jueves, 7 de octubre de 2010

Blanco y negro

Mi compañero y yo conocíamos los rumores relativos a que el lugar se encontraba ubicado en pleno bosque, en la zona norte. Apenas descendimos del tren, cogimos nuestras mochilas y pusimos inmediatamente rumbo hacia las montañas, pretendiendo dar con él lo antes posible.
Sin embargo, tres días después continuábamos nuestra inútil búsqueda, bastante mermados de moral y víveres. Nos movíamos en pleno monte, entre matorrales y árboles pequeños enclavados en unos parajes que parecían no haber sido pisados jamás por un pie humano. Había que alejarse de los caminos, de las rutas conocidas. Un molesto y frío viento dificultaba nuestra marcha, y en el horizonte unas espesas nubes amenazaban con un fuerte aguacero. Aligeramos el paso por temor a ser sorprendidos por la lluvia, mientras estábamos pendientes de cualquier posible ruido entre la vegetación. Suponíamos que el escondrijo sería pequeño y en lo más abrupto de la sierra, para evitar que los buscadores de recompensas lo localizasen. Nos separamos unos cincuenta metros para tener más posibilidades de encontrarlo, pero no tuvimos éxito. Un día más hubimos de acampar al pie de unas rocas para pasar la noche.
Pronto empezó a llover, y el silencio de las gotas de agua al chocar contra el suelo lo invadió todo. Los grillos ya no cantaban, ni las aves nocturnas. De vez en cuando se oía un estrépito al chascarse una rama por el empuje del viento, cayendo a tierra. Hicimos café con las ramitas secas que llevábamos, y eso logró quitarnos un poco el frío. Mi compañero se abandonó a la lectura en espera de un nuevo día, y yo lancé las notas de mi inseparable armónica al aire, pues la frustración y la ansiedad de nuestra búsqueda no nos permitían dormir. Podíamos estar muy cerca, el bosque no era tan grande al fin y al cabo, y ya habíamos examinado casi medio centenar de cuevas y oquedades sin lograr nuestro objetivo. Las brasas de leña se apagaron paulatinamente y tomamos unos tragos de vino para retener el calor. Mi compañero leía en ese momento en voz alta un bello poema, no recuerdo bien sus exactas palabras, pero sí que trataba de la brevedad de la vida, que es tan solo un soplo para llegar a la muerte. Recuerdo que me impresionó mucho.
Después decidimos tumbarnos en espera del sueño, tapándonos con una manta. Las gotas de agua me mantuvieron despierto, aunque mi compañero logró dormir un buen rato. Fumé tres o cuatro cigarrillos para pasar el tiempo -qué largo se hace estando solo y de noche!- y más tarde sentí que la lluvia cesaba poco a poco. Salí a tomar el aire fresco y a caminar. Las nubes se estaban disipando y se podían avistar ya algunas estrellas. La noche era oscura; había luna nueva.
Regresé al improvisado refugio donde mi compañero aún dormía, y entonces observé que entre las piedras que lo formaban existía una abertura de apenas el ancho de un hombre. Saqué la linterna de la mochila y la introduje por dicha cavidad, abriéndose ante mí un estrecho pasadizo que se hundía en las profundidades de la montaña unos metros más allá. Desperté al compañero y le mostré el lugar, y sin más dilación decidimos bajar para ver adónde conducía. Tomamos precauciones por si nos salían animales peligrosos, llevando yo mi machete desenvainado, y el otro el rifle cargado, delante mío. La linterna arrojaba débil luz, pero pudimos apreciar en el suelo imperceptibles rastros de pisadas.
La galería subterránea no era muy larga, ni siquiera alcanzaría los diez metros en total. Terminaba en un recodo tras el cual se abría una pequeña bóveda. Nos asustó ver en ella a un tipo apuntándonos con su revólver junto a otras personas semiocultas en las tinieblas. Se abalanzaron sobre nosotros y nos despojaron de cuanto teníamos antes de que pudiéramos reaccionar. Le explicamos nuestra presencia allí, no éramos como los otros que les andaban buscando, y se apaciguaron un tanto, aunque uno de ellos -concretamente una mujer- salió hasta la boca del pasadizo para comprobar que no nos seguía nadie.
Nos sentamos en el suelo y nos ofrecieron algo de cenar. Aceptamos por temor a que se enojasen. Con la oscuridad no supimos bien qué comíamos, aunque no era momento ni lugar para preguntarlo.
Traté de entablar conversación, para romper la barrera que se alzaba entre ellos y nosotros. Pregunté por qué se empeñaban en vivir en un lugar así, bajo tierra y a oscuras. Nadie me respondió ni una sola palabra, y uno me hizo una señal con el brazo para que me callase. Lo hice, y el más joven de los tres se marchó hacia dentro, por un resquicio en la roca que no había visto al llegar, y en seguida salió acompañado por otro hombre de aspecto terrible. El recién llegado se plantó en medio de la oscura sala y nos miró fijamente.



- Encended otra lámpara, que apenas puedo verles- ordenó. Y añadió, refiriéndose a la mujer-: Sal fuera y vigila si vienen más.
Después se sentó junto a nosotros y nos pasó el brazo por los hombros.
- ¿Qué quieren de mí? Déjenme vivir tranquilo- nos dijo.
- No hemos venido para molestarle, ni para tratar de llevárnoslo. Solamente queríamos conocerle- mentí.
- Sí, eso es lo que dijeron otros que llegaron antes que ustedes, ya conozco esa historia. Recorren cientos de kilómetros, pasando calamidades, rastreando como sabuesos cada palmo de bosque y luego dicen que es simple curiosidad. Como si se tratase de un espectáculo circense o de un bicho raro. Y todo porque existe una persona que no puede distinguir los colores, porque lo ve todo en blanco y negro ...
Hizo una pausa. El silencio era absoluto.
- Imagínense lo que es tener que vivir escondido toda la vida, con constantes sobresaltos cada vez que me informan de la presencia de exploradores en el bosque. Imagínense lo que es sentirse acosado por científicos sin escrúpulos, por periodistas sin educación, por curiosos insolentes, por toda clase de cazarrecompensas.
- Pero no puede permanecer oculto siempre. Necesita que le dé el sol, respirar aire puro, mover sus músculos ...
- Todo eso lo hago a diario, pero a determinadas horas y con muchas precauciones para no ser descubierto. Mis familiares y estos pocos amigos me protegen y me cuidan bien. Aunque últimamente casi no salgo de aquí, hay demasiado movimiento ahí fuera.
- ¿Y sus hijos? -pregunté-. ¿También ellos padecen el mismo defecto visual?
- Hasta ahora no se les ha manifestado, pero tenga en cuenta que esto podría ser congénito. Tal vez alguno de mis nietos presente la anomalía; en cualquier caso le digo que no es nada agradable mirar al campo y no ver todos esos colores que dicen que existen.
Se levantó de repente y nos indicó la salida.
- En fin, señores, creo que su visita ya ha durado bastante. Les ruego que no repitan nunca nada de lo que hemos hablado aquí. Confío en su discreción. Déjennos vivir tranquilos, a nadie causamos problemas, el mundo no nos necesita.
Se dirigió hacia el resquicio de la pared por el que había entrado. Antes de ocultarse definitivamente, se volvió y nos dijo:
- Por supuesto no traten de engañarnos; de nada les serviría volver aquí, porque ahora abandonaremos este refugio y tomaremos otro. Hay cientos de grutas como ésta repartidas por todo el monte. Conozco de sobra al género humano.
Desapareció de nuestra vista. Comprendimos que era la hora de recoger nuestras cosas e irnos. Por el pasadizo de salida me di cuenta de que ya no llevábamos ni el machete ni el rifle, y me puse alerta. Al final de la galería, la mujer nos cortó el paso bruscamente, y entonces sentí un tremendo golpe en la cabeza ...
Cuando desperté era pleno día y nos hallábamos tendidos sobre unas rocas. No pude moverme, un dolor extraño inundaba todo mi ser, y noté la sangre seca alrededor de mi boca. No había ni rastro del refugio donde acampáramos anteriormente, y nos lo habían robado prácticamente todo. Me acerqué dificultosamente a mi compañero, y al zarandearlo descubrí que estaba muerto. Y mientras veía a los buitres rondar por encima de mi cabeza, comprendí la fortuna que había tenido al salir vivo de aquello.

© Juan Ballester

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