligera, como una pluma. Y cuál fue mi sorpresa cuando, al sentarme sobre la cama, vi que al mismo tiempo seguía inmóvil, tendida sobre la caja de pino.
Cuando me puse de pie, sorteando los macizos de flores con el fin de no troncharlos, eché otra mirada hacia el extraño receptáculo en donde aún yacía no sé cómo, rígida y con los brazos cruzados sobre el pecho. La expresión de mi rostro no dejaba lugar a dudas: estaba muerta. La huella de la cicatriz que surcaba mi frente también parecía confirmar mis sospechas. Y por fin empecé a ver clara la situación. Eso era una cámara mortuoria, mi cámara mortuoria, y toda aquella gente a la que yo no era capaz de identificar debían ser parientes y conocidos.
¡Con qué facilidad empecé a flotar por el reducido recinto en donde descansaba para siempre mi cuerpo! ¡Cuántos interrogantes me vinieron de repente a la cabeza!. Si eso que se movía sin ningún problema por el cuarto era mi espíritu, seguramente no me sería difícil atravesar las paredes o el escaparate de cristal, por poner un ejemplo.
Me decidí al fin a intentarlo, y resultó fantástico. En un momento me encontré en la otra habitación, la que estaba llena de parientes y allegados. Allí los siseos, las palabras en voz baja y los llantos contenidos eran sin embargo un estruendo comparado con el silencio sepulcral que acababa de abandonar.
Mi esposo y mis hijos. Son ellos quienes se asoman tanto a mirarme. Aún no recuerdo sus nombres pero ya estoy segura de su identidad. Y de la mía: soy esa pobre Manoli a la que todos aluden cuando se sitúan frente al cristal. Manuela Iglesias Pardo, 53 años, natural de La Puebla de Alcocer, provincia de Badajoz, casada con don ... Pero eso sí que no puedo recordarlo todavía.
Empiezo a sentir movimiento a mi alrededor. Poco a poco se va evacuando el lugar, y a través del amplio vidrio veo al mismo operario de antes entrar y cerrar la tapa de la caja. Allá voy yo, encerrada para siempre en teoría, rumbo hacia un pedazo de tierra que en algún cementerio alguien habrá abierto ya.
La sala se empieza a quedar vacía en menos tiempo del que se tarda en decirlo, y el que más y el que menos se hace un hueco en alguno de los doce o trece vehículos que conforman la comitiva mortuoria. Yo afortunadamente no necesito medios mecánicos para desplazarme a la misma velocidad que ellos, para sumirme en el caos circulatorio de la carretera de circunvalación, para seguir a esa longaniza de automóviles que se desplazan detrás del furgón como una hilera de hormiguitas.
Las copas de los cipreses se destacan por encima de la valla del cementerio. La marcha es ahora mucho más lenta, quizá por respeto a los que reposan eternamente en su parcelita de tierra adornada de flores mustias o en un funcional departamento situado en un bloque de nichos que bordean el recinto amurallado.
Recorremos de punta a punta aquel inmenso amasijo de lápidas y cruces, aquella fantasmal urbanización en la que reina el silencio y el recogimiento. He tenido suerte, debo de pertenecer al sector más acomodado de la sociedad porque mi nuevo emplazamiento se halla ubicado en el suelo. Los empleados municipales aguardan sentados sobre el montón de tierra removida.
Y da comienzo así la ceremonia fúnebre, con unas palabras del vicario que son seguidas con respeto por la inmensa mayoría, si exceptuamos a un niño que no hace más que hurgarse la nariz pese a los intentos de su madre para que se esté quieto, o de un pequeño sector de los asistentes, los más alejados del lugar de mi eterno reposo, que cuchichean en voz baja acerca de no sé qué informe que por lo visto han tenido que interrumpir para venir a despedirme. Por mí, se podían haber ahorrado la molestia. Incluso uno de ellos se ha atrevido a encender un cigarrillo en un momento así, no le dará vergüenza.
Observo cómo una señora mayor se desmaya por la emoción y la aflicción. Está en primera fila, muy cerca de mi esposo. Pudiera ser mi madre, sí, es mi madre. Ha debido de llegar por otro camino porque desde luego no estaba con los demás en el velatorio. Quizá ha venido con la joven rubia que se agarra del brazo de uno de mis hijos. En cualquier caso, debe ser un trance muy penoso para una madre, pobre mujer.
Es curioso, pero ahora, mientras caen las paladas de tierra una tras otra sobre la caja de madera que contiene mis restos mortales, soy capaz de penetrar en el fondo de todos los pensamientos. Es como si oyera hablar a cada uno de los presentes por separado. Y aunque en general me conmueve lo que piensan de mí, no faltan voces discordantes o envidiosas, no faltan seres que asisten a la ceremonia con tal indiferencia que contrasta con la rigidez de sus rostros o la hipocresía de sus lágrimas bien ensayadas, para que no se diga.
Y contemplo a mi esposo y a mis hijos, a toda mi familia, al tiempo que siento que me elevo poco a poco por encima de sus cabezas, al tiempo que una finísima nube de olvido empieza a recubrir los cuerpos y los objetos de allá abajo. ¡Pobre Antonio! Sí, así te llamas, por fin lo recuerdo, Antonio. Aún eres joven y hermoso y en cambio no puedes soportar el peso de las horas. Quisieras estar en mi lugar, pero eso no puede ser, algún día nos encontraremos flotando en las eternas praderas donde el sol brilla permanentemente. Pero ahora te quedas tan vacío, tan solo, que realmente me aterra pensar en ello. Ten paciencia, Antonio, debes sobreponerte, debes seguir luchando sin mí porque mañana brillará el sol otra vez y tu vejez será larga.

© Juan Ballester

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