jueves, 16 de septiembre de 2010

Gajes del oficio

Lo reconozco; siento un orgullo especial por llevar el apellido Ballena y por haber continuado la tradición familiar iniciada hace casi dos siglos por mi retatarabuelo, el insigne Remigio Ballena Santaclara, hombre -según cuentan las crónicas de la época- voluminoso y enérgico, que tuvo la ocurrencia de aficionarse a la nigromancia y al ilusio­nismo, ante el asombro de unos cuantos y el escepticismo de la mayoría, afición que le llevó a vagar de ciudad en ciudad y de aldea en aldea, no tanto por ejercer su actividad en un circo am­bulante, sino sobre todo, una vez independizado de éste y establecido por su cuenta, huyendo de las iras de quienes veían en aquello una señal ine­quívoca de que poseía poderes conferidos por algún espíritu maligno o incluso por el mismísimo demonio.
El pobre Remigio murió joven, como ha sucedido después con todos los descen­dientes que hemos continuado vinculados de una manera u otra al extraño arte del ilusio­nismo. Yo mismo soy consciente de que de aquí a unos cuantos años, diez o doce a lo sumo, tomaré el camino hacia el otro mundo, al igual que lo hicieron antes de forma prematura toda una saga de Ballenas, desde Niceto, el hijo de Remigio, pasando por Amelio, Germán y Cipriano, mi padre. Eso, para no hablar de la abuela Cayetana y de mis tías Nicanora y Celsa, también dotadas de una extraña habilidad para las ciencias ocultas y la adivi­nación, que algunos malpensados y envidiosos dieron en calificar sin embargo de magia negra, y que dejaron este valle de lágrimas sin haber cumplido siquiera los sesenta años.
Sorprenderá al lector avispado la variedad y relativa rareza de los nombres de pila entre los miembros de nuestra familia. Probablemente es algo consustancial a los Ba­llena, al igual que la peculiaridad de que generación tras generación los matrimonios han sido en su mayor parte endogámicos, entre primos y primas. No es extraño pues que yo, Heliodoro Ballena Trevijano, último miembro por ahora de la estirpe de tan singulares cetáceos, esté algo más que chiflado y haya desarrollado en mayor medida si cabe que mis antepasados los extraños poderes y la singular habilidad para la prestidi­gi­tación y el ilusionismo.
El oficio me lo enseñó en parte el abuelo Germán, que sin embargo abandonó esta vida cuando yo apenas contaba catorce años, dejándome huérfano de una serie de cono­cimientos y habilidades que más tarde hube de completar por mi cuenta, toda vez que mi padre era especialista en escapar de lugares hermética­mente cerrados, incluso aunque estuviera maniatado y amordazado y patas arriba, pero en cambio no tenía ni idea en lo que se refiere a hacer desaparecer objetos o animales. En cambio, dicen que en mí esta habilidad se manifestó desde la cuna, y que se adivinaba que lo mío iba a superar con creces todo el repertorio de prodigios de que hacían gala mis progenitores, abuelos, tíos y demás parientes. Tal vez el hecho de ser hijo único hizo que la natu­ra­leza reconcentrase en mí todo el talento que, de haber tenido hermanos, hubiera de­bido repartirse entre unos y otros. El caso es que sin saber aún ni hablar ni caminar, no había chu­pete, sonajero o juguete que al caer en el radio de acción de mis manitas no desapareciese, sin que nadie fuese capaz de encontrarlo por los alrededores de la cuna.
Mi infancia no fue lo que se dice convencional, quizá por mi ligero retraso mental pro­vocado por los lazos de consanguineidad existentes entre mis propios padres, y quizá también porque nuestro género de vida nos ha obligado siempre a andar de aquí para allá, recorriendo ciudades, cruzando países, durmiendo en hostalitos mo­destos cuando el presupuesto nos lo permitía, y cuando no, en la propia caravana en invierno y hasta a la intemperie en algunas bochornosas noches de verano.
De mi educa­ción se encargaron un poco entre todos, bien las tías, bien la prima Otilia, que tenía ocho años más que yo, y por supuesto mi madre, que, dicho sea de paso, sabía comu­nicarse con los muertos con tal naturalidad que, lejos de producir miedo, a su lado se sentía uno seguro y confortable.
Mi carácter alegre me incitaba a gastar toda clase de bromas, pues para mí ha sido siempre un estu­pendo pasatiempo jugar a las desapariciones, hasta el punto de que mi sola presencia en un lugar suele poner en peligro la existencia misma de cualquier ob­jeto que se encuentre por los alrededores. Y de esta forma, unas veces los hacía desa­pa­recer gracias a la portentosa velocidad de mis manos, y otras al misterioso poder de mi mente, como si se desintegrasen en el aire. No oculto que gracias a mis habilidades en el arte de la prestidigitación la economía familiar experimentó un espectacular incre­mento, pues ya digo que allí donde actuaba el éxito estaba garan­tizado, y más aún tratándose de un muchacho gordito y con aspecto torpón.
Nadie sabe por qué yo era capaz de realizar prodigios que ningún otro miembro de mi linaje podía llevar a cabo. De alguna manera en mí se aglutinaban todas las artes desarrolladas por el resto de la familia, desde la adivinación hasta el ilusionismo, desde los juegos de manos a la ventriloquia y desde la comunicación con el más allá hasta la hipnosis. Pero sin duda mi verdadera especialidad era la de hacer desapa­recer objetos.
Ya he dicho que mi abuelo me transmitió aquel extraño don, y que el pobre murió antes de que yo pudiera perfeccionarlo por completo. De forma que me enseñó cómo lo­grar que algo se esfumase delante de nuestros propios ojos, pero no tuvo tiempo de adiestrarme en lo contrario, o sea, en que las cosas volviesen a aparecer. Es decir, que para mí era sencillísimo quitar de en medio cualquier obstáculo material que se inter­pu­siera en mi camino, pero en cambio tenía enormes dificultades en conseguir que reapa­re­ciesen.
Mi primer gran éxito en este campo no dejó indiferente a nadie, porque sí, está muy bien hacer desa­parecer una bolita de plástico, un tubito de cristal o un par de monedas, y hacerlo sin que aparentemente exista truco alguno; o incluso volatilizar una rana o unas cuantas moscas, que al fin y al cabo son ani­ma­luchos sin impor­tancia. Lo grande fue cuando hice desaparecer al primo Jonás (sí, vaya ocurrencia también la de mis tíos, ponerle a la criatura Jonás apellidándose Ballena. En fin, la guasa es un rasgo consus­tan­cial en nuestra familia). Lo recuerdo perfectamente: fue el día que murió el abuelo y acabábamos de volver del entierro. Yo pensé en hacerle un homenaje póstumo a quien tanto me había enseñado, y pedí al primo, un chaval de apenas cinco años y más boba­licón si cabe que yo cuando tenía esa edad, que se me­tiera dentro de un cajón de ma­dera que solíamos emplear para diversos trucos. Inventé unas palabras mágicas, hice como que lo rociaba con un pulverizador invi­sible, y cuando le­vanté la tapa el primo ya no estaba allí. Pensé que el abuelo se sen­tiría orgulloso de mí, allá en las estrellas, pero me dio un poco de rabia no haber tenido testigos de aquel prodigio sin precedentes en la familia, porque lo cierto es que, como cada cual andaba atareado con sus ocupa­cio­nes, nadie había asistido a mi función. Y para colmo, la tía Nicanora se puso hecha una fiera cuando se lo conté, sin compartir en absoluto mi entusiasmo ni valorar ade­cua­da­mente mis progresos como prestidigitador. De hecho pensó que se trataba de una de mis habituales bromas, pero al comprobar que el chiquillo no aparecía por los alrede­do­res, su furia aumentó aún más, y de no ser por mi padre, que salió a prote­germe, yo hubiera ido al instante a hacer compañía a Jonás a esa especie de invisible abismo al que yo mismo le había confinado, sin saber siquiera cómo hacerlo retornar. De hecho, desde aquel día nunca más se volvió a saber nada del primo y yo procuraba no acer­carme a la tía Nicanora, por si acaso.
Mientras tanto, seguía experimentando con diversos animalejos: gatos, pájaros, mariposas, lagartijas… con el fin de hallar la fórmula que me permitiese hacerlos re­gresar una vez desaparecidos, pero todo era en vano. No quedaba ni rastro de ellos, ni físico ni sonoro ni de ninguna otra clase. Y aunque era consciente de mi genia­lidad, por haber llegado a donde ningún otro de mis antepasados había llegado, no oculto mi ma­lestar y frustración por no ser capaz de culminar tan insólita habilidad.
Decidí no volver a experimentar con seres humanos hasta que no tuviera la cer­teza de que era capaz de hacerlos regresar; me conformaba con objetos de lo más variopinto y con animales más o menos grandes (incluidos perros, gallinas, cacatúas y hasta galá­pagos). Pero un buen día se presentó la ocasión de realizar el prodigio de nuevo con una persona, y de paso de recuperar el afecto y la simpatía de varios pa­rientes que aún no me habían perdonado la jugarreta que le hice al primo Jonás.
Estábamos alojados en un hostal a las afueras de un pueblo ubicado en una zona costera en el que ha­bíamos actuado la noche anterior. Todos andábamos preocu­pados por la mala acogida y en consecuencia por la floja recaudación que había tenido esta vez nuestro espectáculo, que por pura mala suerte había coincidido con un importante partido de fútbol en la localidad que casi nin­guno de los lugareños se quiso perder. Y como en la compañía éramos más de veinte personas entre artistas y personal diverso, con los escasos in­gresos obtenidos difícilmente íbamos a poder pagar el hospedaje. No quedaba más remedio que activar un plan de emergencia, consistente en irse sin pagar, aun a riesgo de ser denunciados ante la policía local o ante el Juzgado de distrito. Entonces yo me dije que por probar no perdía nada, y con la excusa de enseñarle unos desperfectos en un armario ropero al recepcionista del hostal, conseguí que éste en­trase en mi habitación y que se asomase al interior del referido armario empotrado. Con la ayuda del tío Pancracio (el marido de la tía Celsa), que dicho sea de paso pesa más de cien kilos, conseguimos meterle dentro de aquel reducido habitáculo en menos de lo que se tarda en decirlo, y con un par de conjuros que improvisé y un poco de agua corriente convenientemente espurreada, dejó de inmediato de escucharse su voz y en se­guida comprobamos que ya no que­daba ni rastro de aquel infeliz, circunstancia que aprovechamos para sa­lir a la calle lo más discretamente que pudimos y montar en nuestras caravanas y poner pies en pol­vorosa, mientras me llovían las felicitaciones por haber realizado un trabajo tan limpio y tan profesional.
La desaparición del empleado se confirmó a las pocas horas, pero para entonces ya estábamos lo bastante lejos de allí y una vez a salvo celebramos Consejo familiar y se decidió que yo debía establecerme por mi cuenta para no poner en peligro el negocio de toda la familia, puesto con mi actuación los había convertido en encu­bri­dores de mi crimen y a ese paso podrían acabar teniendo problemas con la justicia.
Así fue como inicié una nueva etapa artística. Me libré de ser acusado de la muerte del empleado dado que no apareció cadáver alguno, ni había otros indicios de con­ducta irregular por nuestra parte que una factura de hotel sin pagar, lo cual no era en absoluto constitutivo de delito, pero me abstuve de repetir esa clase de expe­riencias a menos que resultase absolutamente imprescindible y siempre en defensa propia. Empecé a actuar en diversos locales nocturnos y en festivales de magia, y dada mi innata habilidad para llevar a cabo toda clase de juegos de manos, mi eco­no­mía marchaba viento en popa, hasta el punto de poder permitirme el lujo de tener un ayudante, la prima Ambrosia, que profesionalmente se hacía llamar La Pan­tera negra, por lo oscuro de su tez. Era una especie de manager, secretaria, amante y ama de casa, todo a la vez, pues ya digo que en nuestra familia la endogamia no solo ha sido una constante desde tiempo inmemorial, sino que incluso está mal visto emparejarse con extraños.
La pobre prima me duró apenas un par de años. Cuando nuestros ingresos empezaron a flojear, debido a la rutina o a la crisis generalizada o a factores coyun­turales, me encontré con que estaba hipotecado hasta las pestañas y o tomábamos una decisión o el negocio se nos venía abajo. De modo que una noche, como es­pec­táculo fin de fiesta, la convencí para que hiciésemos el numerito del baúl, que teníamos ensayado mil veces: ella salía por una trampilla oculta antes de que yo lo cerrase herméticamente con tres enormes cerrojos y ocho candados. Pero esa tarde había estado manipulando el baúl para que el mecanismo de la trampilla no fun­cionase, de modo que cuando la infeliz entró dentro se debió de percatar de que ya no podría salir. Total que entre la música ambiental y el forro de corcho del habi­táculo, insonorizado, apenas se distinguieron sus gritos de angustia. Y cuando cerré el último candado y dejé suspendido en el aire aquel armatoste gracias a una polea colocada encima del escenario, yo sabía perfectamente que la prima había dejado de su­frir, que estaría ya con Jonás y con el abuelo, que dentro del baúl no quedaría ni un resto de la Pantera negra, como así fue en efecto. Al abrirlo de nuevo, aparecía completamente vacío.
Los aplausos duraron por lo menos diez minutos. El público quería que ella tam­bién saliese a saludar, y tal vez se sintieron algo decepcionados al darse cuenta de que no aparecía de nuevo por el escenario. Pero no creo que llegasen a sospechar en ese momento que La Pantera Negra había dejado para siempre este mundo, debieron pensar que se había largado al camerino o que estaría camuflada por al­gún rincón, para darle más veracidad al truco.
El que se largó fui yo, como es natural, porque a la noche siguiente no podría justificar ante el dueño del local la ausencia de mi ayudante, que resultaba esencial para llevar a cabo mi actuación. Y sin actuación no cobraba, por supuesto. Así que llegué al piso, cogí lo más imprescindible y me puse de viaje esa misma noche. Con un poco de suerte por la mañana estaría en la frontera y allí no me conocería nadie. Además, la víspera había tenido la precaución de sacar todo el dinero que quedaba en el banco, sabedor de que me iba a hacer falta para subsistir una buena tem­po­rada. De momento pues estaba a salvo. Seguramente cuando se calmase el revuelo de los primeros días, cuando mi cara dejase de salir en los periódicos, podría tomar un avión y marcharme definitivamente hacia lejanas tierras, al otro lado del océano.
Pero la verdad, me sentía muy cansado, sin ganas de trabajar, sin ilusión por emprender proyecto alguno. Lo de la prima Ambrosia había sido una jugarreta muy sucia, lo reconozco, y en el fondo uno tiene también su corazoncito. La soledad es muy mala compañera, y ella, aunque un poco simple, como yo, era una buena chica después de todo. Y yo me había acostumbrado de tal modo a dejar una serie de temas en sus manos, que ahora se me hacía muy cuesta arriba hasta algo tan ele­mental como hacer la compra o elegir unos zapatos. Y para colmo, sabía que con­taba con la desaprobación radical del resto de mi familia, con quien mantenía con­tacto periódicamente, pues la noticia de la desaparición de la Pantera merced a una maniobra tan ladina y artera, había supuesto un nuevo mazazo emocional del que difícilmente se repon­drían.
Pensé en el abuelo. Allá en el cielo estaría orgulloso de su nieto, después de todo. Gustase o no, yo era un genio, un artista único y quizá irrepetible. Con mis manías y mis excesos, como todo el mundo, pero una serie de incidentes aislados no podían em­pañar las extraordinarias dotes para el arte de la prestidigitación y el ilusionismo en todas sus facetas. Lo otro eran simples gajes del oficio.
A las tres semanas de mi fuga, sin haberme reestablecido aún del shock emo­cional causado por haber tenido que prescindir de la prima, sentí la necesidad de volver a ejercer el oficio para el que había sido llamado por el destino y al que había entregado mi vida entera. Era como un veneno, necesitaba exhibir mis habilidades aun a riesgo de que las autoridades locales me reconociesen, aunque confiaba en que mi fama y mis pequeñas cuentas pendientes con la justicia no fueran aún lo bas­tante conocidas en el país vecino.
Pero mis previsiones resultaron demasiado optimistas. Y cuando me di cuenta ya era demasiado tarde. Había conseguido un contrato para actuar tres noches en una especie de casino o círculo de recreo en una localidad relativamente apartada de las grandes vías de comunicación. Y como era de esperar, la primera noche todo pa­reció ir bien, mi éxito fue arro­llador, en especial cuando desarrollé mis habilidades en el cálculo mental e hice una demostración de ventriloquia ayudado de una muñeca con aspecto de mujer fatal que solía acompañarme en mis actuaciones, cuya voz imi­taba a la perfección sin apenas despegar los labios. Y por supuesto, el momento cumbre fue cuando hice desaparecer tres ranas, dos palomas y hasta un huevo de avestruz previamente introducidos en una vulgar caja de zapatos.
La segunda noche tampoco fue mal el espectáculo, aunque me pareció todo demasiado fácil, como si el público estuviera aleccionado acerca de cuándo debía aplaudir o cuándo mostrar un gesto de asombro. Yo notaba que faltaba esa magia, esa chispa especial que suele acompañar a mis actuaciones. Pero lo atribuí a que buena parte de los espec­ta­dores eran los mismos que la noche anterior, pues por lo que se ve no había demasiada oferta de ocio en aquella región un poco dejada de la mano de Dios. Para nada sospeché que la policía estuviera al tanto de mi presencia allí ni de que se hubiera desplegado un dispositivo especial para echarme el guante.
Así que la tercera noche, con la intuición que me caracteriza y adelantándome a la intervención de los agentes del orden, camuflados entre el público aunque con una pinta que se les notaba a la legua quiénes eran y lo que habían venido a hacer allí, sorprendí al respetable anunciando un número especial con el que ni yo mismo contaba y de cuyo éxito no podía estar seguro, puesto que nunca antes lo había eje­cutado. Pero era una emergencia y no me quedaba otra solución.
Introducirme en el arcón fue sencillo, ayudado por un espectador voluntario, quien se ocupó también de echar los cerrojos siguiendo mis instrucciones. De esta forma, quedaba yo dentro del minúsculo receptáculo y la expectación debía ser enorme fuera por ver si en efecto, era capaz de hacerme desaparecer a mí mismo.
¡Pobres estúpidos! ¡Desconfiar del poder mental de Heliodoro Ballena…! Puedo ima­ginar sus caras, sus gestos de sorpresa, su estupor e indignación al comprobar que dos minutos más tarde el arcón estaba vacío, que el pájaro se les había escapado en sus propias narices… Aquella era mi gran obra, el fin de fiesta con el que sueña todo ilusionista: desvanecerse en el aire, sin posibilidad de regresar, y quedarse flotando para siempre por una especie de limbo en compañía del primo Jonás y de la prima Ambrosia, la Pantera Negra.

© Juan Ballester

1 comentario:

  1. Enhorabuena por su escritura. Cada semana estoy esperando un nuevo relato.

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