jueves, 25 de marzo de 2010

Ayer tendrás que escribirlo

A veces sucede que el tiempo juega con nosotros, que se burla de ese afán nuestro de querer hacerlo todo linealmente, según los clichés establecidos, y se pliega sobre sí mismo, se disloca uniendo lo cercano y lo lejano, lo reciente y lo remoto, lo posible y lo imposible, formando un océano revuelto en el que cada segundo es como una gota que se mezcla con las otras gotas‑segundos formando un todo indisoluble.

A veces sucede que hay tardes en las que la soledad de mi apartamento se torna insoportable, que la depresión y los fantasmas me acosan desde cada rincón, desde cada silla, desde cada objeto, que la botella me reclama como antiguamente recordándome mi ruina actual, y entonces sólo encuentro un arma con que defenderme, y es así como tomo un puñado de cuartillas y un bolígrafo y trato una vez más sin suerte de abrirme paso en ese camino hacia la nada, en un intento baldío más, hasta que por fin comienza a tomar cuerpo algo parecido a una narración. No es, desde luego, uno de esos cuentos que le vienen a uno de repente, que se aparecen al entrar en la ducha o al ponerse los zapatos y que luego se confeccionan en cualquier banco de cualquier calle o en cualquier trozo de césped de cualquier parque, no es una idea a la que haya que ir puliendo, moldeando, rellenando de detalles accesorios, sino más bien lo contrario, una forma de desahogarse, de liberar esa angustia interior, de tratar de encontrar explicaciones, pero cómo explicar lo que no tiene sentido, cómo explicar que dos y dos no son cuatro, cómo explicar.

A veces sucede que el cuento se escribe solo, no hay más que ir agrupando los hechos cronológicamente, limpiando los detalles que no son importantes con el fin de no alargarlo inútilmente, pero sintiendo que esta vez tampoco, que el resultado no es lo que uno quería, que el relato o como se quiera llamarlo no queda bien escrito, lo cual no me sorprende puesto que no tengo ni he tenido nunca talento para nada; simplemente lo hago por pura afición, con la única idea de archivar la obra junto a los demás relatos en una carpeta azul de gomas, con la dudosa esperanza de que algún día un sobrino adinerado tendrá el capricho de malgastar unos cuantos miles de pesetas en editar las obras de su difunto tío.


A veces sucede que corre el año 1970 y al tomar el autobús en dirección al centro descubro a un muchacho sentado en una de las últimas filas de asientos, un muchacho idéntico a mí, si salvamos la distancia de cuarenta y tantos años que nos separa a uno del otro. El aparenta unos trece y me sorprende el gran parecido que presenta conmigo, o mejor dicho, con el recuerdo que guardo de mí mismo cuando tenía esa edad.

A veces sucede que me decido a seguirle, dejando plantado al amigo que me espera en la Puerta del Sol, bajando del autobús detrás del muchacho, que busco cualquier pretexto para hablarle, para iniciar una relación, tal vez preguntándole por una calle y qué casualidad que él también vaya hacia allí, al principio caminando casi juntos, a pocos pasos de distancia el uno del otro, pero cada uno por su lado, pero al fin creando una corriente de atracción mutua que nos lleva a hablar de cualquier cosa, de lo mal que está el pavimento, de la lluvia que viene cayendo desde días atrás, aunque no hay demasiado que decir cuando nuestra edad difiere en casi cuatro décadas.

A veces sucede que por azar he elegido mentalmente un número y es justamente el mismo portal donde él vive, en el bajo, hijo de madre soltera que desde luego no anda muy sobrada de recursos económicos, y hay que disimular y seguir escaleras arriba hasta casa de un tal López, a quien por supuesto no conozco pero que ha sido el primer nombre que me ha venido a la boca, bastante probable después de todo que existiese un López, pero lo mismo podía haber sido un García o un Pérez.

A veces sucede que me quedo allí en medio de la escalera, entre dos pisos, titubeando, pensando en qué excusa buscar para bajar tan pronto; obviamente no me interesa ningún señor López sino volver a ver al chico, porque hay algo en él que me recuerda mucho a mi infancia, también yo vivía en un bajo y no tenía hermanos ni padre, también había un tipo llamado López, también el edificio se hallaba en las afueras y era de ladrillo rojo con rejas en las ventanas.

A veces sucede que decido bajar y ahí mismo me cruzo con la portera, la madre del muchacho, que me reconoce y recuerda de pronto que el señor López ha salido pero que sin duda volverá en seguida, y que si quiero esperarle puedo hacerlo allí dentro, con la que está cayendo, ella me avisaría en cuanto llegase López.

A veces sucede que entro como un intruso en aquel hogar, donde falta de casi todo, donde el chico está leyendo un tebeo y merendando pan con cualquier cosa, mirándome cuando aparezco y saludándome con un simple gesto de cabeza, como dando a entender que sabría que vendría, y le oigo llamar por su nombre, por mi nombre, porque él lógicamente sólo se podía llamar Juan, claro que es un nombre corriente, pero imposible que se hubiese llamado Carlos o Alfonso o Ricardo.

A veces sucede que el misterioso señor López no acaba de rematar su paseo vespertino y recuerdo que se me hace tarde, que no importa, que volveré en otro momento, que no hace falta que le deje recado, en realidad no nos conocemos mucho, pero claro ni mucho ni poco; simplemente tengo miedo de que se presente justo ahora y se descubra todo.

A veces sucede que pasan los días y el trabajo me esclaviza más de lo que quisiera, hasta que por fin encuentro una tarde libre y me escapo de mis ocupaciones y mis pies me llevan hacia la zona de la otra vez, a buscar a ese López, es decir a buscar a ese niño y en cambio ahora no está en casa, sólo la madre y de nuevo el señor López ha salido y no sabe cuándo volverá porque lleva unos días muy raro, y en fin, le pregunto como de pasada por el niño mientras aprovecho para echar un vistazo a la habitación, con la jaula del periquito colgando de un clavito y me viene de repente a la memoria que yo también tenía un pájaro, suele ser frecuente convivir con animales, pero podía haber sido un gato o una tortuga y en cambio se trataba de un periquito.

A veces sucede que me presento por tercera vez tratando de no encontrar a López y la portera me recibe con un gesto de desesperación doble, porque vaya mala suerte, ese señor está de viaje, y además porque el muchacho está enfermo en la cama con unas extrañas fiebres, y entro a saludarle sólo un minuto tratando de recordar qué edad tenía yo cuando me contagiaron la hepatitis y me vi obligado a perder un año de mis estudios. Casi ni me siente llegar, está medio delirando, envuelto en un pijama azul, pero por qué azul, por qué el mismo color que el que yo usaba a su edad, por qué no con dibujitos o de rayas.

A veces sucede que me empieza a preocupar la enfermedad del chaval, que medio en broma medio en serio irrumpo en su casa algunas tardes, llevándole dulces o algún juguete caro. Trato de no darle mayor importancia, intuyo que pasados ocho o diez meses todo se habrá resuelto felizmente y el joven volverá a hacer vida normal, pero me da lástima contemplarle así, recordarme a mí mismo en un sofá cama como aquél, soportando esas espantosas inyecciones como la que acaba de administrarle el médico que le atiende.

A veces sucede que vuelvo dos semanas después y recibo la sorprendente noticia de su fallecimiento, la madre destrozada, la habitación en penumbra y más triste que nunca, los objetos intactos y la fotografía encima del televisor, sintiéndome incómodo, asfixiado por la atmósfera cargada pero sobre todo cargada de tragedia, de rompecabezas inconcluso, de misterio sin aclarar, y sólo me quedan fuerzas para salir de allí casi de puntillas, hasta la calle, hasta la primera taberna.

A veces sucede que necesito olvidar, no hacer preguntas, que el alcohol es al fin y al cabo un sedante, un elemento que me ayuda a evadirme pero también a hundirme, a dejarme sin trabajo, sin ilusiones, sin metas en la vida, que me convierte en un pobre tipo consciente de su miseria, de modo que me basta con arrastrarme por todos los tugurios de mala muerte, por todos los garitos, como un desconocido, como un paria condenado a la desaparición.

A veces sucede que una noche tropiezo con un individuo de aspecto curioso e inteligente, que fuma unos cigarritos oscuros y luce una poblada barba, y sin querer le voy contando toda la historia, desde el comienzo, más o menos con exactitud aunque con abundantes lagunas motivadas por el embotamiento de mi cerebro, y el hombre asiste a mi narración casi en silencio, sólo de cuando en cuando hace algún comentario con su voz melodiosa, extranjera, de hombre de mundo que ha asistido a acontecimientos totalmente insólitos.

A veces sucede que algún tiempo después, durante mi vagabundear por la vida, cae en mis manos un libro, abandonado o extraviado en el asiento de un cine, y comienzo a hojearlo con curiosidad, casi con nostalgia de los viejos tiempos, hasta que me encuentro bruscamente con algo que me entra por los ojos, que me llama poderosamente la atención, con la cara del tipo al que encontré en aquel cafetucho impresa en la portada del libro, y sobre todo descubro con estupor una historia que es mi historia pero que a la vez no lo es, una especie de cuento que trata acerca de lo que me ha venido torturando a lo largo de tanto tiempo, y resulta que ahí estoy yo, en la tercera línea, porque es algo que al autor, según confiesa, se lo contó un borracho en un miserable local de París, pero por supuesto yo nunca estuve en París, y sobre todo, la historia estaba escrita en 1956 y a mí me aconteció en 1970, pero lo demás coincidía básicamente, la sustancia del relato se veía a las claras que estaba tomada de mi narración y la cara del escritor no dejaba tampoco lugar a dudas sobre su identidad.

A veces sucede que me guardo el libro en el bolsillo del abrigo raído, que me encamino hacia una librería con una contenida emoción, pensando que hay un factor temporal que no encaja, que debe tratarse de una errata del editor al consignar la cronología del relato, y el librero no me quita ojo de encima debido a mi aspecto desaseado y sospechoso, y me aborda con el propósito encubierto de intimidarme, de forzarme a salir de allí, así que le digo algo de un volumen de cuentos de Cortázar creyendo que no lo conocerá, y resulta que sí, que al parecer es un autor muy prestigioso e incluso de moda debido a su reciente fallecimiento, y le pregunto si conoce uno que se titula "Una flor amarilla" y me ofrece hasta tres ediciones diferentes, pero claro, yo no llevo dinero, en realidad me interesa sólo confirmar que lo escribió en 1956 cuando yo le confesé mi verdad en 1970...

A veces sucede que releo estas páginas y las comparo con las del otro escritor y me entran ganas de romperlas, sobre todo sabiendo que ya no hay posibilidad de aclarar el malentendido, que ya no es posible buscar al autor y preguntarle cómo pudo ser si yo nunca estuve en París, si él tampoco estuvo en Madrid hasta mucho más tarde, cómo pude habérselo contado todo catorce años antes de que sucediese.
© Juan Ballester

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