Si muero en Bujalance no se lo digas al muchacho; éramos uña y carne y siempre se había apoyado en mí para todo, como si yo fuera algo más que su hermano mayor, como si fuera además un ejemplo a seguir. No quiero que se le caiga esa venda que ha cubierto sus ojos durante estos casi veinte años, ni que en un arrebato de rabia rompa todas las fotografías en que estamos juntos en el álbum familiar, ni que tire todas las figuritas de madera que fui elaborando artesanalmente para irselas regalando cada vez que llegaba su onomástica o su aniversario. No quiero que se avergüence de llevar mi mismo apellido, de haber aprovechado mi ropa, mis libros de texto, de haber escuchado mis discos y hasta haberse hecho socio del mismo equipo de fútbol que yo.
Si muero en Bujalance no se lo digas a la ratita; es demasiado pequeña aún para comprender, es apenas una niña y no conoce nada de la vida. Qué dirían sus amiguitas del colegio, o las otras niñas del barrio, o sus primitos de Francia cuando se supiese que he muerto. Quién podría explicarle que el flaco, como ella me llama, estaba enfermo, que no era una persona buena, que tuvo mala suerte al elegir las puertas a las que llamar y juntándose con personas que no merecían la pena. Y quién podría decirle a la ratita que a pesar de todo es mejor así, que con mi marcha se le ha ahorrado sufrimiento a mucha gente, a muchos infelices que viven ajenos a esos otros mundos tan reales como el que ven cada mañana al levantarse.
Si muero en Bujalance no se lo digas a la Toñi. La Toñi tampoco sabía nada, a pesar de llevar de novios cuatro años y haber presumido de que entre ambos no existían secretos. Ella es la que más va a sufrir, porque es la que día a día ha estado a mi lado, engañada, venerándome como si fuese un santo o un ídolo milagroso. Cómo podría permanecer entera, sin derrumbarse física y mentalmente, teniendo que soportar los falsos pésames, las palmaditas de ánimo, las palabras gastadas y tópicas que se suelen emplear en estos trances. Quién podría quererla después de haber estado conmigo, después de haberse entregado a mí en cuerpo y alma, después de ser el objetivo de todos los flashes y de tener que asistir en primera fila a toda la investigación, a cada una de las revelaciones sorprendentes que se irán sin duda produciendo, como si se tratara de una de esas cajitas chinas llenas de comprartimentos ocultos.

Si muero en Bujalance no se lo digas a mamá. No quiero imaginarla en ese trance, con el corazón desgarrado por el dolor y vestida de negro por mi causa. No le digas que las de ayer fueron las últimas croquetas y el del mes pasado el último flan que me hizo. No le digas que el de esta mañana fue también el último beso que recibió de mis labios. No le obligues a padecer el peor dolor que puede infringírsele a una madre, a que reniegue de su vientre, a que maldiga la noche en que mi padre y ella unieron sus carnes para engendrar semejante monstruo. No le digas que ha sido aquí, en el mismo lugar en donde nací, en la misma calle en que jugaba cuando chico, delante de su propia casa, no le digas que he muerto de un certero disparo ni que he quedado envuelto en un charco de sangre, no, no le digas nunca que esa sangre acaba de salpicar y teñir de rojo la fachada blanca y la puerta y los geranios de su balcón.
© Juan Ballester
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