jueves, 2 de junio de 2011

Las flores de la carne

Le avisaron para realizar un servicio en el Hospital Central, donde una mujer joven acababa de morir de parto. No solían ser frecuentes esta clase de accidentes, por lo que le interesó vivamente el caso.
Mientras se deslizaba por la solitaria avenida, fuertemente iluminada por las luces de las farolas, no pudo por menos de pensar en la muchacha del hospital -¡qué mala suerte, irse así, en plena juventud!-, y en la criatura, tan débil e indefensa en esos momentos, necesitando el calor y el cariño de una insustituible madre, y también en el esposo, al que le tocaría cuidar del pequeño en una tarea poco menos que imposible. Pero la vida es así, no se puede luchar contra eso, contra lo que ha sido escrito hace quién sabe cuánto tiempo ...
No debía caer en la blandenguería fácil. Su misión era otra, no enternecerse ni afligirse ante la desgracia ajena, se supone que debería estar curado de esa clase de sentimentalismo después de tantos años.
Llegó al hospital y bajó del coche. En el vestíbulo aguardaba el doctor, que le puso al corriente de los detalles mientras llegaban a la habitación 212. A través de un cristal opaco, pudo ver fugazmente al marido, abatido por la irreparable pérdida. Entonces le condujeron hasta el cadáver y desalojaron el lugar con el fin de que pudiese realizar su trabajo con comodidad y rapidez, siempre era desagradable demorarse en esta tarea.
Media hora más tarde emprendió el camino hacia su taller con la preciosa víscera guardada en una bolsa de plástico con hielo. Durante el trayecto, volvió la vista dos veces hacia el asiento trasero a través del espejo retrovisor dirigiéndole esporádicas miradas, sin poder alejar de su mente la imagen de aquella chica, fría e inexpresiva, con su cabello negro, tez aterciopelada y camisón azul.
Ya en el laboratorio, llevó su mercancía hasta la sala de transplantes. Estuvo lavándola casi diez minutos, con el fin de que se fuera toda la sangre, parece mentira la cantidad de ella que cabe en un músculo tan diminuto.
Cuando tuvo el corazón perfectamente acondicionado, buscó un recipiente en la alacena y lo llenó de tierra. Lo enterró allí y a continuación lo regó con el compuesto acuoso que se utilizaba normalmente. Después colocó la maceta en el invernadero, junto a las otras, y salió hacia la pequeña oficina anexa. Estaba muy cansado y se acostó un rato, a ver si con un poco de suerte no le volvían a llamar hasta el día siguiente. Pero no pudo conciliar el sueño, le venía a la cabeza la escultural figura de la mujer a la que acababa de visitar. Toda la noche fue un continuo agitarse entre las sábanas, abrumado por la obsesiva presencia de la infeliz muchacha.
Fatigado, encendió la lamparilla para ver qué hora era. Las cinco todavía. Siendo imposible conciliar el sueño, se levantó y regresó al invernadero. Tomó la linterna que colgaba de una escarpia y anduvo por la galería central hasta que divisó la nueva incorporación. Dirigió el chorro de luz hacia la maceta y permaneció en cuclillas, con la vista fija en la capa de tierra, impaciente por ver asomar algún brote. No obstante, era demasiado pronto aún; es cierto que se habían dado casos prematuros, pero muy raras veces. En esta ocasión todo seguía igual, nada parecía haber debajo de aquella tierra removida.
Le sobresaltó el ruido del teléfono. Se había quedado dormido en esa postura y le dolían los riñones. Descolgó el auricular y una voz impersonal le requirió para un nuevo servicio, un hombre atropellado por un camión en una carretera de las afueras de la ciudad. El estado del cadáver era al parecer muy deficiente porque estaba totalmente aplastado, de modo que necesitaría material adecuado.
Tardó aproximadamente una hora en llegar al lugar de los hechos y casi otra en realizar su trabajo. Pronto estuvo de vuelta con el nuevo corazón en una bolsa de plástico, repitiendo toda la operación que había hecho con el anterior, y depositándolo en un tiesto con el número 1.258. Al instalarlo en su lugar correspondiente, pasó por delante de donde reposaba el corazón de la muchacha y le obsequió con una ración extra de fertilizante. La verdad es que su ubicación era privilegiada por las condiciones climáticas de aquel rincón.
Fue en busca de su libreta, donde debía apuntar toda la información relativa a cada expediente: el nombre de su propietario, el tiempo que llevaba enterrado, el fruto de aquel trabajo, los días que duraba antes de ajarse, etc. Actualizó sus más recientes adquisiciones:

Nº 1.254. Juan Carmona. Embolia cerebral. 67 años. Anacamptis piramidalis. 23 días.
Nº 1.255. Sebastián Pérez. Pulmonía. 80 años. Urtica dioica. 14 días.
Nº 1.256. Sin identificar. Ahogado. Unos 60 años. Papaver rhoeas. 3 días.
Nº 1.257. Amelia Gálvez. Parto. 24 años.
Nº 1.258. Luis de la Oliva. Atropellado. 43 años.



Durante esos compases de espera, aprovechaba para limpiar el jardín, quitando hojas secas a las plantas mustias, frotando con agua y desinfectante cada tiesto vacío, barriendo la estancia con una escoba a fin de que se mantuviese siempre pulcro y digno del cargo que ostentaba. Podía venir un Inspector de Área y no convenía dar sensación de dejadez. Visitó una vez más la número 1.257, impaciente por saber qué clase de flor surgiría de ella, y deseando interiormente que no fuese maligna para que no se condenase.
Cuando las plantas habían cumplido ya su ciclo completo de nacimiento, crecimiento y decadencia, los resultados eran anotados en otra libreta mayor, pero ya sin tantos datos, solamente indicando el fruto surgido de los corazones plantados. En la gran libreta se interpretaba el sentido que debía dársele a cada planta, desde el humilde trébol a la exótica azucena, pasando por miles de especies más. En ocasiones sucedía que al agente le era imposible reconocer la especie concreta, y en ese caso la enviaba con urgencia a la Central de Actuación.
Era muy importante saber si la planta en cuestión era benigna, maligna o neutra, porque de ello dependía el destino del alma encerrada en ella, su salvación o condenación. En el caso de que no naciera nada, significaba que la persona que lo portó no tenía alma, siendo como una burbuja de jabón, que explota al contacto con un cuerpo duro.
También era importante, aunque menos, anotar el tiempo que tardaba en nacer: cuanto más tardaba, más sufrimiento había padecido la persona en vida y por tanto más cerca de la salvación estaba, y viceversa.
Otro dato a considerar en los casos dudosos era el color. Los colores oscuros denotaban vigor, ambición, poder; los claros, timidez, sencillez, pureza.
Claro que podía suceder que el agente se equivocase en sus apreciaciones. Para paliar en la medida de lo posible las consecuencias de esto, las flores marchitas eran reducidas a polvo, pero no se tiraban, sino que se almacenaban en cajitas con una etiqueta en la que se hacía constar el número de referencia. Cada año, todas las cajitas eran depositadas en las dependencias de la Central de Actuación, en donde, tras comprobar su identidad y previo examen del botánico forense, eran puestas bajo la custodia del Servicio de Seguridad.
Existían una serie de Comisiones Investigadoras, encargadas por ejemplo de experimentar con animales, especialmente los domésticos, para comprobar hasta qué punto sus amos les transmitían ciertas cualidades. No obstante, los resultados obtenidos eran aún provisionales y no se había hecho pronunciamiento oficial al respecto. Quizá algún día sería necesario ampliar la infraestructura para ocuparse también de ellos.
Otra Comisión importante era la de Deducción Lógica, cuya finalidad era investigar todos aquellos casos en que los cadáveres de los fallecidos no podían ser hallados o simplemente cuando era materialmente imposible rescatar el corazón debido a su deficiente estado. Entonces, mediante una serie de informes acerca del comportamiento de esa persona se trataba de averiguar cuál hubiera podido ser el resultado obtenido.
Los días iban pasando en el interior de la Unidad Operativa nº 648 (popularmente conocidas con el nombre de invernaderos), y el expediente 1.257 seguía sin presentar síntomas de actividad. El plazo razonable de espara estaba establecido en un mes desde la fecha del fallecimiento, al cabo del cual se remitía la maceta a la Central de Actuación por si se podía detectar la anomalía. Pero de hecho era muy improbable que se produjesen fallos en el tratamiento de las vísceras, porque los agentes tenían que hacer unos completos cursillos para obtener la acreditación técnica.
Le desconcertaba este caso, porque estaba llegando al límite del tiempo, y sobre todo le apenaba porque aún la recordaba con cierto cariño, aunque la primera pauta de comportamiento del agente era no favorecer a nadie ni dejarse guiar por afectos hacia las personas.
Cuando venció el plazo y el nº 1.257 seguía sin haber experimentado desarrollo alguno, nuestro hombre se sintió repentinamente enfermo. No es que fuera la primera vez que fracasaba -porque para un agente un corazón que no daba fruto era siempre un pequeño fracaso-, sino sobre todo la tristeza de pensar que aquella joven de aspecto tan agradable no sería nada en el más allá. Trató de telefonear a la Central de Actuación, para pedir el relevo, pero no alcanzó el auricular.
Lo encontaron sin vida en el suelo de la oficina, con sus manos aferradas a la maceta nº 1.257, de la que brotaba una flor blanca.

© Juan Ballester

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