jueves, 30 de septiembre de 2010

Desencantada de conocerle

‑ Sube a mi apartamento y tomaremos una copa ‑propuso el hombre a la joven que acababa de conocer en el bar.

‑ Está bien, pero sólo un momento. Tengo algo de prisa hoy.

Subieron. Era un piso pequeño pero confortable, amueblado lujosamente sin perder por ello modernidad. El suelo estaba recubierto de moqueta. Apenas entraron, se despojó él de la chaqueta, para estar más cómodo, y la joven se desabrochó la rebeca y se quitó los zapatos, dejando al descubierto sus preciosos piececitos.

‑ ¿Qué quieres tomar?

‑ Un Martini con una aceituna, por favor ‑respondió la chica con voz golosa.

Mientras el anfitrión lo preparaba, la joven examinó el saloncito, sus bonitos y tal vez valiosos cuadros colgando de las paredes, la vitrina repleta de objetos curiosísimos, las plantas que embellecían los rincones... Se estaba bien allí.

Volvió el hombre y se sentó en el sofá, muy pegado a ella. Con su brazo izquierdo rodeó su cuerpo, al tiempo que acercaba hasta sus labios su regordeta boca ansiosa.

Se besaron a la débil luz de la lámpara, un beso largo y lleno de sentimiento. El la tumbó sobre el apoyabrazos y volvió a besarla, sin que ella protestase ni tratase de rechazarlo. Mientras la mano del hombre comenzaba a recorrer su cuerpo, la besó por tercera vez en la boca y entonces, en apenas unos segundos, la hermosa mujer que había subido hasta el apartamento se fue transformando en un pequeño y repugnante batracio que apenas lograba tenerse en pie subido en aquel escurridizo sofá.

‑ ¿Eh? ¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? ‑se preguntaba el hombre.

‑ No te alarmes ‑habló el sapo con vos desfigurada‑. Yo estaba encantada, una horrible bruja me convirtió en mujer hace varios siglos. Desde entonces ando buscando un príncipe que me libere de esta pesada carga. Tú me has besado tres veces y has roto así el hechizo, logrando que vuelva a ser lo que siempre fui. Adiós, valeroso caballero, y muchas gracias por tu noble acción.

Dicho lo cual, el diminuto sapo se lanzó al suelo y se alejó de allí dando saltos hasta que desapareció de su vista.

© Juan Ballester

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