Lucía tan esplendorosa tras el escaparate que no nos pudimos resistir. Era una cama moderna y de aspecto confortable, del tamaño ideal para nuestro dormitorio.
La trajeron a casa un par de días después, y cuando la vestimos con sus sábanas y su colcha a juego, tenía un aspecto magnífico en el centro de la habitación.
Sin embargo, la primera noche no pudimos pegar ojo, sentimos una inquietud inexplicable. Y eso que era comodísima. Pensamos que sería la novedad lo que nos impidió descansar, a veces cuesta acostumbrarse a las cosas nuevas.
La segunda noche ya nos dimos perfecta cuenta de lo que sucedía. Era como si en medio de la oscuridad hubiera una procesión de ojos mirándonos, espiando nuestras desnudeces, tomando nota hasta de los más leves movimientos. Dimos la luz, pero como es lógico no había nadie más allí. Y sin embargo, al apagar de nuevo, esos ojos nos volvieron a rodear, como tenaces voyeurs.
Pudimos haberla devuelto, pero nos había costado tanto dar con ella, que nos la quedamos. Sería cuestión de acostumbrarse a convivir con aquellas miradas entre curiosas y lascivas de todos los transeúntes que la habían contemplado durante meses desde el otro lado del escaparate.
© Juan Ballester
Me gustó más que el de la rana.
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