jueves, 29 de diciembre de 2011

Ciclo del reloj

No puedo dejar de recordar en este momento el trágico final de Serafín Pizarro. Sucedió hace ya tres décadas, yo era aún un muchacho, pero me produjo un gran impacto. La muerte le sobrevino en un incendio ocurrido en su propio palacete, situado en un barrio de las afueras de la ciudad. Serafín Pizarro, para más señas hermano mayor de mi madre, vivía en un caserón inmenso, de tres pisos, con un amplio jardín que lo bordeaba, y sus muros pintados de negro le conferían un aspecto un poco siniestro.
Por esos misterios de la herencia genética, en mí han aflorado más que en ningún otro descendiente suyo muchas de sus aficiones y rarezas. Mi tío Serafín era ante todo lo que podríamos llamar un burgués excéntrico. Sus actividades nocturnas eran bien conocidas en ciertos círculos sociales, y en cambio durante el día solía permanecer encerrado en su fortaleza, durmiendo o haciendo sabe Dios qué. Al ser una de esas personas que poseen la rara virtud de no necesitar trabajar para vivir, tenía que consumir su tiempo de alguna manera, así que le dio por coleccionarlo todo. Por eso es por lo que seguramente yo también soy un entusiasta de las obras de arte y de los objetos raros y curiosos.
Por lo que he oído contar a los que le conocían bien, adolecía de una megalomanía acorde con su status. No en vano presumía de ser descendiente directo del gran Francisco Pizarro, como se empeñaba en demostrar a través del árbol genealógico, verdadero orgullo de la familia.
En sus últimos años, escribió una especie de diario o memorias, en las que se vanagloriaba, entre otras cosas, de poseer la más completa colección de objetos raros del mundo, cosa harto improbable por otra parte, si bien es cierto que atesoraba piezas de gran valor, sobre todo elefantes de jade y otros muchos tesoros adquiridos en la India.
Sin embargo, el siniestro arruinó casi toda su fortuna, aparte de terminar con su vida. Es muy poco lo que pudo salvarse más o menos intacto, por ejemplo su diario, que guardaba en una de las cajas fuertes, o una serie de monedas de la época de Fernando VII, y algunas otras maravillas. El resto se ha perdido, aunque siempre se ha sospechado que se produjo un gran expolio aprovechando la confusión creada durante el siniestro, porque apenas si se encontró una mínima parte de todo el tesoro. A mí no me dejaron acercarme al edificio; a mis catorce años era demasiado pequeño según decían para ver todo aquello.
Pienso que de no haber sido por su diario yo no estaría ahora aquí, narrando esta historia que para muchos será una simple ficción. Imagino que aquel cuadernito con tapas de hule no se tiró al cesto de los papeles únicamente por su valor sentimental; lo cierto es que estuvo rodando por mi casa durante meses, hasta que decidí hacerlo mío, pues contenía historias fantásticas, episodios de su vida amorosa (he de aclarar que mi tío Serafín se casó tres veces pero no tuvo hijos al parecer por problemas de tipo físico), anotaciones en torno a varias de las piezas de su colección, etc. Lo que más me atraía era lo relativo a un reloj de singulares características, del cual muchos habían oído hablar pero que muy pocos habían visto.
Ahora ese reloj está en mi poder. Mientras escribo estas líneas, con la emoción lógica por sentirlo latir en mi mano, no puedo dejar de pensar en todas las peripecias y vicisitudes que tuve que padecer hasta dar con él, en todos los despachos y casas particulares que hube de visitar, en las horas de insomnio y frustración que acompañaron a cada una de mis pesquisas. Parecía como si una maldición me atrajera y a la vez me alejara de él, añadiendo dificultades a cada paso.
Sé que no tengo más remedio que describir el reloj. Hubiera preferido pasar por alto los detalles, pero no puede ser. En fin, se trata del objeto más fascinante que haya visto jamás. Ya lo advirtió así mi tío en una de las páginas de su diario. Al principio yo también me resistía a dar crédito a lo que leía, pero el testimonio de mis padres (que lo habían visto un par de veces) confirmó su existencia, aunque no sus características. Sin embargo, supe que todo era cierto desde que lo tuve por vez primera ante mis ojos, llamándome interiormente.
Para empezar, el reloj funciona solo, sin necesidad de darle cuerda. Parece tener siete divisiones horarias y no doce, aunque en él no figuran números de ninguna clase, sino signos extraños, tal vez dibujos. Además de estos datos, curiosos por sí solos como para que cualquiera desee hacerse con tan valiosa pieza, en lugar de las dos o tres manecillas de los relojes convencionales, éste tiene dieciséis, algo así como una rosa de los vientos (sí, yo también dudaba de su veracidad, lo repito, y sin embargo está aquí, entre mis dedos, mientras escribo todo). Y aún hay más, pues las múltiples agujas son independientes entre sí, con una velocidad y dirección diferentes en cada caso.
Me resisto a seguir escribiendo. Tal vez fuera mejor guardar el secreto, no abrir caminos a los curiosos e investigadores acerca de un fenómeno cuyo origen desconozco y que sólo conduce a la demencia. No obstante, debo de decirlo por si este manuscrito cae en buenas manos, por si acaso ese puñado de personas que conocen de qué estoy hablando quieren saber a lo que se arriesgan. Añadiré sólo una última singularidad, aparentemente intrascendente, pero que es en cambio la más fundamental y sobre todo la más disparatada, la que de verdad desafía las leyes de la física. Porque el reloj esta confeccionado de un material metálico muy parecido a la plata, pese a lo cual, llegado determinado momento, comienza a brillar con luz propia y se vuelve fosforescente, iniciando un rápido proceso de calentamiento, hasta el punto de que al culminar una especie de ciclo, el reloj abrasa tanto que es imposible sujetarlo con la mano sin quemarse.

Mi verdadero interés por el tema surgió, como ya he dicho, muchos años después de haberse producido el fatal siniestro. A medida que releía las páginas medio chamuscadas, me convencía más de que esa obra de arte era indestructible, o al menos que un simple incendio, por muy pavoroso que fuera, no era suficiente para terminar con tan singular artefacto. Así que pensé que alguien tenía que haberlo rescatado de entre los escombros, al igual que presumiblemente le había acontecido a otras muchas alhajas y piezas de valor que jamás se encontraron. Pensé que, como entretenimiento, podía empezar por el principio, indagando entre quienes habían colaborado en las tareas de extinción. Tal vez alguno viviera todavía, tal vez supieran algo. Desde luego era una locura ponerse a remover sucesos acaecidos casi treinta años antes, pero nada perdía con ello. Así que me puse en marcha y lo primero que traté de averiguar fue la relación de funcionarios que integraban el Cuerpo de Bomberos en la época del siniestro. Resultó casi imposible, y hube de solicitar permisos, ofrecer toda clase de aclaraciones y consultar archivos y nóminas.
Obviamente el tiempo lo confunde todo. En tan amplio lapso de tiempo, lo más probable era que la mayoría de aquellos esforzados ciudadanos estuvieran ya jubilados e incluso muertos. A mí me interesaban precisamente estos últimos, los fallecidos. Según se desprendía del texto dejado por mi tío, todo aquel que por cualquier causa devenía propietario del reloj, aunque fuese de modo casual, se veía inmerso en una especie de maldición, se veía abocado a la destrucción y al desastre absoluto. Algunos, como él, habían aceptado voluntariamente el riesgo, sucumbiendo a esa tentación demasiado fuerte como para tratar de resistirse. Sin embargo, para la mayoría, para los que resultaban ser propietarios de un modo accidental, no existía tampoco posibilidad de desprenderse de él antes de tiempo, era como si el reloj poseyese a su dueño y no al revés. Y después de un ciclo completo, cambiaba de manos y así sucesivamente, eternamente. Así que imaginé que el fatídico objeto había tenido buena parte de culpa del misterioso final de Serafín Pizarro.
En consecuencia, hallé una pista muy valiosa al enterarme de que uno de los bomberos de aquella época había muerto pocos años después de producirse el voraz incendio. Me informé de si había dejado esposa o hijos, y resultó que sí. Localicé a la viuda. Vivía en un piso bastante modesto aunque ubicado en una buena zona. Como es lógico, me costó infinito abordar el tema que me había conducido a irrumpir de forma tan brusca en su hogar. La mujer parecía tan reservada, tan extrañada de que después de tanto tiempo alguien se interesase por aquello ... Yo le hablé de mi parentesco, de que estaba escribiendo un libro sobre mi antepasado y que tenía motivos para creer que existía un reloj en alguna parte que alguna vez había pertenecido a mi tío y después a una larga lista de propietarios entre los que podía encontrarse el empleado municipal en cuestión. Entonces lo recordó, sí, recordó que su difunto esposo le comentó en cierta ocasión algo sobre el particular, y que habían tenido una fuerte disputa por tal motivo.
- Figúrese -me contó-, mi marido me dijo que lo había robado de la casa del conde, o para ser más exactos que lo había encontrado entre los escombros. A mí nunca me gustó que lo hiciera, siempre hemos sido gente honrada, pienso que el pobre tuvo un momento de debilidad, y bien que lo pagó después. Un día me llamaron por teléfono: Había sufrido un accidente mientras realizaba tareas de extinción de otro fuego. Lo trajeron a casa muerto, con la cara quemada, fue horrible. Y encontramos en uno de sus bolsillos el dichoso reloj.
Hizo una pausa. La noté muy afectada, pero en seguida continuó:
- A los pocos días recibí una oferta de un anticuario interesado en comprarnos esa pieza. Ni que decir tiene que me deshice de ella como alma que lleva el diablo. La verdad es que obtuve un dinero importante que vino a aliviar en parte la difícil situación económica en que me había quedado tras la muerte de mi marido.
Traté de que hiciese memoria, de que procurase acordarse del nombre o de la dirección del sujeto que se lo compró. Entonces salió un momento y volvió con un paquete liado con una fina cuerda. Allí conservaba una serie de papeles y documentos de muy diversa índole, algunos en bastante mal estado. Rebuscó un poco, y para satisfacción mía apareció una factura expedida por un anticuario, un tal señor Schinkel. Anoté en mi agenda la dirección y el teléfono, y media hora después me despedí de aquella pobre mujer. Se había emocionado, no cabía duda, al reavivar los recuerdos de épocas pasadas y más felices, e incluso me dio las gracias por haberla hecho pasar un rato tan agradable.
Con mi nueva pista guardada en uno de los pliegues de mi billetera, inicié la ardua tarea de localización del anticuario de nombre extranjero. Telefoneé al número que figuraba en la factura, creyendo que sería muy fácil dar con él. Pero quien descolgó el auricular al otro lado del hilo fue una voz femenina. Le referí quién era y lo que trataba de indagar. Me respondió que sentía no poder ayudarme, pero que ese señor ya no vivía allí, que creía que se había trasladado hacía muchísimo tiempo a la capital.
¿Qué otra cosa podía hacer sino seguir su rastro, aunque ello me llevase al fin del mundo? Tenía que localizar el reloj, recuperarlo si era posible. Tomé el tren dos días después con rumbo a Madrid.
Lo primero que hice al llegar fue buscar alojamiento. Me instalé en un hotel ubicado en pleno centro de la ciudad. La habitación que me proporcionaron no era buena, tenía algunas goteras y la ventana daba a un patio oscuro. Vacié la maleta, ordené la ropa y los pocos libros que había traído para matar el tedio. Ya había anochecido y me acosté muy pronto.
Pero no pude dormir, una veces por el ruido de los coches que no cesaron de circular en toda la noche, otras por la cama extraña, e incluso por la agitación y la impaciencia que me inundaban. Opté por pasar el tiempo leyendo, solución que suele hacerme caer en el sopor más absoluto, pero que esta vez no funcionó. Se me hizo un mundo hasta que la claridad vino a anunciar el comienzo de una nueva jornada.
Bajé a desayunar, y hablé con los camareros, a los que interrogué acerca de establecimientos de antigüedades de la ciudad. Fue el encargado el que me facilitó un par de direcciones, las que él conocía, aunque me aseguró que existían muchas más. La guía telefónica me proporcionó el resto, si bien ninguna coincidía con la que yo andaba buscando, ninguna figuraba a nombre de Schinkel ni nada parecido.
Compré en un quiosco un plano para poder orientarme por las innumerables calles, y comencé mi andadura. Las primeras tentativas fueron infructuosas, no conocían al señor Schinkel ni de oídas. Lo mismo me sucedió en prácticamente todas las que fui visitando, hasta que casi al final de la mañana, en plena desmoralización, obtuve algunas pistas. Pregunté como siempre por aquel hombre de apellido alemán, y un joven con cara de pocos amigos se adentró por una puerta hacia lo que supuse sería la oficina. Otro de los empleados me miraba mientras tanto con curiosidad. Pronto salió de allí un hombre robusto y gordo que al parecer era el dueño.
Rápidamente le hice saber qué propósito me guiaba yendo a verle, pero me cortó secamente para indicar que se trataba de un error: el señor Schinkel al que yo pretendía hallar había fallecido hacía varios años; el que me hablaba era la persona que desde entonces llevaba el negocio.
Un poco decepcionado (pero también ilusionado, porque estaba en el buen camino), le desvelé mi interés por el reloj, que por cierto él recordaba perfectamente, puesto que no era un objeto corriente. Respecto a su paradero, dudaba que estuviese en venta, y en cualquier caso había pasado a poder de sus herederos a renglón seguido de producirse la defunción. La verdad es que no fue nada amable conmigo, cosa bastante lógica por otra parte.
Cuando salí de allí, ya sabía que era cierto lo que mi tío había averiguado y reflejado en su diario: el reloj ataba a su poseedor a un fatal destino, sin remisión. No había más que seguir el hilo de la maldición para dar con él.
Sin embargo, no me pasó por alto la cara de excitación del otro hombre, el más joven, durante mi visita. Por dos veces noté que tenía deseos de decir algo, aunque no se debió atrever intimidado por la presencia del dueño. Me dije que quizá sería bueno esperarle por los alrededores, tal vez supiera algo más.
Transcurrió casi media hora. Yo me había sentado en un banco ubicado una veintena de metros más allá, haciendo que leía el periódico, pero vigilando la puerta. Le vi salir. Avanzó hacia mí, sin darse cuenta de mi presencia hasta que estuvimos demasiado cerca para que él pudiera disimular o fingir que iba en otra dirección. Pareció sorprenderse un tanto, si bien no aparentaba enojo en absoluto, sino quizá todo lo contrario. Le ofrecí un cigarrillo, que aceptó, y propuse que camináramos un rato para charlar del asunto.
Durante varios minutos apenas hablamos, simplemente caminamos en paralelo, como dos desconocidos que llevan el mismo rumbo. Yo no podía soportar aquella situación tensa, sabía que era ahora o nunca, así que con disimulo deslicé hasta su bolsillo un par de billetes. Eso le hizo cambiar de actitud radicalmente y se tornó bastante más locuaz.
Resultó llamarse Óscar, y en sus años mozos había trabajado en el negocio con el propio Schinkel, como ayudante, haciendo un poco de todo. Me contó cosas sorprendentes de aquel hombre de ojos verdes, que por lo visto era también un buscador de objetos raros y curiosos, un coleccionista nato. Aunque Schinkel era alemán, se había casado con una española y se había instalado aquí a principios de los años cincuenta. Mantenía correspondencia y relación con gran parte de los especialistas en antigüedades y objetos de arte del mundo, y es fácil incluso que conociese personalmente a mi tío, y por consiguiente que conociese también la existencia del reloj.
Pues bien, cuando se supo la noticia del siniestro, se movilizó para hacerse con tan preciada joya. Y lo consiguió, desde luego, el propio Óscar me confesó que él también lo había visto, si bien pensó que se trataría de una brújula o algo parecido. Cómo lo adquirió no lo sabía; lo cierto es que un buen día lo encontró en su despacho examinándolo como si se tratase de un bicho raro. Óscar tenía mi misma edad, quizá algo menor. Aunque por entonces era un simple aprendiz, Schinkel le tenía un gran afecto, porque el chico parecía buena persona.
Schinkel viajaba mucho a Munich, a veces se ausentaba semanas enteras. Oficialmente se trataba de negocios, mas lo cierto es que tales viajes estaban relacionados con el reloj. Según parece, visitaba una biblioteca rebuscando libros sobre esoterismo, magia y todo eso. Allí debió encontrar algo, porque de repente dejó de ir a Alemania y en cambio se pasaba todo el día escribiendo encerrado en su gabinete. Óscar, en su ir y venir, le sorprendía a menudo rodeado de diccionarios de latín y con un montón de papeles extendidos sobre la mesa. Aunque no comprendía muy bien las actividades de su patrón, le maravillaba que pudiera estarse tantas horas seguidas manejando aquellos librotes y haciendo anotaciones.
Habían transcurrido muchos años, es cierto, y gran parte de la historia resultaba imposible de recordar. Pero por fortuna, el hombre no era muy discreto cuando Óscar estaba delante. Una vez le habló muy por encima de todo aquello y le contó algo acerca de un alquimista hindú de nombre rarísimo que tenía cierta relación con el reloj.
En ese momento llegábamos a casa de Óscar, y aquí interrumpió su relato.
- En síntesis, no sé mucho más -concluyó-. De todas formas, si quiere un consejo, déjelo; hay cosas que es mejor no remover, dejar que continúen ocultas. De lo contrario, podría usted terminar como Schinkel, obsesionado por aquel rompecabezas.
- ¿Cómo murió?
- No está muy claro. Primero le reventó un frasco de ácido en la cara, debido al calor reinante en su laboratorio; esto debió ser muy doloroso, y cuando fue a meter la cabeza bajo el agua buscando alivio, perdió el conocimiento y se golpeó la cabeza contra el suelo. Nunca más volvió en sí. Cuando lo encontraron, el ácido había empezado a quemar su mesa de trabajo.
Hizo ademán de despedirse, pero aún añadió:
- Si quiere saber más sobre el tema, venga a verme pasado mañana. Conservo por alguna parte una serie de cartas que sin duda le interesarán, escritas por el propio Schinkel.
Regresé a mi hotel. La tarde, así como el día siguiente, lo dediqué a hacer turismo. En general encontré demasiada gente en todas partes y había que guardar largas colas para poder entrar a cualquier espectáculo que mereciese la pena. Cuando me cansé, me puse a callejear dando vueltas mentalmente a toda la historia. Sentía vehementes deseos de examinar la correspondencia que me habían prometido.
El domingo, tal como habíamos establecido, me presente en el piso de Óscar. Fue una visita breve, pero intensa. Me enseñó las cartas, e incluso se había tomado la molestia de hacer fotocopias para mí. Apenas las recibí, las guardé en uno de mis bolsillos, con el fin de leerlas después con más calma. Nosotros hablamos muy poco, al fin y al cabo apenas nos conocíamos.
Desgraciadamente, otras obligaciones me reclamaban en mi ciudad natal, así que regresé en tren aquella misma tarde. Mi estancia en la capital se había prolongado por espacio de cuatro días, pero había logrado recopilar valiosa información. Por el camino leí parte de aquel voluminoso paquete de correspondencia. Había cartas dirigidas a uno de sus colaboradores, un tal Pedro, así como contactos con cierta Sociedad Antropológica Bengalí, que al parecer le presionaba mucho para que les cediese la pieza alegando tratarse de un amuleto muy antiguo.
Mi estrategia a seguir se ampliaba así en tres frentes. Por un lado, contactar con la Sociedad Antropológica, puesto que tenía el convencimiento de que allí conocerían toda la verdad, incluso su paradero actual; por otro lado, cabía hacer un intento por seguir la pista al colaborador de Schinkel, aunque eso se me antojaba muchísimo más complicado. Por último, estaban los hijos del comerciante alemán, que sin duda eran la mejor vía a seguir.
Respecto a la Sociedad Bengalí, logré averiguar que no existía registrada ninguna asociación con ese nombre ni con ningún otro parecido, así que o era una secta secreta o un nombre ficticio. Me puse en contacto con la Embajada de la India, con el pretexto de estar preparando una tesis acerca de la antigua civilización hindú; también con el Departamento de Antropología de la Facultad de Historia, pero en ambos casos mi labor fue estéril.
No fueron mejor las cosas en mi empeño de localizar a ese Pedro o a lo que quedase de él. Le seguí la pista infructuosamente durante meses, partiendo del domicilio que figuraba en la correspondencia de Schinkel, pero al parecer cambiaba mucho de residencia. La pista era muy débil y pronto la perdí (en realidad sólo me interesaba saber si ese Pedro había fallecido y en qué circunstancias).
Finalmente, hube de concentrar mi esfuerzo en localizar a los herederos del anticuario, y concretamente a sus dos hijas, pero no me fue mejor en este caso. Una de ellas se había casado con un extranjero yéndose a vivir a América, y la otra resultaba ilocalizable a través de la correspondencia que obraba en mi poder. Aunque telefoneé en alguna ocasión a Óscar, éste tampoco lo sabía.
Así que me encontraba en un callejón si salida; mis investigaciones parecían haber llegado a su fin. Casi estaba resignado a rendirme cuando me vino una especie de luz, de inspiración. Me acordé de que Óscar había mencionado un libro de la biblioteca de Munich. Quizá si localizaba aquel volumen podría aprender algo más, si no el paradero del reloj obviamente, sí tal vez su origen o su significado.
Hube de esperar algunos meses antes de hallar el momento propicio para viajar a Alemania. Había tenido la precaución de informarme previamente sobre los requisitos necesarios para consultar las obras que se guardaban en la zona reservada de la biblioteca. Tuve que obtener un carnet especial, no sin pocos esfuerzos e influencias, pero finalmente, con toda la documentación en el bolsillo, pude ponerme de camino. Mi esposa me acompañaba en esta ocasión.
Aunque no conocía el título exacto del libro que andaba buscando, sí sabía el nombre de su autor, por mencionarse en una de las cartas dejadas por Schinkel: un hindú llamado Kevedonenda. La obra estaba escrita en latín, en caracteres antiguos que no se distinguían bien. Se me ocurrió ir transcribiendo en mi libreta pacientemente página por página todas aquellas enormes letras cuyo significado desconocía salvo palabras aisladas. Por fortuna, la obra no era muy extensa, y aún así tardé una eternidad en copiarlo.
Después, cuando ya estuve de regreso, tuve que desempolvar mi vieja gramática latina y los diccionarios, abandonados desde mi época de estudiante. Poco a poco fui obteniendo una idea aproximada del texto, aunque estaba escrito en un lenguaje difícil.
En resumen, Kevedonenda se refería a un extraño disco de origen desconocido que representaba un ciclo vital. Describía sus características, que coincidían fielmente con lo que leí en el diario de mi tío, y sobre todo hablaba de sus poderes. Confirmaba que el reloj, al cumplirse un ciclo de exactamente 999 días, sufría un proceso de calentamiento y se iluminaba, y todo aquel que asistía al fenómeno tenía que morir, no había salvación posible. Esto era debido a que al final de cada ciclo, las innumerables agujas de que constaba tendían a reagruparse, a disponerse una encima de otras en la zona superior del reloj, o lo que es lo mismo, que el reloj se movía a impulsos de ciclos fatales, sin poder detenerlo.
El resto del manuscrito no tiene interés aquí. Sólo añadiré que en algunas publicaciones especializadas se cita a Kevedonenda, cuya vida estuvo rodeada de contradicciones y misterios. Se dice que murió al pie de una montaña, al caer un rayo sobre él; en cualquier caso no tiene mayor trascendencia.
En definitiva, todo aquel relato me permitió obtener un nuevo e importantísimo dato: la periodicidad exacta con que se producía el ciclo del reloj. Comprobé que efectivamente entre la muerte de mi tío Serafín y la del empleado municipal, y entre la de éste y Schinkel distaban exactamente 999 días. Así es que desde entonces el fenómeno se debería haber producido otras diez veces, o lo que es igual, habría afectado y causado la muerte a otras diez personas.
Esto me dio una ventaja fundamental, y era la de concentrar mis esfuerzos en buscar listas de fallecidos en una fecha concreta, para lo cual acudí a las hemerotecas. Buscaba óbitos que se hubieran producido en circunstancias anómalas y de personas relacionadas de alguna manera con el mundo del coleccionismo o de la ciencia. Aun así no pude reconstruir la trayectoria del reloj; el mundo es muy grande y los periódicos solamente recogen determinadas informaciones. Sin embargo, como conocía las fechas exactas, me llamó la atención encontrar una breve noticia referente a la desaparición de un antropólogo francés que trabajaba en la Universidad de Berkeley, en California.
Quizá sería casualidad, pero lo cierto es que la Universidad de Berkeley pasa por tener uno de los museos de Arqueología más importantes del mundo, además de contar con una importante sección dedicada a la cultura hindú. Me dije que tal vez el reloj anduviera por aquellas tierras, y me acordé de repente de que una de las hijas de Schinkel había casado con un americano. Tal vez ellos lo hubieran llevado consigo al otro lado del océano.
Pensé que antes de dar ningún otro paso debía informarme de si el reloj se hallaba durmiendo en las vitrinas del museo, pues de ser así estaría bien custodiado, aunque sentía curiosidad por conocer a quién afectaría la explosión, quién podría ser la víctima. Pero no podía obtener tal información si quería hacerlo discretamente. Era preciso arriesgarlo todo.
Hice mis cálculos; faltaban aproximadamente once meses para que se cumpliera un nuevo período de 999 días, así que lo programé todo para esa fecha. Si el reloj resultaba estar entre las paredes del museo, podría verlo de cerca, y quien sabe si también asistir a esa especie de trance maravilloso; en caso contrario, me dedicaría a hacer turismo y a volver a empezar de cero.
Aunque eran unos días muy malos para ponerse a organizar un viaje de semejantes características -mes de Noviembre, en plena actividad laboral-, puse rumbo a California, solo, con la firme oposición de mi esposa y sobre todo del Jefe del Departamento de Planificación y Marketing de mi empresa. Pero nada es comparable con la sensación que me invadió cuando atravesé el umbral del museo, cuando me interné por el laberinto de pasillos y galerías hasta la sala oval, tratando de aparentar normalidad. Allí lo descubrí, mirándome, atrayéndome desde detrás del cristal blindado, con sus manecillas casi superpuestas una encima de otra.
No sé cuánto tiempo estuve delante de la vitrina; el resto del museo no me interesaba. Solamente me atraía el reloj. Sentí entonces que todo el viaje, que todas las peripecias pasadas estaban justificadas, que únicamente al encontrarse a escasos centímetros de tan valiosa pieza se sentía uno satisfecho.
Volví al día siguiente, muy temprano, más excitado si cabe porque era la fecha en que según mis cálculos se produciría una vez más el prodigio. Al llegar a la sala percibí como una atmósfera especial, enrarecida, y se percibía el calor que irradiaba a pesar del cristal blindado. De repente, hubo una explosión, la luna protectora se vino abajo hecha mil pedazos, y yo pude salir milagrosamente ileso; sólo me preocupé de aprovechar el desconcierto para echar mano del reloj y colocarlo disimuladamente en el bolsillo de mi chaqueta, abandonando la sala a continuación.
Mi estancia en Berkeley se prolongó sólo dos días más. La prensa local se hizo amplio eco del suceso, y lo más alarmante es que el robo había sido reivindicado por un grupo radical hindú (obviamente era falso, pero me preocupaba la coincidencia con la misteriosa Sociedad Antropológica de la que yo había tenido conocimiento), incluso se publicaban fotografías de los presuntos autores del hecho, que habían sido vistos merodeando por los alrededores del museo desde algunas horas antes.
En el aeropuerto la policía había desplegado una importante red de vigilancia, y los controles se sucedían sin cesar. Por fortuna, a los europeos nos trataron bien y apenas si nos molestaron en exceso. Pero ya en el fondo de mi maleta, latiendo sin cesar como si de un corazón se tratase, yacía mi sentencia de muerte, yacía el reloj por el que tanto había suspirado.
Y ahora, mientras recibo a diario amenazas y presiones provenientes de la famosa Sociedad Antropológica Bengalí, a sólo unas horas para que culmine también mi ciclo, me pregunto quién continuará la cadena, quién heredará la reliquia familiar, quién arrojará a la basura estos papeles pensando que se trata de otra fantasía escrita durante mis horas de ocio.

© Juan Ballester

No hay comentarios:

Publicar un comentario