jueves, 16 de febrero de 2012

Desde la otra parte

El despertador zumbaba sin cesar desde hacía cinco minutos aproximadamente, sin conseguir que yo reaccionara. Al fin me desperecé y encendí la luz de la lamparilla. Me dirigí al cuarto de baño dando tumbos y el espejo me mostró la imagen de un tipo medio dormido y con los cabellos revueltos que me miraba con cara de fastidio: mi propia imagen.
- ¡Qué asco de cara! - no pude dejar de exclamar.
Y entonces ese rostro que se reflejaba en él me replicó con mi propia voz:
- Soy igual que tú. Si te doy asco es culpa tuya.
Adormilado como estaba, me froté los ojos en el agua. Al levantar la cabeza, de nuevo divisé aquella figura que se apoderaba del espejo por el otro lado y que era mi vivo retrato. Por un momento me había parecido que me había hablado alguien a través del cristal, tales prodigios produce el sueño.
Sin salir de mi asombro, oí por segunda vez mi voz proveniente de la pared.
- Sí, hombre, sí, no me mires de esa forma. Anda, vamos a ser amigos, démonos la mano.
La otra mano desbordó el cristal y salió al encuentro de la mía. La rocé con cierto recelo (¿dónde estaba el truco?), pero en seguida la aparté, como si me hubiera quemado. Pensé que se trataría de una visión producida por el sopor nocturno, me figuré que pronto, al sonar el despertador, terminaría ese absurdo. Pero me acordé que el despertador ya había sonado, de modo que una hora más tarde, a las nueve de la mañana, yo seguía allí, mirando atónito mi figura de carne y hueso, aquel hermano gemelo que al parecer tenía desde hacía un rato.
Estábamos frente a frente y no habíamos vuelto a decir ni una sola palabra. Nos estudiábamos mutuamente como dos gladiadores prestos a iniciar el combate. Tenía hambre, un poco de frío, y me sentía algo cansado.
- ¿Quieres comer algo? -dije al fin, sin saber siquiera si "eso" tenía necesidades fisiológicas. Me contestó que bueno, así que decidí seguir el juego. Traje de la cocina dos tazas de café, galletas y un poco de pollo frío que me había sobrado de la cena. Comimos en silencio, sin dejar de vigilarnos. Paulatinamente fui recobrando la serenidad, asimilando la situación, y me vinieron a la mente cientos de preguntas. Miré el reloj y eran más de las diez.
¡Qué barbaridad! Llegaría tardísimo al trabajo. Lo dejé todo, aun en contra de mi voluntad, y tras arreglarme lo suficiente, me marché, dejando a quien quiera que fuese, solo en mi propia casa.
A las cinco ya estaba de regreso. Temí encontrármelo todo patas arriba o qué sé yo, incluso adopté algunas precauciones por si acaso él hubiera salido del espejo a fisgonear o a robar, que también podía ser. Pero no, aquellas cuatro paredes seguían como siempre y nada parecía haberse alterado. Me dije que sí, que definitivamente me debía haber quedado dormido delante del espejo. No obstante, mi primera reacción fue precipitarme hacia el cuarto de baño.
Allí estaba, o mejor dicho, allí apareció al asomarme yo, con el mismo traje marrón que yo vestía, con la misma cara de incredulidad. De manera que por fin era cierto, no lo había soñado.
No es fácil hacerse a la idea de convivir de pronto con otro yo, pero ¿qué remedio me quedaba? ¿Enloquecer? ¿Darle un martillazo a ese incomprensible trozo de cristal? ¿Salir corriendo y no volver nunca? No, para bien o para mal tenía que admitirlo, porque yo podía meter el brazo dentro y tocarlo, y él podía sacar el suyo y tocarme. Ambos éramos de carne y hueso y estábamos allí.
Hablamos. En primer lugar era preciso saber qué quería, cómo estaba ahí y desde cuándo. Se daba la circunstancia de que el espejo era nuevo, tan solo hacía un par de semanas que se me había partido el anterior mientras manipulaba con la bombilla, así que vete a saber de dónde habría salido. Además, ¿por qué había hablado conmigo ese día y no antes? ¿Por timidez, por miedo? Pero él no parecía saber de qué le estaba hablando, no sabía nada de nada excepto que de repente se había materializado ahí detrás. No tenía pasado, ni recuerdos, ni explicaciones que ofrecer. Y sin embargo tenía ciertos conocimientos que necesariamente había aprendido con anterioridad, por ejemplo, conocía mi nombre, sabía hablar y hacerse el nudo de la corbata; sabía comer y hasta peinarse. ¿Quién se lo había enseñado?
Había un detalle significativo que no me pasó por alto: su noción de izquierda y derecha era contraria a la mía, porque estaba a la inversa. Por ejemplo, el lado del corazón, para él era el derecho, y bizqueaba un poco, como yo, pero con el otro ojo, el que quedaba enfrente del mío.
Pronto supe que él sólo tenía existencia cuando yo me plantaba delante el espejo, que no podía salir de allí, porque en cualquier caso él era yo, naturalmente. Y yo quería saber, necesitaba saber, de modo que mi cabeza no hacía más que cavilar. Me ausenté un instante y fui a mirarme en el otro espejo, el del dormitorio, pero allí no, allí era como siempre. Así que me decidí a hacer la prueba de cambiar los espejos de sitio, y mi amigo (¿cómo llamarlo mi otro yo?) no puso inconveniente, le parecía mejor vivir en una pieza alegre y con luz que en un pequeño cuarto húmedo y maloliente.
La tarde se me pasó rápidamente, apenas me di cuenta de que se hizo de noche. ¡Había tantas cosas que descubrir de mi hermano gemelo! Apenas pude pegar ojo, una extraña sensación me desvelaba, y no era otra que saber qué sería de él en esos momentos, qué estaría haciendo tumbado en una cama igual que la mía, en qué estaría pensando. Tres veces me levanté a media noche para mirarme en el espejo (me podía convertir en un narcisista de seguir así), y obviamente él estaba al otro lado, en pijama. No parecía peligroso, sino más bien todo lo contrario, dispuesto a cooperar, dócil a mis caprichos y sugerencias.
Así transcurrieron los días subsiguientes. El otro fue conociendo cosas de mí y yo de él. Por ejemplo, le mostré una serie de objetos cotidianos -mi pipa, mi ajedrez, mi colección de sellos- aunque evité deliberadamente hacer mención de los cuchillos y de cualquier instrumento que pudiera resultar peligroso no sólo para mi integridad física sino incluso para la suya (¿acaso sería capaz de agredirme o suicidarse con ellos si iban mal las cosas?). También le traje unos libros, pero resultó que no los podía leer porque estaban escritos al revés, es decir, que él veía las letras del revés. De manera que yo le leía a veces fragmentos, y sus preferidos eran El retrato de Dorian Gray, El espejo en el espejo, Alicia a través del espejo, y muchas de las narraciones fantásticas de Alan Poe o Julio Cortázar.

Me dió por pensar en la habitación paralela a la mía en donde él vivía. Cuando yo me alejaba unos pasos del espejo, caminando hacia atrás, él se alejaba también; por lo tanto, aquel lugar era doble: mi casa y la suya, pero la suya, desafiando todas las leyes de la física, se ubicaba entre el cristal y la pared posterior, un reducidísimo espacio que sin embargo era muy amplio.
Desde su emplazamiento, él podía divisar parte del mundo exterior, algunos árboles y varios edificios lejanos. Pero todavía no conocía a otras personas. Yo me mostraba tan sorprendido, tan entusiasmado con el descubrimiento, que no hacía más que alimentar mi curiosidad morbosa, buscando ideas con las que experimentar. Así, me preguntaba lo que pasaría si traía a alguien a mi apartamento y le mostraba el prodigio. De mis padres ni hablar, nuestras relaciones eran inexistentes desde mucho tiempo antes, y no tenía otros parientes en los que confiar. Los amigos tampoco, porque quizá no supieran entenderlo, así que la única solución era contárselo a Lina, una vieja conocida con la cual había mantenido relaciones más o menos estables unos años atrás.
No se mostró muy entusiasmada al recibir mi llamada, es la verdad, pero le solté el rollo de la depresión y la soledad, y tras veinticinco minutos de forcejeo telefónico, conseguí una cita para el sábado por la tarde.
La encontré en el club al que tantas veces habíamos ido en otros tiempos. Estaba bastante cambiada, como yo, supongo, pero me seguía atrayendo igual que siempre. Lina trabajaba en una galería de arte, y con la excusa de enseñarle un cuadro que había adquirido últimamente, la convencí para que subiese a casa. "Nada de sexo -me advirtió-, ni se te ocurra". Pues claro que no, lo nuestro estaba ya terminado, sólo sería un momento.
Por supuesto no existía tal cuadro, y a ella la jugarreta le sentó muy mal. Ya iba a irse cuando le conté la verdad, pura y llanamente. Pero ella no se movía del recibidor, y menos aún para ir al dormitorio "¿Qué te has creído?", me reprochó. Así que, a toda velocidad, corrí a mi cuarto, descolgué el espejo y lo puse ante ella sujetándolo entre mis brazos. La imagen reflejada, su imagen, empezó a moverse de forma autónoma, viva también. Entonces vi la expresión de terror reflejada en los ojos de Lina, oí su horripilante grito y a continuación su taconeo precipitado escaleras abajo.
Ella no volvió ni supe jamás qué hizo después. Yo me quedé plantado en el umbral de la puerta de la escalera, con el trozo de cristal mágico entre las manos. Noté que un vecino me espiaba escudado tras su mirilla y cerré la puerta.
Debía haber esperado esa reacción, debí haber comprendido que hay circunstancias anómalas que un hombre debe afrontarlas solo. Desistí de intentarlo con otra gente, hubiese resultado lo mismo. De todos modos, al menos ya sabía que el espejo era capaz de repetir el prodigio con cualquiera que se asomase a él, o lo que es lo mismo, que tras el vidrio plateado se escondía otro mundo, en el que todos teníamos cabida con sólo mirarnos.
Mi curiosidad fue más allá. Llevaba varias semanas dándole vueltas a un asunto muy delicado, pero no me atrevía a planteárselo a mi hermano gemelo. Quería que fuese una sorpresa. Y lo fue, una triste sorpresa.
Descolgué el otro espejo, el que había instalado en el baño a raíz de mi descubrimiento, y cargué con él hasta la alcoba. Me asomé, con él entre mis brazos, al que ocupaba mi doble.
Lo eché todo a perder. Se formó una especie de túnel inacabable lleno de imágenes concéntricas, cada vez más pequeñas, y en cada una de ellas mi imagen viva seguía existiendo, pero ya no era él, ya no era yo, sino un pobre desgraciado desintegrándose en el infinito, aullando de dolor con una voz cada vez más débil y lejana...
Ahora el espejo ya no me devuelve mi imagen. Me coloco ante él y no puedo verme, y sí en cambio las copas de los árboles, los edificios lejanos y el cielo con nubes, como si yo fuera transparente. Entonces me decido a probar el último experimento. Primero, debo terminar mi relato, explicarlo todo, mi misteriosa desaparición, y después, cuando la pluma repose sobre la mesa encima de este puñado de folios, me arrojaré sobre el espejo y ya sólo tendré que esperar la remotísima posibilidad de que alguien con mi misma cara se asome alguna vez para volver a tener existencia.

© Juan Ballester

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