jueves, 19 de enero de 2012

El sueño de una noche sin sueño

Y después que todo acabó, después de que el último ser vivo expeliese su ultima bocanada de aire fétido, comenzó sobre este planeta un nuevo baile, en el que todos cuantos hubieron existido resurgieron de sus cenizas para no morir ya más.
Y yo, que estaba tumbado en mi yacija (esto es, postrado en mi lecho), pude verlo todo y reconocí a mucha gente cuando miré a través de un oscuro tubo cilíndrico, aunque la mayoría me resultaban desconocidos.
Al principio sólo había niebla y mucho silencio, pero poco a poco se fue disipando aquélla y aparecieron ruidos y personas.
El primero en surgir ante mí fue un grupo de hombres desastrados y piojosos, que ejecutaban una música infame por las esquinas, pasando el gorro a los transeúntes. Y entre los que tocaban distinguí a Beethoven, Chopin y Schubert con guitarras, a Wagner y Bach con la batería, y a otro que no conocía aporreando un piano.
Luego surgió por el redondelito del tubo don Quijote de la Mancha, que compraba un molino y se hacía molinero. Robinson Crusoe, que vino a continuación, se dedicaba a dar grandiosas fiestas con miles de invitados para no estar nunca solo. Cristóbal Colón, mientras tanto, se deleitaba mirando un atlas en color, confortablemente sentado en un sillón, soñando con grandes viajes pero dispuesto a no moverse de su butaca nunca más.
Llegó una espléndida carroza sobre la que montaba Carlos Marx, lujosamente vestido, y tras ella, en un soporte con ruedas, una descomunal caja de caudales donde guardaba su ingente fortuna. Y los que trataban de subirse al carro para repartirse el botín, eran violentamente apartados a golpes por unos fornidos esclavos, que no dejaban acercarse hasta allí a los parias de la tierra.
Vi tras esto un numeroso grupo, encabezado por Atila, que portaban enormes pancartas donde se postulaba por la paz y la concordia entre los pueblos, y con él iban Nerón, Hitler, Jaime I, Genghis Khan, Napoleón, Julio César y otros, todos gritando por la paz.
Mientras tanto los Papas se dedicaban a pelear mutuamente, mezclados en singular lucha con otros sujetos de la misma calaña, entre los que podía reconocerse a Martín Luther King, Henri Dunant, Albert Schweitzer y muchos santos y santas.
Las calles eran un auténtico caos, y distinguí a un grupo de ateos que vociferaban entre las masas, rompiendo y destrozando cuanto encontraban a su paso. Allí iban Buda, Mahoma, Minerva, Odín y una interminable lista, hasta cientos.
Velázquez y Rubens, con un spray negro en la mano, ensuciaban las paredes con garabatos indescifrables. Shakespeare estaba en el suelo, sentado, aprendiendo a leer, y Cicerón era mudo. El general Custer se revolcaba en la acera con otros amigos, jugando a los indios.
Sylvia Kristel vestía de monja y rezaba el rosario con un grupo de amigas muy guapas cuyos rostros me eran familiares. Teresa de Calcuta comía chicle y fumaba, paseándose en moto con unos pantalones deshilachados hasta media pierna. Sherlock Holmes huía de un grupo de policías tras haber apuñalado a una vieja.
Napoleón y Julio César volvieron ahora a aparecer, jugando al baloncesto. El almirante Nelson se ahogaba en un vaso de agua, mientras que Johnny Weissmüller chapoteaba malamente en un charco. Amundsen descansaba en una isla del Caribe, y Livingstone vivía en Groenlandia (supongo). Fernán Caballero y George Sand eran travestis que ofrecían sus servicios con un cartel. Los anónimos no dejaban de escribir su nombre por todas partes.
Los hermanos Lumière estaban a oscuras, y los hermanos Machado eran primos. Gargantúa debía de guardar régimen, arrimado a Sancho Panza. Justiniano perdía un pleito y Cleopatra era gorda y fea. Bécquer tenía muchísimos años y Brueghel el Viejo era muy joven.
Apenas se veían chinos en el mundo. Papá Noel no tenía hijos, y los Reyes Magos se ocultaban, perseguidos por los republicanos.
El cuerno de África era un vergel. El río Nilo atravesaba Europa y el desierto del Sáhara se ubicaba en pleno océano. Gibraltar era español y España era de Gibraltar. París no valía una misa.
La morcilla no sentaba mal por la noche. No se ponían multas por aparcamiento indebido. Los ingleses no hablaban inglés. La estatua de la Libertad estaba en la cárcel. Todos a su manera vivían felices, y yo también me sentía feliz en aquel mundo loco.

© Juan Ballester

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