jueves, 1 de agosto de 2013

La limosna



Aquel corazón se acercó a pedirme una limosna.
Me palpé el pecho, como el que busca la cartera.
- Lo siento, es que no llevo encima ningún verso suelto -me disculpé.


© Juan Ballester

jueves, 16 de febrero de 2012

Desde la otra parte

El despertador zumbaba sin cesar desde hacía cinco minutos aproximadamente, sin conseguir que yo reaccionara. Al fin me desperecé y encendí la luz de la lamparilla. Me dirigí al cuarto de baño dando tumbos y el espejo me mostró la imagen de un tipo medio dormido y con los cabellos revueltos que me miraba con cara de fastidio: mi propia imagen.
- ¡Qué asco de cara! - no pude dejar de exclamar.
Y entonces ese rostro que se reflejaba en él me replicó con mi propia voz:
- Soy igual que tú. Si te doy asco es culpa tuya.
Adormilado como estaba, me froté los ojos en el agua. Al levantar la cabeza, de nuevo divisé aquella figura que se apoderaba del espejo por el otro lado y que era mi vivo retrato. Por un momento me había parecido que me había hablado alguien a través del cristal, tales prodigios produce el sueño.
Sin salir de mi asombro, oí por segunda vez mi voz proveniente de la pared.
- Sí, hombre, sí, no me mires de esa forma. Anda, vamos a ser amigos, démonos la mano.
La otra mano desbordó el cristal y salió al encuentro de la mía. La rocé con cierto recelo (¿dónde estaba el truco?), pero en seguida la aparté, como si me hubiera quemado. Pensé que se trataría de una visión producida por el sopor nocturno, me figuré que pronto, al sonar el despertador, terminaría ese absurdo. Pero me acordé que el despertador ya había sonado, de modo que una hora más tarde, a las nueve de la mañana, yo seguía allí, mirando atónito mi figura de carne y hueso, aquel hermano gemelo que al parecer tenía desde hacía un rato.
Estábamos frente a frente y no habíamos vuelto a decir ni una sola palabra. Nos estudiábamos mutuamente como dos gladiadores prestos a iniciar el combate. Tenía hambre, un poco de frío, y me sentía algo cansado.
- ¿Quieres comer algo? -dije al fin, sin saber siquiera si "eso" tenía necesidades fisiológicas. Me contestó que bueno, así que decidí seguir el juego. Traje de la cocina dos tazas de café, galletas y un poco de pollo frío que me había sobrado de la cena. Comimos en silencio, sin dejar de vigilarnos. Paulatinamente fui recobrando la serenidad, asimilando la situación, y me vinieron a la mente cientos de preguntas. Miré el reloj y eran más de las diez.
¡Qué barbaridad! Llegaría tardísimo al trabajo. Lo dejé todo, aun en contra de mi voluntad, y tras arreglarme lo suficiente, me marché, dejando a quien quiera que fuese, solo en mi propia casa.
A las cinco ya estaba de regreso. Temí encontrármelo todo patas arriba o qué sé yo, incluso adopté algunas precauciones por si acaso él hubiera salido del espejo a fisgonear o a robar, que también podía ser. Pero no, aquellas cuatro paredes seguían como siempre y nada parecía haberse alterado. Me dije que sí, que definitivamente me debía haber quedado dormido delante del espejo. No obstante, mi primera reacción fue precipitarme hacia el cuarto de baño.
Allí estaba, o mejor dicho, allí apareció al asomarme yo, con el mismo traje marrón que yo vestía, con la misma cara de incredulidad. De manera que por fin era cierto, no lo había soñado.
No es fácil hacerse a la idea de convivir de pronto con otro yo, pero ¿qué remedio me quedaba? ¿Enloquecer? ¿Darle un martillazo a ese incomprensible trozo de cristal? ¿Salir corriendo y no volver nunca? No, para bien o para mal tenía que admitirlo, porque yo podía meter el brazo dentro y tocarlo, y él podía sacar el suyo y tocarme. Ambos éramos de carne y hueso y estábamos allí.
Hablamos. En primer lugar era preciso saber qué quería, cómo estaba ahí y desde cuándo. Se daba la circunstancia de que el espejo era nuevo, tan solo hacía un par de semanas que se me había partido el anterior mientras manipulaba con la bombilla, así que vete a saber de dónde habría salido. Además, ¿por qué había hablado conmigo ese día y no antes? ¿Por timidez, por miedo? Pero él no parecía saber de qué le estaba hablando, no sabía nada de nada excepto que de repente se había materializado ahí detrás. No tenía pasado, ni recuerdos, ni explicaciones que ofrecer. Y sin embargo tenía ciertos conocimientos que necesariamente había aprendido con anterioridad, por ejemplo, conocía mi nombre, sabía hablar y hacerse el nudo de la corbata; sabía comer y hasta peinarse. ¿Quién se lo había enseñado?
Había un detalle significativo que no me pasó por alto: su noción de izquierda y derecha era contraria a la mía, porque estaba a la inversa. Por ejemplo, el lado del corazón, para él era el derecho, y bizqueaba un poco, como yo, pero con el otro ojo, el que quedaba enfrente del mío.
Pronto supe que él sólo tenía existencia cuando yo me plantaba delante el espejo, que no podía salir de allí, porque en cualquier caso él era yo, naturalmente. Y yo quería saber, necesitaba saber, de modo que mi cabeza no hacía más que cavilar. Me ausenté un instante y fui a mirarme en el otro espejo, el del dormitorio, pero allí no, allí era como siempre. Así que me decidí a hacer la prueba de cambiar los espejos de sitio, y mi amigo (¿cómo llamarlo mi otro yo?) no puso inconveniente, le parecía mejor vivir en una pieza alegre y con luz que en un pequeño cuarto húmedo y maloliente.
La tarde se me pasó rápidamente, apenas me di cuenta de que se hizo de noche. ¡Había tantas cosas que descubrir de mi hermano gemelo! Apenas pude pegar ojo, una extraña sensación me desvelaba, y no era otra que saber qué sería de él en esos momentos, qué estaría haciendo tumbado en una cama igual que la mía, en qué estaría pensando. Tres veces me levanté a media noche para mirarme en el espejo (me podía convertir en un narcisista de seguir así), y obviamente él estaba al otro lado, en pijama. No parecía peligroso, sino más bien todo lo contrario, dispuesto a cooperar, dócil a mis caprichos y sugerencias.
Así transcurrieron los días subsiguientes. El otro fue conociendo cosas de mí y yo de él. Por ejemplo, le mostré una serie de objetos cotidianos -mi pipa, mi ajedrez, mi colección de sellos- aunque evité deliberadamente hacer mención de los cuchillos y de cualquier instrumento que pudiera resultar peligroso no sólo para mi integridad física sino incluso para la suya (¿acaso sería capaz de agredirme o suicidarse con ellos si iban mal las cosas?). También le traje unos libros, pero resultó que no los podía leer porque estaban escritos al revés, es decir, que él veía las letras del revés. De manera que yo le leía a veces fragmentos, y sus preferidos eran El retrato de Dorian Gray, El espejo en el espejo, Alicia a través del espejo, y muchas de las narraciones fantásticas de Alan Poe o Julio Cortázar.

Me dió por pensar en la habitación paralela a la mía en donde él vivía. Cuando yo me alejaba unos pasos del espejo, caminando hacia atrás, él se alejaba también; por lo tanto, aquel lugar era doble: mi casa y la suya, pero la suya, desafiando todas las leyes de la física, se ubicaba entre el cristal y la pared posterior, un reducidísimo espacio que sin embargo era muy amplio.
Desde su emplazamiento, él podía divisar parte del mundo exterior, algunos árboles y varios edificios lejanos. Pero todavía no conocía a otras personas. Yo me mostraba tan sorprendido, tan entusiasmado con el descubrimiento, que no hacía más que alimentar mi curiosidad morbosa, buscando ideas con las que experimentar. Así, me preguntaba lo que pasaría si traía a alguien a mi apartamento y le mostraba el prodigio. De mis padres ni hablar, nuestras relaciones eran inexistentes desde mucho tiempo antes, y no tenía otros parientes en los que confiar. Los amigos tampoco, porque quizá no supieran entenderlo, así que la única solución era contárselo a Lina, una vieja conocida con la cual había mantenido relaciones más o menos estables unos años atrás.
No se mostró muy entusiasmada al recibir mi llamada, es la verdad, pero le solté el rollo de la depresión y la soledad, y tras veinticinco minutos de forcejeo telefónico, conseguí una cita para el sábado por la tarde.
La encontré en el club al que tantas veces habíamos ido en otros tiempos. Estaba bastante cambiada, como yo, supongo, pero me seguía atrayendo igual que siempre. Lina trabajaba en una galería de arte, y con la excusa de enseñarle un cuadro que había adquirido últimamente, la convencí para que subiese a casa. "Nada de sexo -me advirtió-, ni se te ocurra". Pues claro que no, lo nuestro estaba ya terminado, sólo sería un momento.
Por supuesto no existía tal cuadro, y a ella la jugarreta le sentó muy mal. Ya iba a irse cuando le conté la verdad, pura y llanamente. Pero ella no se movía del recibidor, y menos aún para ir al dormitorio "¿Qué te has creído?", me reprochó. Así que, a toda velocidad, corrí a mi cuarto, descolgué el espejo y lo puse ante ella sujetándolo entre mis brazos. La imagen reflejada, su imagen, empezó a moverse de forma autónoma, viva también. Entonces vi la expresión de terror reflejada en los ojos de Lina, oí su horripilante grito y a continuación su taconeo precipitado escaleras abajo.
Ella no volvió ni supe jamás qué hizo después. Yo me quedé plantado en el umbral de la puerta de la escalera, con el trozo de cristal mágico entre las manos. Noté que un vecino me espiaba escudado tras su mirilla y cerré la puerta.
Debía haber esperado esa reacción, debí haber comprendido que hay circunstancias anómalas que un hombre debe afrontarlas solo. Desistí de intentarlo con otra gente, hubiese resultado lo mismo. De todos modos, al menos ya sabía que el espejo era capaz de repetir el prodigio con cualquiera que se asomase a él, o lo que es lo mismo, que tras el vidrio plateado se escondía otro mundo, en el que todos teníamos cabida con sólo mirarnos.
Mi curiosidad fue más allá. Llevaba varias semanas dándole vueltas a un asunto muy delicado, pero no me atrevía a planteárselo a mi hermano gemelo. Quería que fuese una sorpresa. Y lo fue, una triste sorpresa.
Descolgué el otro espejo, el que había instalado en el baño a raíz de mi descubrimiento, y cargué con él hasta la alcoba. Me asomé, con él entre mis brazos, al que ocupaba mi doble.
Lo eché todo a perder. Se formó una especie de túnel inacabable lleno de imágenes concéntricas, cada vez más pequeñas, y en cada una de ellas mi imagen viva seguía existiendo, pero ya no era él, ya no era yo, sino un pobre desgraciado desintegrándose en el infinito, aullando de dolor con una voz cada vez más débil y lejana...
Ahora el espejo ya no me devuelve mi imagen. Me coloco ante él y no puedo verme, y sí en cambio las copas de los árboles, los edificios lejanos y el cielo con nubes, como si yo fuera transparente. Entonces me decido a probar el último experimento. Primero, debo terminar mi relato, explicarlo todo, mi misteriosa desaparición, y después, cuando la pluma repose sobre la mesa encima de este puñado de folios, me arrojaré sobre el espejo y ya sólo tendré que esperar la remotísima posibilidad de que alguien con mi misma cara se asome alguna vez para volver a tener existencia.

© Juan Ballester

jueves, 9 de febrero de 2012

Galias

El campo de batalla presentaba un aspecto desolador: por todas partes veíanse cuerpos tendidos, destrozados, miembros esparcidos y olor a sangre. Alguien recorría aquella vasta extensión rematando a las víctimas que todavía agonizaban. Un poco más allá, un grupo de hombres daba sepultura a los compañeros caídos en la lucha. A lo lejos resonaba aún el tocar de las trompetas y el retumbar de los caballos, galopando. Un ruido ensordecedor, de origen desconocido, comenzó a inundar la estancia, dejando despavoridos a los escasos supervivientes de la reciente masacre.
Una extraña sensación recorrió el cuerpo de Ricardo, que se daba la vuelta en ese momento, molesto por el zumbido ininterrumpido del despertador de su mesita de noche. A tientas encendió la lámpara y miró la hora: las siete y media. De un salto abandonó la cama y se puso las zapatillas. Era preciso espabilarse para no llegar tarde a la oficina, de lo contrario volvería a tener problemas.
Dormitando aún, llegó al lavabo. Abrió el grifo y se mojó la cara. Un centenar de estrellas le corrieron por la mente, alejando sus visiones nocturnas y dando paso a un cuarto pequeño con una inmensa luz y un grifo chorreante y ruidoso.
Cada día le costaba más levantarse. Y no es que se acostara tarde o estuviera pasando una mala racha, qué va; no sabía el motivo exacto pero lo cierto es que cada vez tardaba más en identificar el sonido agudo e irritante del despertador. Unos meses atrás era capaz de estar en pie antes de que el reloj viniera a interrumpir sus felices sueños, pero ya en dos ocasiones en la misma semana había llegado tarde a trabajar por culpa del sueño, con la consiguiente reprimenda de sus superiores.
Una hora y media más tarde llegaba como siempre al pequeño despacho mal ventilado y lleno de hojas que nunca querían ordenarse. ¡Cuántas veces le entraban tentaciones de encender una cerilla y pegarle fuego a todo! Pero en lugar de eso, tenía que comprobar cómo la pila de papeles crecía y crecía, como si ellos mismos se reprodujeran cuando nadie les veía, como si quisieran que Ricardo fuese su esclavo y viviese sólo para ellos.
Allí estaba otra vez el señor López, su jefe, hablándole de no sé qué historia, sin prestarle ninguna atención a lo que decía, amedrentado por su propia incompetencia. De repente, se levantó y fue hasta la mesa de Ricardo.
‑ ¿No me oye? Procure escuchar cuando le hablo ... Siempre le encuentro distraído, con la cabeza en otra parte. ¿Le sucede algo?
Ricardo había dado un respingo y se había levantado como un resorte, siempre con la vista baja, apuntando hacia el suelo. Balbuceó una disculpa y trató de volver a sus ocupaciones. Pero el jefe volvió a la carga.
‑ He observado, señor Ruiz, que su conducta durante la última semana ha sido decepcionante. Le ruego me dé una explicación de lo que le ocurre.
Y, claro, cuál podía ser la causa sino el sueño, la fatiga con la que se levantaba cada mañana, el esfuerzo de pasarse la noche entera entre batallitas, caminando a pie y cargado con sus aparejos de combate. Y cómo explicarle esto a nadie sin levantar sospechas.
Humillado una vez más, cabizbajo, se sentó en su silla y continuó la multiplicación que se traía entre manos. En realidad, para él lo único importante era reunir el dinero suficiente para irse a vivir a su propio piso y poderse casar con Laura. Sólo por eso se había puesto a trabajar, aunque, la verdad sea dicha, con su triste salario a muy poco podía aspirar. Él se conformaba con una vivienda digna, con un hogar feliz, con un plato de sopa, pero Laura merecía mucho más que eso, y Ricardo no estaba seguro de poder ofrecérselo.
Junto a ella se sentía transformado, era otro hombre. Parecía como si ella fuese la única persona en el mundo capaz de sacarle de su estado de embriaguez mental, la única capaz de hacerle olvidar la batalla de anoche o la lucha contra el despertador y contra su jefe. Junto a Laura todo era maravilloso, no existía el despacho, ni los libros de contabilidad, ni los legionarios.
Así se pasó la mañana, absorto en sus pensamientos más que en su trabajo. Por dos veces se equivocó al restar y tuvo que empezar de nuevo, menos mal que se había dado cuenta a tiempo. Al fin sonó la campana y abandonó la oficina, dejando el bolígrafo tirado sobre la mesa y los papeles tan desordenados como los encontró al llegar. Se podían ir a hacer puñetas hasta mañana a las nueve.
Mientras volvía a su pequeño apartamento alquilado de las afueras, trató de analizar su actual situación. ¡Con lo bien que le habían ido las cosas hasta el mes pasado ... ! Y sin embargo, ahora todo se venía abajo incomprensiblemente. Su jefe cada día le toleraba menos errores y le abroncaba más; sus compañeros le consideraban un niño dormilón, y su novia le ponía de manifiesto que con aquella indiferencia y dejadez no se iba a ninguna parte. La verdad es que muy activo no era; eso sí, cumplía estrictamente con sus obligaciones laborales, pero no por ello le gustaba aquel empleo de chupatintas. Y lo malo era que tampoco servía para mucho más. Prefería lancear romanos o arrojar la honda que consumir su vida entre cuatro paredes rellenando columnas de números; claro que aquello no le daba de comer y esto último sí.
Al llegar a casa se pegó literalmente al teléfono en busca de la dulzura de la voz de Laura al otro lado del auricular. Cuando estaba con ella se olvidaba de sus sueños, de su trabajo, de su vida monótona y aburrida, y por el contrario se le iluminaba el rostro y se transformaba en un ser amable y cariñoso.
Encendió el televisor y se acomodó en el sillón, cerrando un poco los ojos. Sentía cierto agotamiento anormal. ¿Se estaría haciendo viejo prematuramente? Era absurdo, apenas tenía treinta años y a esta edad es cuando más joven y sano se siente uno. Probablemente sería su ejército, que le reclamaba como cada noche para combatir a los malditos romanos. ¡si él era un hombre pacífico, qué necesidad había de engancharse en semejante negocio! Y además no daban tregua, seguían en su empeño un día y otro, una noche y otra, transportándole hasta los confines de la historia por extraños caminos. Y luego, por las mañanas, cansado, rendido, vuelta a trabajar, entre papeles y reprimendas, balances y periódicos.



Se fue a acostar. Pronto encontró a su ejército, y esta vez no faltó ninguno a la cita: Induciomaro, Ambiórix, Cingétorix, ... Todos vecinos entre sí pero con un objetivo común: matar o expulsar para siempre a los malditos romanos de sus territorios. La noche anterior habían caído muchos jefes y aún más soldados a manos de las legiones de César, pero esta noche debía acabarse todo porque Ricardo no quería tener más problemas laborales. Así lo manifestó ante el Consejo de los jefes, los cuales, tras una breve deliberación, le comunicaron que en lo sucesivo únicamente sería convocado si existía urgente necesidad. El no quería dejar solos a sus amigos, pero no podía seguir llevando esa doble vida, doblemente fatigosa.
A la luz de las hogueras pasó varias horas a la espera del momento elegido para el ataque, y por fin al rayar el alba hicieron su aparición las tropas enemigas. Rápidamente montó su caballo y se lanzó como uno más a la refriega. Tuvo un choque con uno de los legionarios romanos y cayó al suelo.
En ese momento abrió los ojos e intentó dar la luz. Al no encontrar la mesita tropezó con la silla y se dio un golpe en el pie. Cuando consiguió hacerse con el maldito interruptor, observó asombrado que se hallaba tirado encima de la alfombra. Probablemente el encontronazo con el enemigo le habría derribado de la cama y eso fue lo que le despertó.
El tictac del reloj le recordó que no había oído el zumbido del despertador. Miró la hora: las siete y veinticinco. Todo un éxito, por una vez se había levantado antes de tiempo, pero esos cinco minutos podían ser cruciales para el desenlace de la escaramuza ahora que él no estaba allí.
Recogió sus zapatillas y fue al cuarto de baño. Descubrió en su frente un vistoso hematoma fruto seguramente del contacto con el soldado romano o quizá producido al caer al suelo. En cualquier caso, le dolía, e intentó mitigar su sufrimiento mojándose la cara con las manos. Volvió a ver una especie de firmamento lleno de estrellas, y luego la bombilla de 80 vatios despidiendo un chorro de luz. Se refrescó de nuevo metiendo la cabeza bajo el agua. El hematoma se estaba poniendo ya de todos los colores y parecía crecer a cada momento. Se peinó el pelo por delante de la frente para intentar disimularlo, aunque su aspecto resultaba cómico.
Al llegar al despacho todos repararon en la mata de pelo que apenas camuflaba el voluminoso bulto amoratado, y le miraban como si fuera un bicho raro. Nadie le dijo ni media palabra, pero no se le escaparon varios comentarios en voz baja a sus espaldas. El señor López tuvo que llamarle la atención dos veces debido a su apatía y desgana.
Los días sucesivos transcurrieron entre batallas campales, tanto en las horas de sueño como en las de vigilia, en donde su situación laboral empeoraba por momentos. No podía ocultar su cansancio físico y mental; sentía la llamada de su pueblo que le pedía ayuda. Y no obstante debía estar allí, repasando facturas, dando vueltas y vueltas a los números, que no acababan nunca de ponerse en orden. Su novia empezaba también a sentirse un poco desilusionada con él viendo que las cosas iban de mal en peor.
Para Ricardo lo más importante era Laura; por eso, si fracasaban sus relaciones, se habría roto el único eslabón que le conducía al futuro; si ella le abandonaba, no le quedaría sino volver al campo de batalla y tirar por fin el odioso despertador que le partía la vida por la mitad.
No le sorprendió demasiado que el viernes le comunicaran que estaba despedido. Al principio, todo fue al revés, caras risueñas y gestos amables, incluso fue invitado a desayunar por varios de sus compañeros, y Ricardo se sentía como una res a la que primero se ceba y después se lleva al matadero, y no se le ocultaba cuál era la causa.
Así que por fin había sucedido. Y claro, ahora su novia le dejaría definitivamente. Los padres de ella no acababan de aprobar la conveniencia de un chico así para su hija, y seguro que aprovechaban la ocasión para presionarla, para forzar la ruptura. Se dijo que por una parte era mejor así, tal vez un día podía caer muerto o herido a manos de un romano y entonces nadie podría consolar a su amiga. Trataba de convencerse de que si lo dejaban quizá pudiesen ser más felices. Pero sabía que no, que al menos él no lograría salir del bache. Además, ¿cómo presentarse con esa cara en casa de su novia, y que le vieran así sus padres? Quizá fuese mejor escribirle una carta y contárselo todo, lo del trabajo desde luego, pero también que Induciomaro y los demás le reclamaban para combatir a Roma, que el despertador le sacaba de una guerra y le transportaba a otra peor.
La noche siguiente le costó conciliar el sueño, agobiado por los problemas que se avecinaban. Cuando se reunió con sus amigos, éstos se hallaban apostados en un bosque no muy lejano al campamento de César. Al parecer atacarían la fortificación al amanecer, en un desesperado intento de coger por sorpresa al enemigo. Ricardo les habló del despido, lo que significaba que ahora podría estar todo el día con ellos si hacía falta.
Al amanecer se encaminaron hacia su objetivo. El campamento de César parecía hallarse en silencio, y a una señal de Induciomaro todos comenzaron a lanzar su ofensiva, pero adentro seguía la misma inactividad, como si el recinto estuviera abandonado. Se dio la orden de parar el ataque y esperar. Súbitamente surgieron como del aire montones de legionarios a pie y a caballo. Los galos iniciaron entonces una retirada alocada, desordenada, y el grueso de las tropas enemigas se dirigió en persecución del cabecilla galo, mientras algunos avanzaban hasta la posición que ocupaba Ricardo, que fue alcanzado y derribado. Se desvaneció a causa del fuerte golpe recibido. Cuando volvió en sí, su novia estaba junto a él, zarandeándole, pidiéndole que se levantara.
Al ver allí a Laura sintió deseos de gritar y llorar. En el momento más inoportuno siempre surgía algo que le alejaba de los suyos y le devolvía al mundo real. Claro que, en realidad, ella le había salvado la vida con su milagrosa aparición.
Trató de incorporarse y advirtió que le dolía mucho el pecho, como si tuviera alguna costilla rota. Era indudablemente una secuela del último encuentro con los hombres de César, así que era verdad, no era sólo un sueño. Se lo hizo comprender a Laura mientras ella lo arrastraba como podía hasta la ducha, mientras abría los dos grifos y el agua disipaba las visiones de la batalla, mientras una mujer desnuda se metía con él bajo el agua, sacándole la ropa empapada. La mano suave de Laura cerró el grifo y acabó así de salir esa espada de acero fría que le cortaba la respiración.
Laura había estado todo el día sin tener noticias de Ricardo, quien tampoco contestaba al teléfono. Preocupada, decidió ir a buscarlo a su apartamento. Lo encontró tendido sobre la alfombra, nervioso y agitado, y con una carta a medio escribir sobre la mesilla de noche. Sabía que Ricardo no estaba bien, con todas esas fantasías sobre legionarios romanos y sus problemas en la oficina, y que la necesitaba más que nunca.
Ricardo se sentía aturdido; había dormido más de doce horas seguidas, y luego el amor, que le dejaba debilitado. Y ahora iba a casa de sus futuros suegros, a pasar la vergüenza que él hubiera querido evitar, pero no fue capaz de resistirse. Sin embargo, Laura planteó la cuestión de otro modo, haciendo ver que era Ricardo quien se había despedido de modo voluntario, para aspirar a algo mejor. Al final, con su habilidad habitual, convenció a su padre de que Ricardo sería un ayudante ideal para su bufete, es decir, que acabó logrando que diese empleo a su novio. Así todo quedaba en la familia. A Ricardo no le hacía mucha ilusión volver a cuatro paredes llenas de papeles, y menos aún bajo el control de su futuro suegro, pero no estaba en condiciones de rechazar una oferta de semejantes características. Esto en parte arreglaba su situación, y podía pensar en casarse con Laura en cuanto su economía se lo permitiese. ¡Qué alegría cuando Induciomaro y los demás supiesen la noticia! Por cierto, ¿qué habría sido de ellos? Quizá hubieran elegido un nuevo cabecilla, porque las tropas cesarinas estaban dándole caza cerca del río.
Muchas veces se había preguntado qué relación misteriosa tendría él con los galos. ¿Por qué los galos y no los romanos, los árabes o los alemanes del 14? ¿Por qué él, Ricardo Ruiz y no otro cualquiera? Pero claro, a lo mejor a otras personas les sucedía también algo parecido. Había releído muchas veces en las últimas semanas la Guerra de las Galias y sabía que Induciomaro sería capturado y apresado en el río, sabía que antes o después pedirían la rendición a Roma, y sin embargo, cuando estaba con ellos era como si se olvidara de la Historia, que no se puede cambiar. Curiosamente, desde niño había sentido por Julio César un cariño espacial, y paradójicamente ahora era miedo lo que le inspiraba. César estaría causándoles muchas bajas en ese mismo instante; en algún lugar de su subconsciente continuarían las escaramuzas. Quien sabe si le estaban esperando al borde del lecho para matarlo en cuanto cayese dormido.

Pero esa noche se quedó Laura a dormir con él. No hubo galos ni romanos, sino perfume a rosas y sábanas limpias; no hubo Guerra de las Galias sino un beso tras otro y una caricia tras otra. Era la primera vez en mucho tiempo que su pesadilla no venía a visitarle, quizá porque el ejército galo hubiese sido exterminado, o simplemente por la presencia de Laura allí. En realidad el cambio era muy positivo. Añoraba sus aventuras nocturnas, pero valía la pena renunciar a ellas si era para tener una boca junto a la suya susurrándole lindezas.
Los ruidos de la calle delataron la venida del nuevo día. Laura se incorporó, subió la persiana y entró al cuarto de baño, mientras su novio se desperezaba, feliz, en el lecho.
A las diez salieron a pasear, aprovechando la mañana de domingo. El día transcurrió en medio de una inusual tranquilidad, haciendo planes para el futuro más inmediato. Pero llegó la noche de nuevo y Ricardo volvió a encontrarse solo. Tuvo miedo por una vez de regresar al pasado, y prefirió quedarse leyendo en lugar de acostarse. Quería terminar con aquel sin sentido que le estaba costando una enfermedad. Los ojos le pesaban y querían cerrarse, tan fuerte sonaba la voz del pueblo galo en su interior, pero él se remojaba la cara para mantenerse en vela.
Por otro lado, al día siguiente estrenaba trabajo, así que tenía que descansar bien para causar buena impresión. Con cierto pesar, se dejó engullir por su peculiar odisea, aunque encontró desánimo y resignación entre sus camaradas, que se tomaban una pequeña tregua para recomponer sus diezmadas huestes. Pero hubo otro ataque, y no tuvo más remedio que huir despavorido en dirección al bosque. Sentía las cabalgaduras detrás de él, el rumor de los árboles incendiados. Tiró las armas para correr más ligero y se acordó de Laura, de su nueva vida, del despertador, de todo ese otro mundo que le esperaba tan cerca pero tan lejos, de todos esos proyectos que jamás se realizarían, porque una certera lanza acababa de atravesar su cuerpo.

© Juan Ballester

jueves, 2 de febrero de 2012

Planeta inédito

La noche era fresca y no tenía sueño. Abrió la ventana para contemplar el cielo, para recibir el aire del verano en pleno rostro. Miró hacia lo alto, y la avalancha de estrellas inundó sus pupilas. Trató de identificar aquéllas que conocía, y se entretuvo en contarlas. Era imposible, ante sus ojos se entremezclaban unas y otras, a veces superpuestas, aunque cada una distaba de la más cercana miles de años luz. Era difícil imaginarse cuánto representa un año luz, pero desde luego resultaba fascinante pensar que el tiempo que se tarda en llegar de uno de esos puntitos de luz al más cercano sería mayor que todo el tiempo conocido de este planeta.
Y pensó en muchas cosas, se preguntó por qué existían tantas estrellas, qué sentido tenían. Se preguntaba si el destino las había puesto en el firmamento como un simple adorno. Era indudable que no, que en alguno de aquellos minúsculos astros debía existir otro lugar habitado. Resultaba absurdo que únicamente un planeta de todo el universo tuviese vida inteligente. Forzosamente debían existir más. Pero ¿cuáles? Se divirtió imaginando cómo podría ser la vida en esos mundos, a lo mejor eran seres grotescos, como los que aparecen en los cómics, o quizá tuvieran cierta similitud con los hombres. A lo mejor eran unos tipos altos y de largos cabellos, viajando a bordo de sofisticadas naves, como esos que tantas veces se han creído ver a lo largo de la historia, o tal vez fuesen invisibles. ¿Sería esa piedrecita del jardín un ser venido de otro sistema solar? ¿Lo sería acaso el grillo que frotaba sus élitros bajo el macizo de petunias? No, eran demasiado simples, excesivamente torpes para haber atravesado el espacio intergaláctico.

Fijó sus ojos en una estrella al azar y la eligió como poseedora de cierta clase de vida inteligente. ¿Qué podrían estar haciendo ahora sus pobladores? ¿Tendrían también que levantarse para ir al colegio, o a trabajar? ¿Desayunarían sentados alrededor de una mesa? ¿Vivirían en altos edificios y se desplazarían mediante ruidosos automóviles? Seguramente no, lo más probable es que estuviesen organizados de forma muy diferente.
Bostezó y volvió a la cama. Poco a poco el niño fue quedándose dormido, con la ilusión de que en el planeta Sceoris pudiera materializarse algún día el sueño de contactar con otras civilizaciones de las galaxias vecinas.

© Juan Ballester

jueves, 26 de enero de 2012

El collar de lágrimas

- Aquínopuedesentrarsinotienescollar -le dijo el oficial de la puerta.
Hablaba tan deprisa que prácticamente no se enteró de nada. Ella prefirió ignorarlo e hizo ademán de pasar.
- Tehedichoquenosepuedeentrarsincollar -repitió el hombre, esta vez un poco enojado -Quítatedelapuerta.
¿Cómo que no podía entrar? Si era su fiesta, si era la fiesta de todos los niños sin hogar. La ministra lo había anunciado la semana anterior, y ahora este bruto le impedía el paso.
- Fíjatequéfachallevasyademásnohastraídocollar -le increpó de nuevo el conserje.
- ¿Qué le pasa a mi aspecto? ¿No te gusta? -protestó la niña- De acuerdo que el vestido está un poco sucio y las zapatillas están rotas por la punta, pero nadie me dijo que había que ponerse elegante. Además, tú qué sabes.
- Siquieresentrardebesconseguiruncollar -repitió el guardián, sin hacer caso de sus observaciones.
- Oye, ¿qué te pasa? ¿Por qué hablas tan deprisa?
- Porquelavidaesmuycortaynosepuedeperdereltiempo.
- Pues no te saldrás con la tuya, viejo cascarrabias. Ahora verás.
La niña se puso de puntillas hasta alcanzar la ventana. Así podía ver una panorámica bastante amplia de la sala, y... ¡cuál sería su asombro cuando comprobó que, en efecto, todos los invitados llevaban puesto un collar!.
- Así que necesito un collar -se dijo, en voz lo suficientemente alta para que pudiese oírla el centinela-. ¿Y dónde me darán uno?
- Tendrásquebuscarporahíperoahoraquítatedelapuerta - contestó el otro, sin inmutarse.
Ella se alejó de la entrada, sin saber muy bien qué es lo que debía hacer. No tenía ni idea de dónde podría conseguir el dichoso collar. Dobló por la primera calle y se fijó en los escaparates: tiendas de ultramarinos, carnicerías, ferreterías, tabernas, panaderías... Nada de collares. En todo el barrio no había ningún lugar en donde tuviesen cosas de ésas.
"Quizá ese hombre sentado en la esquina sepa algo", reflexionó, mientras se encaminaba hacia un rincón mal iluminado en el que yacía un borracho semitumbado en una manta sucísima.
- Hola, ¿ha visto por aquí un collar que he perdido esta mañana?.
El otro la miró con cara de pocos amigos. Parecía que iba a contestar, pero lo que hizo fue eructar y después empezó a reírse a carcajadas y a decir unas cosas terribles con una voz que parecía salida de las cavernas.
- ¿Cómo te llamas, niña? -acertó a preguntar aquel sujeto, después de sufrir un ataque de tos.
- Estrella -replicó ella, asustada.
- Ven aquí, guapa, que quiero darte un beso.
No le gustaba nada el aspecto de aquel hombre. Era muy feo y además olía muy mal. Porque una cosa era ser pobre, como ella misma, sin ir más lejos, y otra ser sucio. Estrella al menos se aseaba todos los días con una manguera que sacaba el agua de una boca de riego gracias a un apaño que había realizado en la chabola un tío suyo.
- Dime primero si has visto mi collar. Era de cristalitos de colores -insistió la niña.
- Tu collar, tu collar -el vagabundo parecía burlarse de ella-. La gente pobre como tú no usa esas cosas.
Y de nuevo irrumpió en una escandalosa carcajada.
"¡Qué grosero!", pensó Estrella, mientras se alejaba corriendo de allí. "Esto me pasa por mentir". Y es que, efectivamente, no había perdido ningún collar esa mañana.
Siguió deambulando hasta desembocar en una amplia avenida, llena de coches y de ruido, con muchas luces intermitentes que se encendían y apagaban. Allí todos parecían llevar mucha prisa, a excepción de un hombre uniformado que se paseaba tan campante por entre los vehículos que circulaban a gran velocidad, sin preocuparle lo más mínimo que le pudieran atropellar.
- Preguntaré a aquel señor, que parece no tener nada que hacer -se dijo.
Pero para eso debía primeramente esperar a que no pasara ningún coche, lo cual le pareció misión imposible, porque cuando no venían por un lado, venían por el otro. Y cuando parecía que por fin podía cruzar sin peligro, fue tal la avalancha de peatones y caminaban además tan deprisa, que estuvieron a punto de arrollarla. Así que no le quedó más remedio que preguntarle desde la acera, a voces.
- ¡Señor, oiga señoooooor! ¿Sabe dónde venden collares por aquí cercaaaaaaaa?
El guardia no le prestó atención, más pendiente de tocar un desagradable silbato y de hacer aspavientos con los brazos que de lo que tenía lugar en aquel trozo de acera. Tuvo que desgañitarse para repetirle la pregunta, al tiempo que algunos viandantes la miraban entre curiosos y extrañados.
Esta vez el hombre de uniforme extendió su brazo en una dirección. Estrella pensó que esa indicación iba dirigida a ella, sin reparar en que, por tratarse de un agente de tráfico, se había limitado a indicar a los vehículos la forma correcta de esquivar la rotonda. Seguramente con el ruido de los motores y el de su propio silbato, ni siquiera había oído los gritos de la niña.
El caso es que Estrella buscó en la dirección que había señalado el agente, metiéndose por varias callejuelas, pero nada, ni rastro de collares ni de tenderetes donde comprar uno. Y mientras tanto, la fiesta estaría muy animada, pero cualquiera volvía sin collar teniendo que colarse delante del vigilante ese que hablaba tan raro.
Llegó a unos jardines. En una plazoleta soleada rodeada de rosales descubrió a una mujer hermosa de largos cabellos bañándose en una fuente. Y además desnuda. ¡Anda que como la pillasen los guardias…! Debía ser una mendiga, pero a Estrella le resultó simpática porque también ella se preocupaba de ir limpia y aseada, no como el vagabundo sucio de hacía un rato. Seguro que esa mujer sabía indicarle.
-Hola -dijo, acercándose al borde de la fuente. Pero la mujer de largos cabellos ni se inmutó. Seguro que con el rumor de la cascada no se había dado cuenta de la llegada de la niña.
-Hola -insistió Estrella-. ¿Cómo te llamas?
Pero por toda respuesta recibió unas cuantas salpicaduras de agua. ¡Vaya con la señorita aquella! Ni se había dignado en mirarla, tan ensimismada estaba admirando su su propia belleza de piedra. Bueno, pues ella se lo perdía. Estrella le sacó la lengua, se sacudió las gotas de agua y se alejó hacia el exterior del parque.
Ya se estaba desilusionando, y además empezaba a estar cansada. A este paso, se le iba a pasar el día entero buscando el maldito collar. Pero mira por donde, en la siguiente esquina, ¡zas!, se dio casi de narices con el escaparate de una joyería lleno de relojes, anillos y collares de todas clases. ¡Menos mal! ¡Estaba salvada!
Llamó al timbre y una empleada desde dentro le dijo que no con la cabeza. Estrella insistió, apretó tantas veces el pulsador que finalmente aquella mujer se dirigió hacia la entrada y hablándole a través de una pequeña trampilla le invitó a marcharse, porque si seguía molestndo iba a llamar a los municipales y seguro que no le gustaba meterse en líos con la policía.
Estrella se echó a llorar porque ella solamente quería comprar un collar, no era una ladrona ni nada parecido, pero al preguntarle la otra de cuánto dinero disponía, vio con desencanto que no llevaba prácticamente nada, y de esa forma nunca podría comprar el collar que necesitaba. La mujer al final no se portó mal del todo porque deslizó unas monedas por debajo de la puerta por si le servían de ayuda. Pero cuando Estrella vio que la señora empezaba a hacerle preguntas acerca de quiénes eran sus padres y dónde vivía y todo eso, salió corriendo con las dos monedas dentro del puño, bien apretado para que no se le perdieran.
Anduvo mucho rato perdida por la ciudad, acordándose de la fiesta a la que jamás podría asistir porque jamás conseguiría el collar. Qué rabia. Y ni siquiera era capaz ahora de encontrar el camino hacia su casa, porque la ciudad era inmensa y se había perdido.
No tardó en percibir cierto bullicio, y al momento se halló junto a un mercadillo, con un montón de tenderetes en los que se podía encontrar de todo, desde ropa a trastos viejos, pasando por puestos de fruta y hasta de chucherías. ¡Con las ganas que tenía ella de unas gominotas! Se acordó del dinero que le había dado la empleada de la joyería, que aún guardaba en la mano, y como ya casi había perdido la ilusión por el collar, se las gastó en golosinas, de las que dio buena cuenta en un momento tomándoselas a puñados. En uno de los puestos, un hombrecillo hacía figuritas con una navaja con unos simples trocitos de madera.
-Hola, ¿qué haces? -le preguntó.
-H o l a , g u a p a . ¿ T e h a s p e r d i d o?
Anda qué risa, ese señor hablaba tan despacio que parecía un robot.
-No, mis padres están por ahí -mintió Estrella, y se acordó de repente de lo que le había pasado unas horas antes por mentir. Pero ya no tenía remedio.
- F a b r i c o o b j e t o s d e m a d e r a , ¿ n o l o v e s ?
- Son muy bonitos.
Se quedó mirando cómo trabajaba aquel individuo de aspecto tranquilo y bonachón.
- ¿ T e g u s t a n ?
Ella estaba como fascinada viendo cómo un simple taco de madera iba transformándose en una figurita de belén, en un pajarito o en una mecedora en miniatura, por ejemplo.
De repente tuvo una idea.
-¿Tienes collares?
- C l a r o q u e t e n g o . ¿ Q u i e r e s u n c o l l a r ?
- Me encantaría tener uno. Lo necesito para la fiesta de los niños pobres que se celebra hoy.
- El hombrecillo la miró enternecido.
- ¿ T ú e r e s p o b r e ?
- Sí, vivo a las afueras, cerca de un arroyo, con unos familiares -Ya está, ahora sabría el otro que ella no tenía padres y que había mentido hace un momento. Y para diskmular, intentó cambiar de tema.- Oye, ¿por qué hablas tan despacio?
- E s q u e l a v i d a e s m u y l a r g a y h a y t i e m p o d e s o b r a p a r a t o d o . Y e n e s t e o f i c i o , t r a b a j a r c o n t r a n q u i l i d a d e s l o m á s i m p o r t a n t e .
Abrió una caja de madera cuadrada y sacó de dentro un par de collares. A Estrella se le alegraron los ojillos al verlo. ¡Qué preciosidades!
- ¿ Q u i e r e s e s t e ?
Pues claro que lo quería. Y alargó la mano para cogerlo, pero el hombre la detuvo.
- P r i m e r o t i e n e s q u e p a g a r l o .
-Ya te he dicho que soy pobre -protestó ella, con un gesto de tristeza. Y se acordó de todas las golosinas que se acababa de tomar con el dinero que le había regalado la dependienta de la joyería. Si en vez de gastarlo de esa forma se hubiera guardado algo…
-P í d e l e e l d i n e r o a t u s p a d r e s . ¿ N o d i j i s t e q u e e s t a b a n p o r a h í ?
-Yo no tengo padres. Vivo con mis tíos, y no saben que estoy aquí. Me he perdido -Estrella esta vez dijo la verdad.
-N o s e d e b e m e n t i r n u n c a . S ó l o c o n l a v e r d a d c o n s e g u i r á s l o q u e d e s e e s . A n d a , t o m a e s t e c o l l a r y v e a e s a f i e s t a .
Estrella estaba avergonzadísima. Aquel buen hombre no sólo le acababa de regalar un collar de cuentas de madera, precioso, sino que además le había dado la posibilidad de entrar por fin a la fiesta, algo con lo que ya no contaba, dadas las dificultades que había encontrado hasta ese momento. Se juró a sí misma que nunca más volvería a mentir, pasase lo que pasase.
Salió corriendo muy contenta luciendo el flamante collar alrededor del cuello, pero en realidad no tenía muy claro cómo volver hasta el lugar en donde se celebraba el baile y el posterior banquete para los niños pobres de la ciudad. Así que después de dar un montón de vueltas por callejuelas estrechas y torcidas, decidió que lo mejor era preguntar a la gente.


La primera persona que encontró fue una mujer mayor que iba cargada con unas bolsas llenas de comida y que caminaba con cierta dificultad. La pobre bastante tenía con mantener el equilibrio, y por desgracia para nada había oído hablar de una fiesta infantil por aquella zona. Estrella se alejó antes de que la vieja empezara a interrogarla, que es lo que le solía suceder casi a diario durante las interminables horas que sus tíos la dejaban sola, a merced de la providencia, buscándose la vida. Y como ella había nacido honrada y era incapaz de robar o de mendigar, la mayor parte del tiempo lo pasaba durmiendo a la intemperie o jugando en cualquier descampado o sótano mal vigilado, evitando el contacto con desconocidos porque en seguida se empeñaban en querer llamar a los servicios sociales para que se hicieran cargo de ella.
Tras dar esquinazo a la anciana, le pareció que los dos muchachos que venían de frente le podrían ayudar, pero, ay, en mala hora se acercó hasta ellos porque de un manotazo la tiraron al suelo y encima le robaron el collar que le había regalado aquel buen hombre, dándose de inmediato a la fuga. Imposible alcanzarlos, cuando se levantó ya ni se los veía, y encima le dolía mucho el hombro debido al golpe que se había dado al caer. Ahora sí que estaba irremediablemente perdida, y aunque estaba muy curtida por vivir en la calle, la niña que en el fondo aún era no pudo más y rompió a llorar amargamente, sentada al pie de la escalinata de la vieja iglesia situada en el corazón del barrio antiguo de la ciudad.
La voz dulce de aquella mujer la sacó de su desesperación. Al alzar la vista la encontró ante sí, vestida de blanco, con una cara lindísima y un cabello brillante y largo. Estrella estaba cansada, triste, dolorida y hambrienta, acordándose del collar tan precioso que le acababan de quitar aquellos malnacidos, y con él además la posibilidad de participar en la fiesta que daban precisamente en ese mismo momento para los niños sin hogar…. ¿Por qué les hacían llevar collar, si eran pobres? ¿Cómo lo habrían conseguido los demás muchachos?
-No llores, pequeña-le dijo aquella extraña mujer-. Irás a la fiesta y serás la estrella más brillante.
Y acercándose hasta la niña, recogió entre sus manos esas lágrimas que resbalaban por sus mejillas y las fue engarzando con un hilo invisible, hasta formar con ellas un espléndido collar, el más hermoso que imaginarse pueda.
Estrella no alcanzaba a comprender quién era aquella señora ni cómo había podido hacer aquella magia con sus lágrimas, aunque tenía sus sospechas. Y lo cierto es que de repente se sentía llena de luz y de alegría por dentro.
-Si bajas por esa calle, llegarás a tu fiesta. Disfruta de este día.
Y antes de poder siquiera darle las gracias, la misteriosa benefactora había desaparecido. Estrella salió corriendo calle abajo, tal como le había indicado y divisó en seguida al guardián cascarrabias, apostado en la entrada.
Al verla llegar con su mágico collar, su actitud pareció cambiar completamente.
-Nohabiahechofaltaquefuerasabuscarlotanlejos -le comentó, con una sonrisa en los labios.
-Me dijiste que lo buscara por ahí –protestó ella.
- Sinohubierassidotanmentirosayomismotehubieradadoelcollar -le desveló-. Sólolosniñosmentirosossehanquedadosincollar.
-Pues ahora ya no soy mentirosa…
-Losé.Paseustedseñoritaydiviertaseenlafiesta.
Dicho lo cual abrió para ella la enorme puerta y Estrella penetró en la lujosa estancia, en donde fue recibida entre vítores y muestras de entusiasmo por el resto de los niños.